Cap. II. Las Reglas de 1554: integración religiosa y afirmación étnica
Como ya hemos apuntado, las Reglas de 1554 son las más antiguas conocidas de la hermandad pero no debieron ser las primeras. Sí es posible que fuera en ella donde se incorporara el ejercicio de la disciplina en la Semana Santa. Su aprobación fue realizada el 16 de Julio de dicho año, por Don Hernando Arcantín de Valle, Provisor del Arzobispado, y comunicada a la hermandad por el Licenciado Gaspar de Cervantes, Gobernador del mismo en nombre del prelado don Fernando Valdés y Salas (Arzobispo de Sevilla, e Inquisidor General). Dos días después aprobó las reglas del Stmo. Cristo de la Sangre y María Stma. de la Encarnación (actual San Benito) y el 1 de septiembre las de la Cofradía Sacramental de San Juan de la Palma (actual Amargura), ésta última existía al menos desde octubre de 1511. También ese año fueron aprobadas las reglas de de La hermandad de la Santa Vera Cruz de la villa de Dos Hermanas, corporación que tiene su origen en 1544.
Pudo ser un año de organización y control por parte de la Inquisición, no en vano, el arzobispo-inquisidor don Fernando Valdés y Salas promovió el auto de fé con mayor número de condenas, un total de 70 personas fueron condenadas en el auto de Fé que se celebró en las gradas de la catedral en el año 1546, veintiuna para el quemadero de Tablada, siete mujeres y catorce hombres; y condenados a retractación y cárcel perpetua, dieciséis.
Con las adiciones y recortes que en el correr de los siglos fue menester realizar en ellas, estas Reglas han estado parcialmente vigentes, al menos formalmente, hasta entrado el siglo XX, por lo que fueron reiteradamente transcritas. Gracias a ello han llegado hasta nosotros, ya que el original, que era un manuscrito miniado, sobre vitela, en caracteres góticos y con diversos colores, se deterioró irreversiblemente en la inundación de 1961.
Su fecha de aprobación, 1554, es posterior en cuatro años a la compra, ya referida, ante el escribano público Luís de Medina, por parte de la Cofradía de nuestra Señora de los Ángeles de los tres solares en los que, desde entonces, tiene su sede, con la obligación de pagar el tributo perpetuo anual de los doce ducados y las seis gallinas. La cofradía existía, pues, antes de 1554 y, como ya expusimos, debía tener estatutos reconocidos ya que poseía la personalidad jurídica necesaria para realizar contratos. Lo que sí resulta, sin duda, significativo es que la advocación contenida en las Reglas sea la de «nuestra Señora de la Piedad”. La posibilidad, apuntada por algunos, de que ello refleje que se trata de una hermandad de negros distinta a la de los Ángeles no tiene ninguna apoyatura; antes al contrario, el encabezamiento del propio libro de Reglas era: «Comienza la Regla de la Hermandad y Cofradía de la Piedad y Nuestra Señora de los Ángeles”. Y ello no fue un aditamento moderno: como ya también señalamos anteriormente, la denominación de «nuestra Señora de la Piedad y de los Ángeles» figura no sólo recogida por Ricardo White a finales del siglo XVIII sino que está documentada también alguna vez en los libros de la hermandad de mediados del XVII.
La hipótesis más plausible para explicar esta, al menos aparente, anomalía, creemos es que en esta Regla se incorpora –o se reforma, caso de haberla habido antes; cuestión imposible hoy de dilucidar– el uso de la disciplina pública en la procesión de Semana Santa, adoptándose para ello un título distinto, más pasionista, del que poseía la Virgen de alegría de la hermandad. Nombre este de alegría que, a la postre, sería el que había de supervivir tanto para dicha imagen como para la dolorosa.
