Capítulo V. Los tiempos del nacional-catolicismo.

 

                         Con la única excepción de la Iglesia vasca y parcialmente de la catalana, la Iglesia española fue, junto a una parte importante del Ejército y a las organizaciones de extrema derecha –Falange y Requetés–, uno de los componentes básicos del pilar interior sobre el que se construyó el nuevo régimen del general Franco. El otro pilar, el exterior, lo constituyó el apoyo de los regímenes totalitarios europeos: la Alemania nazi y la Italia fascista. Todo ello se reflejó con claridad meridiana en Sevilla, siendo también las cofradías y sus Imágenes, sobre todo las más populares y de mayor devoción, movilizadas e incluso al principio casi «militarizadas» en favor de la que había sido oficialmente definida como «nueva cruzada”.

 

                        El 15 de Agosto del 36, Franco, Queipo, Ilundain y la Virgen de los Reyes presiden el acto de reposición de la bandera rojigualda en el balcón del Ayuntamiento; la Macarena dona su corona de oro al Ejército para contribuir a los gastos de la guerra; Queipo de Llano afirma, en el acto de su nombramiento como «hijo adoptivo y predilecto de la ciudad», en febrero del 37, que «había actuado con su fe puesta en la Virgen de la Esperanza, que le había ayudado en su empresa de tal forma que hasta se despojó de su corona de oro», que ahora plantea se le devuelva por suscripción popular; la Esperanza de Triana sale por su barrio en dos ocasiones; Millán Astray preside la cofradía de la Universidad, que sale acompañada por los legionarios; el Señor del Gran Poder y la Virgen de los Reyes realizan procesiones extraordinarias el año 39, en acción de gracias por el feliz final de la «guerra de liberación»

 

                        Valga como una muestra del ardor integrista de los vencedores y de su rencor contra quienes fueron definidos como «enemigos de Dios y de la Patria», las siguientes frases de un artículo publicado en la contraportada de un diario sevillano al final de la Semana Santa del 37, «II Año Triunfal», bajo el título «La Virgen de la Esperanza visita a los heridos de guerra» y con firma femenina: «…No se merecía el barrio de la Macarena volver a ver pasar la que fue su Virgen. Pero se lo merecían nuestros heridos militares. No se merecía la semilla roja de aquel barrio, esa gente –que tal vez da vivas a la Imagen y dejó quemar su casa– volver a ver pasar la silueta ideal de la Virgen bella… Pero se lo merecía España, que, como la Dolorosa, también tiene hijos buenos y heroicos: los soldaditos de España».

 

                        Las Semanas Santas de los tres años de la guerra reflejaron esta situación. En lo que atañe a la hermandad de los Negritos, todo se mantuvo igual que los años anteriores en cuanto a pasos, insignias, horario e itinerario. Sólo algunos cambios en las músicas, ya que el Cristo fue acompañado por la banda de Flechas Navales, con sus camisas azules y sus boinas rojas.

 

                        En 1940 tuvo lugar una restauración del Cristo y un cambio de su cruz, llevadas a cabo por el escultor sevillano Agustín Sánchez Cid. Además de realizar algunos repintes y ensamblar los brazos de la Imagen, que estaban despegados del tronco, con clavos y pasta –lo que, a medio plazo, supondría un motivo más de deterioro de esta–, abrió la parte posterior del torso para consolidar esa zona de la escultura, en la que había grietas. En su interior apareció un pequeño pergamino de 94 milímetros de largo por 39 de ancho, algo deteriorado en uno de sus lados, con el siguiente texto que transcribimos literalmente: «este cristo se hizo en sevilla año de mil y seizientos y veinte y dos. hizolo andres de ocampo maestro escultor”. A partir de ese momento, el Cristo de la Fundación dejaba de ser una obra anónima para convertirse en la única Imagen cofradiera documentada del que fuera uno de los más importantes imagineros de la escuela clásica sevillana, en la transición a la plenitud del Barroco, Andrés de Ocampo, maestro de Martínez Montañés y de Francisco de Ocampo.

 

                        Para testimoniar el importante descubrimiento, y también para tratar de conseguir pasar a la posterioridad por esta vía quienes daba la coincidencia que regían la hermandad en ese momento –un interés este que suelen compartir cofrades y políticos, y por ello ambos colectivos, con muy pocas excepciones, muestran tanto celo porque sus nombres figuren en documentos, placas y lápidas de todo tipo–, se introdujo otro documento en el interior de la escultura, junto al primitivo pero de dimensión cuatro veces mayor a este –144 milímetros por 113–, asimismo de pergamino, que fue fijado con cuatro pequeños clavos de tapicero. Su texto es el siguiente: «En 11 de Mayo de 1940 fue abierta esta escultura del Stmo. Cristo de la Fundación para su restauración por el escultor sevillano Don Agustín Sánchez Cid y su ayudante José Antonio garcía Moreno, siendo Mayordomo Juan Casillas de la Torre y Secretario Manuel Ruiz García = Antonio Gómez = Cesáreo Valderrama = Luis Rivas = José Ruiz de Oya = José Rodríguez”. Significativamente, los siete nombres que constan de individuos de la Junta no van en el orden que correspondería a la importancia formal de los cargos según las Reglas, sino en el de importancia real de sus ocupantes en el gobierno efectivo de la cofradía.

 

                        Sánchez Cid hizo también una nueva cruz para el Cristo, más gruesa que la anterior, utilizando para ello la madera de un ciprés que obtuvieron varios hermanos en el cementerio de San Fernando. Esta circunstancia, si bien tenía un indudable valor emocional, fue una de las causantes del mayor deterioro de la Imagen a partir de entonces, ya que, como la madera de la cruz no era suficientemente seca y vieja, después de algunos años se alabeó, desequilibrando peligrosamente la sujeción de la Imagen, provocándole inestabilidad al hacer que sus cuatro puntos de fijación –manos, pies y zona lumbar– dejasen de estar en un mismo plano, con el consiguiente daño para la escultura, especialmente para sus brazos, que volvieron a agrietarse en su ensamble con el torso. Una situación que abocaría, casi cincuenta años más tarde, a la profunda intervención de que fue objeto y que trataremos en su momento.

 

                        Para que se tenga una idea de la modestia de la cofradía durante toda la década de los años cuarenta, valga como ejemplo que en el año 1941 salieron el Jueves Santo solamente 31 parejas de cirios, y que, más de una vez, para que el número de nazarenos no fuera excesivamente reducido, se pidió a algunos seminaristas que vistieran la túnica blanca y el cordón celeste de la hermandad, haciéndolo más de un año una treintena de ellos, con el permiso del Director del Seminario, entonces Don Andrés Avelino.

 

                        Esta misma modestia hizo que no hubiera ningún interés en manipularla políticamente desde los círculos oficiales del Régimen. En ella no fueron nombrados como Hermano Mayor honorario el Generalísimo, ni el capitán general de turno, ni jerarquías del Movimiento Nacional, como ocurrió en muchas otras. Nadie consideraba que acrecentara su legitimación o diera lustre a su imagen pública el aparecer estrechamente ligado y homenajeado por la cofradía de Los Negritos. Pero ello no evitó que dentro mismo de la hermandad se impusiera el integrismo.

 

                        En efecto, en las Juntas de oficiales que se sucedieron desde los años de la guerra civil y hasta comienzo de los años cincuenta, el protagonismo fue de personajes claramente adictos a la ideología política del Régimen, algunos de ellos pertenecientes al partido único falangista, aunque en su segunda o tercera fila local, junto al de algunas personas del barrio caracterizadamente nacional-católicas muy ligadas a la parroquia. Como la cofradía era muy modesta, al no haber podido recuperarse de la crisis de 1930 y de su desorganización posterior de cuatro años, por sobrevenir rápidamente la guerra tras su vuelta a la actividad, el integrismo político y religioso de sus nuevos dirigentes se tradujo en la invención de un «nuevo estilo» que fue presentado como tradicional .