Las Reglas se inician, tras el encabezamiento arriba señalado, con una introducción que abren las conocidas frases del evangelio de San Juan: «En el comienzo era la Palabra… «, se continúa con una oración y protestación de fe en la Santa Trinidad y concluye con la siguiente declaración solemne: «Nos, los hermanos y cofrades, deseando según nuestra flaqueza y poca posibilidad y pequeñas fuerzas mostrar en algo el deseo que tenemos de servir a Dios Nuestro Señor por tan supremo bien y soberano beneficio que nos ha hecho y hace, establecemos y ordenamos esta nuestra Hermandad y Regla y Capítulos de ella a honra y gloria del Omnipotente Dios y de la soberana Virgen nuestra Señora de la Piedad, para provecho y aumento de la salud para nuestras ánimas, y con celo de amor ordenamos las ordenanzas de la forma siguiente… «. (En años recientes, más de un erudito metido a historiador ha leído muy a la ligera o, en todo caso, ha interpretado muy mal este párrafo, concluyendo, nada menos, que el título de la cofradía era el de «Honra y Gloria del Omnipotente Dios y la Soberana Virgen de la Piedad», afirmando sobre esta «base», y por no hacerse referencia a la hermandad de negros preexistente, que se trataba de una cofradía totalmente distinta).
Tanto la introducción como los 27 capítulos que la siguen, están redactados, salvo algunos puntos muy concretos pero de gran interés, que señalaremos, de una manera convencional, conforme a una plantilla general a la que debieron responder, de una manera más o menos uniforme, los estatutos de la mayor parte de las cofradías de la época, al igual que ocurre hoy en el ámbito de las asociaciones de cada tipo determinado.
La cofradía respondía a un modelo estrictamente étnico y cerrado: en el capítulo primero de las Reglas se citan solamente a los negros como posibles hermanos. No hay alusión alguna, aunque hay quien ha escrito lo contrario, a mulatos (loros), indios u otras etnias. En primer lugar, se cita como potenciales cofrades a los negros libres, pudiendo serlo también los negros esclavos pero a condición de que acrediten por escrito el permiso de sus amos. El capítulo dice textualmente: «Primeramente ordenamos que en esta Hermandad entren negros libres, y si algún cautivo entrare sea que traiga licencia de su amo, así para servir la cofradía como para pagar las penas, la cual licencia traiga firmada de su mano o, si no supiere escribir, con testigos«.
La lectura de este capítulo nos refleja la desconfianza con que los dueños de esclavos veían a la cofradía de los negros. Esta desconfianza tenía como base el temor a que quienes eran sus «cautivos» –palabra que, junto a la de servidores, era usada para no mencionar directamente los términos «esclavos» y «esclavitud»– gastaran parte de su tiempo y de sus escasos haberes en la hermandad, con el consiguiente riesgo incluso de pequeñas sustracciones y deslealtades en beneficio de esta. Pero respondía, sobre todo, a la resistencia a que se organizasen, conjuntamente con otros esclavos y con negros libres (ladinos), escapando, en una cierta medida, a su control directo y absoluto y reafirmándose en una identidad colectiva que podría ser potencialmente peligrosa para sus intereses. No eran, pues, coincidentes, en un primer nivel, los intereses individuales inmediatos de los dueños de esclavos con el interés de los poderes civil y, sobre todo, eclesiástico porque la etnia negra estuviera organizada, dentro del ámbito integrador de la religión, y tuviera autoridades reconocidas que pudieran ser, a la vez, los interlocutores de dichos poderes y sus representantes y ejemplos ante el conjunto de una etnia díscola, de costumbres «poco civilizadas» –alusión constante a los bailes, tambores y sonajas siempre presentes en sus fiestas–, a la que convenía integrar ideológicamente para evitar posibles y desagradables sorpresas.
La solución a la aparente contradicción fue la de poner en manos de cada amo concreto la decisión de dar o no licencia a sus esclavos negros para entrar en la cofradía, formalizando, en su caso, la autorización, que fue necesaria hasta el siglo XIX, en tanto no fue abolida la esclavitud. Eclesiásticos y nobles con servidores estuvieron siempre más dispuestos a concederla que los amos pertenecientes a estratos sociales menos altos. Todo ello supuso que la proporción entre esclavos y libres dentro de la hermandad –que podemos documentar para épocas posteriores pero no para mediados del XVI– no refleja necesariamente la importancia de unos y otros en la ciudad. De cualquier forma, los negros pertenecientes expresamente a la cofradía –que no hubieran podido nunca ser todos, aun en el caso de que así lo hubieran deseado, por la razón expuesta– fueron siempre minoritarios respecto a la totalidad de la etnia. En la época de la aprobación de estas Reglas, el cronista Peraza escribe que había «infinita multitud de negros y negras de todas las partes de Etiopía y Guinea, de los cuales nos servimos en Sevilla y son traídos por la vía de Portugal”. Y la historiadora Ruth Pike, en un libro reciente, ha calculado que habría en Sevilla, el año 1565, más de 6.000 (1). No es aventurado suponer que serían sólo unos pocos cientos los afiliados a la corporación, pero ello era ya de por sí muy significativo, porque sólo dentro de esta podían reunirse, organizarse y expresarse libremente, además de que sus actos públicos debieron estar respaldados y participados por muchos hermanos de etnia aunque no fuesen hermanos de la cofradía (al igual que ocurre hoy con muchas cofradías de gitanos).