 

                        Desde su conversión en hermandad de blancos, siempre había identificado a la cofradía un carácter popular y alegre, el propio de las cofradías de barrio de finales del siglo XIX y primeras décadas del XX: abundancia de bandas de música, retrasos en los horarios de la estación, orden sólo relativo en los nazarenos… Ahora tiene lugar una transformación radical de todo esto. Prácticamente por primera vez, la antigua cofradía de los negros no va a contracorriente sino que se sumerge en la corriente dominante. Y a favor de ella, tiene lugar lo que podemos llamar una «invención de la tradición». Se descubre ahora que al Cristo muerto de la Fundación no le va la música de trompetas y tambores, ni tampoco a su paso de caoba sin dorar, y por ello, se elimina la banda que le acompañaba, así como la que abría marcha delante de la Cruz de Guía; y, para darle aún más seriedad, en la Imagen se eliminan, aprovechando la restauración de 1940, las potencias que siempre había tenido así como los casquetes de la cruz sobre la que está clavado. Y se reconvierte forzadamente toda la cofradía en la calle: se prohíbe la presencia de niños en la procesión, poniendo como edad mínima para la salida los quince o dieciséis años; se impone a todos los nazarenos el que salgan sin calcetines y, salvo imposibilidad de algún tipo, sin calzado, autorizándose solamente, en todo caso, sandalias negras de dos tiras, de tipo franciscano; se impone una férrea disciplina en cuanto al comportamiento de los participantes en la estación; se recorta el horario de la cofradía en la calle; se hacen las varas para insignias y presidencias de madera pintada de negro; se reponen los nazarenos limosneros delante de la Cruz de Guía; e incluso, al final de la década, se sustituyen los cíngulos por cinturones de esparto –que, además, valían más baratos–. De lo que se trataba, en definitiva, era de convertir a la hermandad en una cofradía «de negro», aunque vista de blanco; en un paradigma de hermandad «seria» que, aunque esté en un barrio, no sea «de barrio» –algo así como la cofradía del Calvario en la tarde del Jueves Santo y en la Puerta Carmona–. A lo único que no se llega es a quitar la música tras el paso de la Virgen de los Ángeles.

 

                        Junto a ello, se innovan actos de culto que nunca hasta entonces habían tenido lugar, como el «devoto Vía Crucis cuaresmal por las calles de la feligresía» del Cristo de la Fundación, a hombros, con fuerte contenido penitencial, tras un día de «devoto Besapiés» ; o la procesión en andas de la Virgen de los Ángeles, en Rosario de la Aurora tras el correspondiente Besamano, el domingo siguiente al Triduo y Jubileo, sin músicas ni fuegos artificiales como en el siglo anterior sino con «austera sencillez y humildad» .

 

                        Conviene apuntar que esta verdadera «invención de la tradición», desde posiciones incuestionablemente fundamentalistas, se dio también en otras hermandades; por ejemplo en las de San Juan de la Palma y la Mortaja, por citar sólo dos de ellas. La segunda, hasta la guerra civil en Santa Marina y conocida como «la Macarena chica», cambió su residencia al ex-convento de la Paz, acercándose al centro, en un primer momento sin duda por necesidad, dada la destrucción de la iglesia donde había residido siempre, pero luego ya de forma voluntaria y como parte de un cambio global de carácter: de ser prototipo de cofradía alegre e incluso desordenada pasó rápidamente a constituirse en paradigma de lo ascético e incluso de lo místico. También aquí descubrieron, después de varios siglos, que al misterio que veneraban no le iba el estilo. Claro que ello le significó, entre otras cosas, ser quizá la cofradía con menos nazarenos de Sevilla y, durante muchos años, sin apenas público durante su estación; pero ello fue un costo conscientemente asumido.

 

                        Algo muy paralelo sucedió en la hermandad de Los Negritos, con dos agravantes, o si se quiere peculiaridades: que mientras la hermandad se cerraba al entorno y se construía sobre un modelo que poco tenía que ver con su contexto socio-territorial, la otra cofradía situada en el barrio, la de San Roque, tenía todo el campo libre para consolidarse como “la cofradía del barrio», sobre todo a partir del año1944 en que pudo volver a la parroquia, una vez reconstruida y abierta al culto esta; y que la hermandad cayó en las manos de un personaje especialmente propenso a confundir ascetismo con misantropía y obsesionado, por ello, con el recorte de cualquier gasto económico, incluidos los referidos al culto interno, lo que llevó a la corporación a una espiral involucionista y a una decadencia efectiva cada año más patente. Este personaje fue Juan Casillas de la Torre, el cual actuó como dueño casi exclusivo de la hermandad durante doce años –desde la guerra hasta 1950–, la mayor parte de los cuales ocupó la mayordomía.