Esto no obstante, la libertad de reunión y actuación no pudo ser total, ya que el Provisor del Arzobispado, en las propias Reglas, pone una serie de objeciones y adiciones a lo que los cofrades le habían previamente propuesto. Así, en lugar de que hubiera un cabildo general cada mes –que era la fórmula para densificar la red social entre los cofrades y hacer su organización más fuerte, a través de la celebración muy frecuente de asambleas, logrando, entre otros fines, que los esclavos, una vez autorizados a entrar en la hermandad, pudieran sustraerse mensualmente, al menos un día, al control directo de sus dueños– la autoridad dispuso que fueran solamente tres al año, como era lo usual en las demás cofradías, aceptando sólo la celebración de una misa todos los primeros domingos de cada mes, lo que abría, de todos modos, la posibilidad de reuniones mensuales, como era el objetivo de los negros, aunque sin posibilidad de su formalización en cabildo, ya que la condición para autorizarlas fue que se celebraran «de mañana, a tiempo que los cofrades puedan volver a sus Parroquias a Misa Mayor como son obligados«.
Es evidente el objetivo de control que reflejan estas modificaciones introducidas por el Provisor, lo que se hace aún más nítido si tenemos en cuenta otras normas que también añade, conducentes a que los hermanos negros tengan un ámbito limitado en cuanto a los acuerdos que puedan tomar sin la presencia o la licencia expresa del Arzobispado o respecto a la supervisión de las cuentas de limosnas y gastos en cualquier momento (capítulos 26 y 27).
La dimensión ejemplarizante que antes apuntamos se cuida especialmente en las Reglas, ya que uno de los objetivos de la autoridad eclesiástica al impulsar o, al menos, permitir –según épocas– la cofradía fue la de poder contar con negros devotos que fuesen ejemplo y guía moral para el resto de la etnia. En el capítulo 4º, se dispone que «cuando alguno quisiere entrar como hermano » debe decirlo a alguien que ya lo sea para que este lo proponga en cabildo, debiendo un diputado encargarse de hacer una información secreta sobre el solicitante, «y si es escandaloso de costumbres no sea recibido, y si después de recibido fuere de malas costumbres, como borracho, ladrón o blasfemo que sea notorio, corríjanlo hermanablemente, y si no se enmedare a dos veces que sea corregido, sea echado de la Hermandad hasta que conste su enmienda«. Alcoholismo y robo eran los dos vicios que más atribuidos en la época a los negros: no es de extrañar que sean estas dos conductas, junto a la de blasfemar, las que se citen explícitamente como ejemplo de malas costumbres. Los hermanos de la cofradía, especialmente los que ostentaran cargos, deberían caracterizarse por lo contrario.
La organización de la vida económica de la corporación es tratada con minuciosidad en varios capítulos. Se presta especial atención a tratar de garantizar que esta «permanezca » y «vaya a adelante y no de menos» (capítulo 13). Para ello, además de establecerse las usuales cuotas de entrada –«una candela y dos reales los que fueren de sangre» y «una candela y tres reales los de luz» (capítulo 12)– y mensual –«cuatro maravedís» (capítulo 13)–, se ordena que «pidan dos hermanos los Domingos y fiestas de guardar, habiendo primero oído misa, y el que no lo quisiere pedir no teniendo legítimo impedimento, pague dos reales para la dicha Hermandad, y si no, dé la demanda a otro, y lo mismo se haga con todos los que no quisieran pedir, y el que no fuere obediente, sea echado de la Cofradía y no sea recibido hasta que pague todas las penas en que fuere condenado y prometa ser obediente desde allí en adelante» (capítulo 16). Las multas a cofrades, por este y otros varios motivos, eran no sólo una forma de presión hacia el cumplimiento de las obligaciones que conllevaba la pertenencia a la hermandad, sino también una fuente económica importante de esta.
Aún más, el celo por garantizar la existencia de la cofradía con los propios escasos medios de sus hermanos negros llega a tal punto que el Provisor ha de corregir un aspecto del capítulo 23 donde se recoge que, cuando dos hermanos estén velando a aquel cofrade que «estuviere en el extremo de la vida…, si tuviere qué le hagan hacer su testamento y allí le persuadan a que deje alguna cosa de limosna para la dicha cofradía… y esto porque nuestra cofradía es pobre y vaya adelante”. A requerimiento de la autoridad eclesiástica, se intercaló en este párrafo la significativa frase «no obligándole a más de lo que ellos quisieren de su voluntad”.
Dada la precariedad económica de la hermandad, lógica dada la posición social de sus miembros, un estricto control interno de sus bienes se hacía aún más necesario que en otras cofradías. Así, el capítulo 14 establece con precisión «que haya un arca con tres llaves, donde se eche la limosna de la dicha Hermandad, las cuales llaves tengan el prioste y mayordomo y un diputado, cual el Cabildo señalare, la cual se abra de cuatro en cuatro meses en presencia del Escribano, y se cuente y dé al mayordomo que se haga cargo de ella”. (Más tarde, como veremos, llega a establecerse un arca para las limosnas de los hermanos esclavos y otra para los hermanos libres, con sus correspondientes responsables). Y en el capítulo 15 se reglamenta la forma de control del mayordomo y las responsabilidades de este, que es el administrador de la vida económica de la cofradía, con una amplia autonomía de gestión: «Ordenamos que cada año, el primer Domingo de Mayo, se tome cuenta al Mayordomo en presencia del prioste y alcalde y diputados, y lo que fuere alcanzado lo dé al mayordomo nuevo, al que se le haga cargo del dicho alcance”.
Este Cabildo general del primer domingo de mayo tenía también la muy importante función de «elegir oficiales cada año» (capítulo 8). Los cargos de gobierno establecidos eran los de Prioste, Mayordomo y Alcalde, además del Escribano (Secretario) y cuatro Diputados. Estos eran los responsables de la cofradía, a todos los efectos, hasta el año siguiente, en que debían rendir cuentas de su labor. La reelección o el paso de un cargo a otro de las mismas personas fue frecuente durante siglos, aunque también, como tendremos ocasión de comprobar, no faltaron casos de irregularidades, o acusaciones de ello, sobre todo en relación a las cuentas.
Los otros dos Cabildos generales preceptivos debían celebrarse el Domingo de Ramos, «donde se provea todo el orden necesario a la disciplina «, y el primer Domingo de Septiembre. Para todos ellos se ordena a los hermanos «sean obligados a venir y estar presentes, aunque estén fuera de la Ciudad, y el que no viniere pague de pena un real, y esta pena sea irremisible por limosna a la Cofradía » (capítulo 21). Como en todas las hermandades, en esta los cabildos funcionan sobre bases democráticas y su ordenación se considera asunto importante, ya que la libre expresión de las opiniones y el igualitarismo, al menos formal, que constituye una de sus características principales, se prestan al apasionamiento y la propiciación de conflictos. Para evitarlos, o al menos regularlos, manteniendo, además la autoridad de los oficiales, se establece (capítulo 25), que «cuando estuviéramos en nuestros Cabildos, así los generales como particulares, estén todos los hermanos humildes y reposados en sus asientos; mientras los Alcaldes y Prioste y Mayordomo y Diputados hablaren, ningún otro hermano hable palabra hasta que sea ordenado lo que fuere en pro y utilidad del servicio de Dios y de nuestra Hermandad si no fuere pidiéndole su parecer, y si entre los hermanos hubiere alguno que se alborote y revuelva la cofradía, que pague de pena una libra de cera «.