 

                        Desde estas premisas, aceptadas activa o pasivamente por el resto de los pocos cofrades de entonces –aunque a posteriori casi todos ellos criticaran duramente al citado Casillas, acusándole incluso de deslealtad por utilización de los limitados bienes de la hermandad en beneficio propio– los más de siete años en que la capilla fue sede provisional de la Parroquia, y por ello estuvo abierta de forma permanente a la obligatoria visita de todos los feligreses para misas, sacramentos y ritos de paso –bautizos, bodas y entierros–, apenas sirvieron para traducir la tradicional devoción del barrio a las Imágenes de la cofradía en engrosamiento del número de hermanos. El nuevo estilo, reafirmado como si hubiese sido realmente el tradicional durante los muchos siglos de existencia de la hermandad, alejaba de esta a casi todos cuantos hubieran podido tener interés en acercarse a ella en el barrio; y esto, a la vez, convenía a quienes veían más asegurado su control sobre la corporación si esta permanecía como un pequeño círculo cerrado que si se abría al entorno.

 

                         A pesar de sus repetidas afirmaciones de que el horizonte de la hermandad debía ser avanzar en el camino hacia la pureza religiosa y el rescate de su estilo tradicional (?), Casillas actuaba siempre de forma personalista y egocéntrica, al modo de los antiguos caciques cofradieros, aunque era un modesto trabajador autónomo. Y como esto le imposibilitaba cumplir las tradicionales obligaciones de los caciques y hombres fuertes de las hermandades en cuanto a aportaciones económicas, negaba esta obligación mediante la puesta en práctica de un muy alto grado de misantropía: el objetivo central era ahorrar más que conseguir fondos; ahorrar dinero, ahorrar tiempo, ahorrar personas, aunque no costaran nada, en la realización de cada actividad. Nada, o casi nada, era necesario en y para la cofradía, y cuando la urgencia de un pago inaplazable se hacía sentir –pagar al cerero al menos una parte de lo gastado el Jueves Santo anterior, para garantizar que surtiera a la hermandad en la siguiente Semana Santa, o tener alguna liquidez para la celebración del Triduo o el Quinario– se acudía a postulaciones por las tiendas y comercios del barrio, a la petición a las familias de los hermanos de medallas, cubiertos y otros objetos de plata, o se lanzaba, in extremis, un SOS a la generosidad de Don Enrique (García Carnerero), que sí tenía recursos económicos y era miembro de la Junta desde los tiempos de García de la Villa, pero que estaba un tanto distanciado de los ahora dirigentes de la hermandad en quienes no tenía demasiada confianza.

 

                        Que su gestión respondió al tradicional modelo caciquil, aunque en la versión cutre y azul mahón –era este el color de las camisas falangistas– de los barrios sevillanos de postguerra, lo refleja también un hecho, sin duda revelador, que nos han confirmado cuantos vivieron aquellos tiempos: en los primeros años cuarenta, el hombre fuerte tuvo una grave disputa con su padre, uno de cuyos resultados fue el juramento –con seguridad no muy cristiano– de no volver a pasar jamás por la puerta de la casa de este. Pero comoquiera que el vetado de por vida habitaba en la calle San Esteban, y por ella regresaba a la Capilla la cofradía desde hacía casi 400 años, para no romper su promesa ni vestido de nazareno propuso, y fácilmente consiguió, cambiar totalmente el itinerario de regreso de esta, lógicamente no aduciendo la «razón» verdadera de la iniciativa sino velándola tras la afirmación de que ello significaba un acortamiento del trayecto, lo que haría posible una entrada más temprana en la capilla y la reducción del tiempo en la calle –supuesto ideal que acercaría a la hermandad aún más al modelo de «cofradía seria y de centro» que actuaba como prototipo–. Por ello en gran parte de los años cuarenta, y hasta el Jueves Santo de 1950 inclusive, tras salir de la Catedral la hermandad enfilaba directamente la calle Mateos Gago y por Fabiola, Madre de Dios, San José y Santa María la Blanca alcanzaba la Ronda por la Puerta de la Carne, recorriendo la calle Menéndez y Pelayo –donde casualmente el aludido tenía su casa y taller– hasta enlazar con Recaredo, realizando la entrada antes de las 10 de la noche. Para hacer posible ese itinerario, en el que la hermandad iba muchas veces casi sola y luego deslucida por la anchura y circulación de la Ronda, incluso había que quitar todos los años unas planchas de hierro del zócalo de una de las casas de la calle Fabiola, porque el paso de Cristo no cabía. Pero todo lo que podríamos quizá pensar negativo o inconveniente, se tornaba ventajoso y adecuado al realizarse su lectura desde el discurso ideológico integrista propuesto: constituían formas de acercamiento a los objetivos de austeridad, humildad y ascetismo — casi diríamos de inexistencia–, además de permitir el cumplimiento del objetivo no declarado: el de mantener el juramento realizado por el cacique.

 

                                               En el año 48 se celebró un Cabildo General cuya acta es la primera que se conserva en el archivo de la hermandad posterior al año 1862. Significativamente, la cofradía aparece como «Antigua y Humilde Hermandad de los Esclavos Negros de Sevilla», un título totalmente imaginario, inexistente legal y heráldicamente, pero que revela muy bien la operación de «invención de la tradición» a la que venimos haciendo referencia. En él se eligió una Junta en la que nuevamente el citado Casillas toma la Mayordomía –en años anteriores, tras su anterior etapa de Mayordomo, había venido desempeñando formalmente el cargo de Fiscal– y son elegidos Cesáreo Valderrama, como Teniente de Hermano Mayor, y Enrique García Carnerero, como Alcalde. Son Priostes Diego González Bohórquez, que desde 1936 a 1988 viviría con su familia en la casa contigua a la Capilla como Capiller, y Angel Cueli El cargo de Hermano Mayor no sale a elección porque lo desempeña el Arzobispo, que desde 1937 era el polémico cardenal Segura. En este sentido, no tenemos constancia de cuando firmó Segura algún decreto anulando el de junio de 1930, que ya hemos analizado, por el que Ilundain eliminaba la tradición comenzada por Solís, casi dos siglos antes, de que los Arzobispos ostentaran el cargo de Hermano Mayor en la cofradía. Puede, incluso, aunque no podamos asegurarlo, que el cardenal Segura no dictase nunca u tal decreto de reposición de la situación anterior a 1930, con lo que la ocupación del cargo por él no tendría respaldo legal adecuado, a menos que hubiera habido un ofrecimiento explícito por parte de la hermandad, y algún documento arzobispal eximiendo del cumplimiento del Decreto de los Prelados, que seguía vigente en cuanto al límite de los cinco años en el ejercicio de cualquier cargo. Por las características personales del cardenal Segura, es más que probable que se limitase a creer, sin entrar en más averiguaciones, en la realidad del automatismo de que al ser Arzobispo de Sevilla se era, a la vez, Hermano Mayor de los Negritos; tanto más cuanto que esto era lo que interesaba hacerle creer por los rectores de la cofradía, por considerar ese automatismo como un elemento central de la tradición viva de esta, supuestamente existente desde la fundación misma de la hermandad. La realidad, como sabemos, no era ni lo uno ni lo otro: los Arzobispos habían sido Hermanos Mayores sólo desde hacía menos de dos siglos –en una corporación que se acercaba ya a sus 550 años–, no había habido automatismo hasta las Bases de la reorganización de 1896, y era un hecho canónicamente suprimido por el cardenal Ilundain. Pero cualquiera que fuera el caso real, lo cierto es que el hecho de que los Arzobispos habían sido «siempre» los Hermanos Mayores de la cofradía, y lo era, por tanto, ahora Su Eminencia constituía un referente central dentro de la amplia operación de invención (en este caso reinvención) de una cierta tradición. Que ello pudiera ser verdadero o no en términos históricos, e incluso canónicos, era algo cuyo simple planteamiento resultaba impensable.