Los cultos y rituales religiosos, tanto internos como externos, son tratados, como no podía ser menos, en varios capítulos. Así (capítulo 19), se establecen «tres fiestas generales con toda solemnidad y sermón, las cuales se han de hacer y cantar en los días siguientes: » el 25 de marzo, día de Nuestra Señora de la Encarnación; el 3 de mayo, día de la Santa Cruz; y el 8 de Septiembre, fiesta de la Natividad de Nuestra Señora. Todas ellas en fechas muy cercanas a los tres cabildos. La asistencia era obligatoria para los hermanos, so pena de la consabida multa: «el cofrade que siendo muñido para estas dichas fiestas no viniere a las Vísperas y Misa, pague de pena un real, si no fuere teniendo impedimento lícito, y en tal caso que dé la pena al albedrío y parecer de los alcaldes”. Dos de estas tres celebraciones principales eran marianas y una en honor de la Cruz, aunque al siglo siguiente la fiesta de la Encarnación se trasladó, de hecho, al Domingo de Ramos y la de septiembre al 2 de Agosto, día de la Virgen de los Ángeles, perdiendo importancia la fiesta de la Cruz.
Los capítulos 5º, 6º, 7º, 17 y 18 regulan la estación de penitencia y la realización de la disciplina. Se establece la procesión en la noche del Jueves Santo, y a ella los hermanos han de ir confesados «y los que tuvieren habilidad para comulgar, comulguen y traigan cédula de cómo lo han hecho al diputado que para esto diputará el Cabildo, y si no la trajere no se reciba en la procesión”. En esta, había dos clases de cofrades: los de sangre o disciplina y los de luz: unos y otros pagaban distintas cuotas al ingresar en la cofradía –como ya vimos–, teniendo que ser los primeros «hombres sanos y de buena complexión, porque la disciplina no les cause enfermar”. Los disciplinantes debían ir en la procesión «con mucho concierto y callando, si no fueran rezando algunas buenas oraciones”, y la disciplina se ordenaba fuera «moderada, que no impida el ayuno a que son obligados ni les dé ocasión a qué enfermen«. En cuanto a la obligatoriedad de que contribuyan económicamente a la hermandad los disciplinantes a quienes esta «diere túnicas y disciplinas u otras cosas para disciplinarse «, el Provisor restringe los deseos de la cofradía, determinando que, tanto si aquellos son cofrades como si no, la hermandad sólo debe pedirles «lo que ellos quisieren dar de su voluntad y no se les pida otra cosa”.
Es también un mandato del Provisor el que hace incluir un capítulo (el 17) prohibiendo a las mujeres cofrades ir en la procesión del Jueves Santo disciplinándose o alumbrando a los disciplinantes, aunque permitiéndoles ir «detrás de ella, descubiertas y conocidas”. No sabemos, en este caso, cual era la propuesta inicial contenida en el proyecto de Reglas, pero bien podía ser la asistencia a la procesión como hermanas de luz, lo que no fue aceptado, con seguridad en nombre de las «buenas costumbres» y de la «evitación de escándalos», aunque se dejaba una posibilidad de participación, separada –detrás de la procesión– y sin vestir túnica y antifaz, lo que, de todos modos, supone una menor discriminación de las mujeres, en este aspecto, de la que se ha venido ejerciendo durante nuestro mismo siglo XX, en esta como en las restantes cofradías sevillanas, y que sólo ha sido eliminada, y ello desde hace pocos años, en un número minoritario, aunque creciente, de hermandades
De todos modos, las Reglas contemplan, sin lugar a dudas, la existencia de mujeres cofrades, si bien recortan tanto los derechos como las obligaciones de estas respecto a los cofrades varones: además de la restricción ya aludida en lo concerniente a la procesión de Semana Santa, se determina también que «las mujeres no sean obligadas a ir a los Cabildos, ni aunque quieran ir las admitan, ni menos sean obligadas a ir a las misas de los primeros Domingos de los meses » (capítulo 22). No pueden, por tanto, participar en la elección de los oficiales ni ser elegidas para dichos cargos, como tampoco intervenir en las discusiones ni reuniones formalizadas. Y no se les puede obligar a todas las cosas a las que sí están obligados los hombres; ni por tanto pueden ser objeto de sanciones por tan numerosas causas como aquellos. Pero es muy significativo que todas estas restricciones figuren incorporadas a las Reglas como consecuencia de los aditamentos que el Provisor añadió al borrador de las mismas presentado por la cofradía. Dicho borrador o proyecto debió ser, sin duda, mucho más igualitario de lo que fueron las Reglas aprobadas.