 

                        El estado económico de la hermandad seguía siendo muy preocupante, como expone el mayordomo en cabildo de 4 de junio del 49: «era tal que, con el fin de enjugar el déficit se hace imprescindible un régimen de economías y de estrecheces en todos los gastos, así como consultar diferentes presupuestos para ver de realizar las obras de consolidación y reparos que exigen los muros y tejados de nuestra Capilla, diferiendo entretanto las gestiones para unos nuevos respiraderos”. Estas obras eran urgentes, ya que la inundación del Tamarguillo, el año anterior, había deteriorado no sólo altares y otros enseres sino la propia Capilla y sus dependencias, donde el agua había alcanzado una altura de más de metro y medio manteniéndose varios días. Y la misma urgencia y carencia de fondos se vuelve a exponer en el cabildo general de salida del año 50, en el que también se explicita algo que sería peculiar en la hermandad, y muy negativo en diversas vertientes, tanto entonces como incluso un tiempo más tarde: «que las personas pudientes –incluso un número significativo de integrantes de la Junta– no se visten el hábito ni asisten a la procesión, y son, en cambio, los más jóvenes y de menos posibilidades económicas quienes hacen la estación de penitencia» . La cuestión que se plantea es «encontrar una fórmula hábil que concilie la necesidad de ingresos que padece la Hermandad y la posibilidad de sacar un nutrido cuerpo de nazarenos», dado que los ingresos por papeletas de sitio eran muy limitados, debido al escaso número de nazarenos y a que las cuotas de salida eran de 20 pesetas los hermanos de cirio y 35 los de insignias, y que ese año se incrementaban significativamente los costos en cera, flores y costaleros, y sólo la banda de música de Tejera, que llevaba ya varios años saliendo detrás del palio, no aumentaba su factura.

 

                        La Junta de oficiales de 25 de mayo y el Cabildo general de 4 de Junio de dicho año 50 fueron muy movidos, asistiendo a este último un número inusualmente alto de hermanos, en torno a 100, cuando lo general venía siendo no más de 25 ó 30. En la primera de dichas reuniones, el Fiscal, Antonio Martín de la Torre, pariente del mayordomo Casillas de la Torre, expresa sus serias dudas sobre la legalidad de la reunión, dada la forma, a su juicio anómala, con que fue realizada la citación, destinada a acordar una propuesta sobre la composición de la mitad de los cargos de la Junta de oficiales que terminaban su mandato, para llevarla al cabildo general. En este, hubo una fuerte polémica, con reiteradas intervenciones de varios hermanos, sobre todo de Luis Rivas, sobre la corrección de las cuentas que presentaba el mayordomo, pidiéndose su revisión detallada antes de su aprobación. Como solución de compromiso, se aprobaron aunque «sub conditione», quedando por un tiempo a consulta y posibles enmiendas. Pero la cuestión central era el descabalgamiento de Casillas de su posición de hombre fuerte de la hermandad, dado que el de mayordomo era uno de los cargos que había que poner a votación: de ahí la singular asistencia de cofrades, el tono polémico de la reunión desde su principio, su duración de más de cuatro horas, y la recomendación del Fiscal sobre la necesidad de «cordura y sensatez en la elección, dejando a un lado pasiones y rencillas personales para buscar tan sólo el mejoramiento y esplendor de la corporación» .

 

                        Finalmente, quedó elegida una Junta en la que ya no figuraba el controvertido mayordomo saliente, aunque hubo incluso propuestas de nombrarlo «Mayordomo Honorario Perpetuo», pues, al decir de uno de los miembros más caracterizados de la Junta, que continuaría en ella, «todo cuanto se ha realizado en la hermandad en los últimos catorce años puede decirse que es obra suya» . Lo que, sin duda, tenía gran dosis de verdad pero siempre que se agregue que había contado con el apoyo, casi siempre pasivo, de la mayoría de quienes habían formado parte con él de las sucesivas juntas de gobierno desde 1936. La nueva Mesa quedó encabezada por Don Emilio Serrano como Teniente de Hermano Mayor –el médico en cuya casa estuvieron las Imágenes el año 36–, reeligiéndose como Alcalde a Don Enrique García Carnerero y entrando de Mayordomo Juan Luque, mientras se mantenían el resto de las personas anteriores sin novedades muy significativas, con la rotación de cargos usual en la generalidad de las cofradías como forma de cumplir formalmente el vigente decreto de limitación temporal en el ejercicio de los cargos y garantizar, a la vez, la continuación prácticamente indefinida de casi las mismas personas en las directivas.