Las funciones asistenciales respecto a los cofrades y el papel de la hermandad como mutualidad benéfico-funeraria –unas funciones y un papel que están presentes en todas las hermandades de la época pero que, en el caso de la de los negros, son aún más determinantes por necesarias– no podían menos que venir reguladas con precisión en los estatutos. La última fase de la vida terrena de cada cofrade, desde la enfermedad a la agonía y la muerte, el rito de paso –antes y ahora costoso– de su enterramiento, y la ayuda al alma del muerto para conseguir la vida celestial, corren a cargo de la hermandad, constituyendo un eje central de la vida de esta. La solidaridad interna funciona aquí de forma generalizada y recíproca, y también la solidaridad intergeneracional e intersexos, mediante normas que obligan a todos y reconocen a la viuda y a los hijos de cada cofrade el puesto y los derechos de este cuando abandone nuestro mundo.
Así, «cuando algún nuestro hermano estuviere enfermo «, se ordena (capítulo 23) que el prioste designe a dos cofrades «que lo visiten y estén con él de noche, si estuviere en el extremo de la vida, y le hagan confesar y comulgar, si tuviere habilidad para ello, y dar la Extrema Unción”. Se garantiza, pues, la compañía y los cuidados materiales y espirituales del hermano enfermo; y para ello, también, se penaliza con la consabida multa de un real a quien «no quisiere ir no teniendo impedimento lícito«, por la falta de solidaridad que ello significa.
Esta solidaridad, y la mutua que tanto en el plano material como espiritual representa la hermandad, cubren también a los parientes inmediatos de cada uno de sus miembros. Así, «cuando algún cofrade, su mujer o hijo, falleciere, sean obligados todos los cofrades a ir al enterramiento de tal difunto, si no tuviere legítimo impedimento, so pena de un real » (capítulo10º). Y «cuando algún nuestro hermano, su mujer o hijo de tal hermano falleciere, la dicha Cofradía sea obligada a hacerle decir, el cuerpo presente si fuere de mañana u otro día si fuere sobre tarde, una misa de réquiem cantada con su responso y vigilia, a costa de la dicha hermandad y cofradía» (capítulo 24).
Las obligaciones de la cofradía respecto a cada uno de los cofrades no termina con su entierro y funeral. Los hermanos difuntos deben estar siempre presentes, en el recuerdo a través del ritual y la comunión en una misma fe reflejada en las misas aplicadas por sus almas, y ello subraya la continuidad del colectivo, en nuestro caso étnico, a través del tiempo, en la solidaridad de los vivos con quienes ya desaparecieron pero contribuyeron, cada uno en su medida, a la existencia y esplendor de la corporación. Se establece, en este sentido (capítulo 20), «que en todos los primeros Domingos de los meses de cada un año seamos obligados a hacer decir una Misa rezada por las ánimas de nuestros difuntos y bienhechores a esta Cofradía”. Y, como era de esperar, se penaliza, esta vez con medio real, a quienes «siendo muñidos para ello no vinieren, no teniendo impedimento muy justo”.
La continuidad de la hermandad, y la solidaridad intersexos e intergeneraciones, esta vez en el contexto de la unidad familiar, se ponen de manifiesto a la muerte de cada hermano: «cuando algún cofrade falleciere, a su mujer la traten y honren como al mismo cofrade, mientras no se casare, y si dejara hijo que herede la candela de su padre » (capítulo 11). Dos cosas hay aquí también destacables: la primera, que la mujer es considerada en tanto esposa del difunto, y, por ello, lógicamente, deja de ser tratada y honrada como si fuera este en el momento que contraiga nuevo matrimonio; la segunda, que el hijo –habría que entender el varón mayor, caso de haber varios– «hereda la candela de su padre«, es decir, ocupa el puesto de este, tras su fallecimiento. Aunque en realidad el hijo sea una persona distinta y, por ello, un nuevo cofrade, simbólicamente la corporación permanece igual, lo que se simboliza en el hecho de que ese nuevo cofrade no tenga que pedir el ingreso ni pagar cuota alguna de entrada. Continuidad y permanencia, cambios de individuos y mantenimiento de la estructura, son los ejes de la reproducción de la institución en el tiempo.