 

                        Aunque la mayoría de los componentes de la nueva Junta eran los mismos de la anterior, al quedar fuera el hombre fuerte, se revocan varios de los acuerdos que se habían hecho efectivos por su iniciativa y se plantean otras innovaciones. Así, enseguida se acuerda elaborar un Inventario, que no existía, y se reafirman el escudo y el título tradicionales de la hermandad, «alterados sin razones legales» ; se aprueba la vuelta al itinerario tradicional de regreso de la cofradía, por la calle Francos y la Alfalfa, en lugar de por la Puerta de la Carne, como había impuesto el anterior mayordomo; se cambia de cuadrilla de costaleros, contratando ahora la de Ariza; se encarga al orfebre Jesús Domínguez una nueva Cruz de Guía con cantoneras de plata; se eliminan los limosneros delante de esta; se confeccionan 50 túnicas de nazareno y 6 dalmáticas moradas para acólitos; se amplía la candelería del paso de la Virgen –reducida por Casillas con el objetivo de ahorrar cera– hasta 162 piezas, así como el número de velas rizadas; se suprimen el Vía Crucis y el Rosario de la Aurora con las Imágenes después de los cultos a ellas dedicados; se incrementan las papeletas de sitio hasta 25 pesetas los cirios, 40 las varas e insignias y 100 las presidencias de los pasos, y se establece como cuota mínima mensual la de 2 pesetas.

 

                        Por ello, el Jueves Santo de 1951 la hermandad, después de muchos años, presentó diversas novedades. La subvención municipal ascendía ese año a 17.580 pesetas, debido a la «muy buena nota» en compostura que le fue adjudicada por el Consejo General de Hermandades y Cofradías, al igual que venía sucediendo desde el comienzo, años antes, de ese peculiar sistema de incentivación económica de la disciplina penitencial.

 

                        Pero el problema en la administración de la cofradía no se había solucionado. Al rendir cuentas el nuevo mayordomo, en mayo del 51, se encuentran «errores de bulto en el libro de caja», incluida la existencia de anotaciones de salidas por facturas no pagadas. Dicho mayordomo, al decir de quienes lo conocieron, era «un caso completamente opuesto al de Casillas: un hombre bueno que tuvo problemas de apropiación de dinero en su trabajo para cumplir su compromiso con la cofradía» (246); pero en todo caso, en enero del 52, se acuerda por unanimidad su expulsión, por no haber entregado una parte de la subvención cobrada, falsear varias sumas en las cuentas y no responder a las reiteradas peticiones de la hermandad respecto a sus responsabilidades.

 

                        Asimismo, se acordó también, en sucesivos cabildos, sin éxito, citar al anterior mayordomo, el tan aludido Casillas, para que rindiera cuentas «de diversos pormenores anómalos en el libro de Caja que dejó», y porque «su actuación no ha sido de la satisfacción de la Mesa”. Y dirigirse al que fuera Secretario, su pariente, «para que entregue con urgencia todo cuanto posea de la Hermandad, de libros y documentos archivados que extrajo para fines de historia de la misma y que no ha devuelto».

 

                        Un fuerte aguacero hizo que la cofradía tuviera que refugiarse en la Capilla de la entonces Universidad, en calle Laraña, la tarde del Jueves Santo del año 52. Pero consiguió un lucimiento quizá como pocas veces había tenido, al quedar la noche estrellada y reanudar su estación a la Catedral. También dicho año el catedrático de pintura y académico de Bellas Artes Juan Miguel Sánchez se ofrece «desinteresadamente para la restauración del Cristo» –que debió consistir en algunos repintes–, y en septiembre la Virgen de los Ángeles fue conducida a su taller «al objeto de que lleve a cabo el arreglo de la cara, dado los defectos que en la misma se observan» –los cuales no se especifican–; intervención esta última que provocó la extrañeza de algún miembro de la Junta.