Cap. IV. Los efectos de la ocupación francesa.

Para la hermandad, la invasión francesa supuso, al igual que para casi todas las de Sevilla, un verdadero trauma. Tiende en la actualidad a minimizarse el efecto sobre las cofradías de la ocupación de la ciudad, durante dos años, por el ejército napoleónico, aduciéndose que los cronistas e historiadores del XIX exageraron movidos por una inclinación nacionalista y una ideología conservadora contraria a la ideología moderna que introdujo e impuso la administración napoleónica en connivencia, por convicción o táctica según los casos, con no pocos sevillanos de pensamiento ilustrado: aquellos a los que se aplicaría luego el despectivo nombre de «afrancesados». Pero la realidad es que, en lo que refiere a las hermandades, y específicamente a su patrimonio –como al de la Iglesia sevillana en general– tanto la acción espontánea de las tropas francesas como la planificada de su administración política fueron rotundamente negativas. 

No hay que olvidar, al respecto, por una parte, que todo ejército de ocupación tiende a actuar de forma prepotente y arbitraria, con tendencia al pillaje y la obtención de botín, y, por otra, que el pensamiento que alentaba a los hijos de la Revolución Francesa, en nombre de cuyas ideas Napoleón Bonaparte aspiraba a hacerse dueño de Europa, veían en la Iglesia Católica, especialmente en los frailes y asociaciones de encapuchados, el paradigma del oscurantismo y del freno al progreso. Si a esto unimos que Sevilla era una ciudad «superpoblada de frailes», ya que había aproximadamente 1.700 religiosos, 900 religiosas, 1.000 clérigos seculares y 200 beatas, que sevilla había sido sede de la Junta Central de oposición a los invasores, y que el cardenal, a la vez primado de España, era un Borbón y se había refugiado en Cádiz, haciendo causa común con el bando patriota y participado en las Cortes –en las que celebró la misa solemne de apertura en Septiembre del mismo año 1810–, nos explicaremos sin demasiadas dificultades las repercusiones de la invasión en la ciudad y en sus cofradías. Y ello, incluso a pesar de que, durante los dos años y medio de ocupación, se desarrolló lo que algún autor ha denominado «la religiosidad del compromiso», consistente en una adaptación mutua entre la nueva administración impuesta por la razón de la fuerza y el alto clero de la ciudad, con la excepción del arzobispo huido; compromiso que sería posible porque «posiblemente ninguna ciudad española contaba con un clero tan afrancesado –es decir, tan ilustrado– como el de Sevilla», como apuntan algunos historiadores, o, sin negar lo anterior, más simplemente porque triunfó el pragmatismo por ambas partes.

 

Sea por una u otra razón, o por ambas a la vez, lo cierto es que el «compromiso» se reflejó ya en los primeros días de la ocupación en tres hechos muy significativos: la dócil aceptación de la orden de los nuevos gobernantes para que se cantara en todas las parroquias del Arzobispado un solemne Te Deum «por los felices sucesos que han producido la disolución del gobierno anárquico y el recibimiento filial y sincero que han hecho a Su Majestad los amados súbditos de Andalucía», la solemnísima recepción dada al nuevo rey Bonaparte por el cabildo eclesiástico en la catedral a los tres días de la ocupación, y el pronto regreso del obispo gobernador del Arzobispado Don Manuel Cayetano Muñoz y Benavente, explicada por él mismo en carta a los sevillanos por el hecho de que «entró de paz en nuestra capital el Sr. Rey don José Bonaparte y fue recibido y jurado por nuestro Soberano por todos los cuerpos principales de ella», y porque «en lo más denso de esta nube amenazadora de la guerra triunfó la razón, e hizo conocer a vuestra capital Sevilla que debía franquear sus puertas a un caudillo benigno, a un Rey Victorioso, más bien que oponerlas sin fruto a sus soldados, que obrarían con nosotros mismos una entera desolación de nuestros campos y de nuestro pan « ; todo lo cual le convenció de volver «a este digno pueblo y lugar de la Silla Arzobispal con el fin de constituirme, en caso necesario, en el primer obediente de las legítimas autoridades».

 

Parece fue un evidente pragmatismo, apenas velado por la retórica, más que un pensamiento ilustrado lo que reflejan las anteriores frases del obispo-gobernador. Y a este pragmatismo correspondía otro no menor por parte de las altas autoridades ocupantes, con el rey intruso a la cabeza, el abstemio hermano del Emperador que recibiera despectivamente el mote de «Pepe Botella». Este y sus más inmediatos colaboradores intentaron congraciarse con el pueblo sevillano por la vía de la frecuente asistencia a las prácticas religiosas más tradicionales de la ciudad. En dicho año 10, el propio rey asistió a oficios en la Catedral, visitó varios sagrarios en la tarde del Jueves Santo –los de la Catedral, el Salvador, San Miguel, San Vicente y la Magdalena–, dejando «una limosna de cuantía para los indigentes de las enunciadas collaciones» y se interesó por las procesiones de Semana Santa. En este último aspecto, a pesar de que ninguna cofradía había acordado aquel año la salida, la insistencia del nuevo rey por verlas hizo que tres de ellas volvieran de su acuerdo y realizaran su estación, todas en la tarde del viernes. Fueron el Prendimiento, el Gran Poder y la Carretería, aunque finalmente el rey no las vio, ya que «no salió del Alcázar, aunque ambos Cabildos le habían dispuesto sitios de preferencia en el vestíbulo de las Casas Consistoriales y en el atrio de la puerta del Colegio de San Miguel». Y la Semana Santa siguiente fue el mariscal Soult quién asistió a los oficios de la catedral, visitó, con su Estado Mayor, los sagrarios y asistió a las procesiones que salieron aquel año: la Entrada en Jerusalén, de San Miguel, el Domingo de Ramos, «como todos los años, muy lucida y ordenada», y la Quinta Angustia, el Viernes Santo por la tarde, de la Magdalena. (En el año 12 no salió ninguna, a pesar de que «se pasó oficio a todas las hermandades, por el Obispo y el Conde Montarco, mandando que salieran a hacer estación, pero sin embargo no salió ninguna».

 

A pesar de esta entente, el mariscal Soult, nada más entrar en la ciudad, el primer día de febrero, convirtió el Palacio Arzobispal en su residencia y sede de la Comandancia General del Mediodía, firmó los decretos de extinción y clausura de conventos, convirtió las iglesias de varios de ellos en cuarteles, almacenes o caballerizas, e incluso destruyó algunas parroquias, como las de Santa Cruz y la Magdalena, para convertir sus solares en plazas públicas, dentro de un ambicioso plan de reformas urbanísticas. Como una gran parte de las cofradías sevillanas residían precisamente en conventos, ante el cierre de estos tuvieron que buscar precipitadamente otros lugares para sus imágenes, a la vez que sufrieron el expolio de muchos de sus enseres, sobre todo de pasos y objetos de plata.

 

Concretamente en lo que se refiere a la hermandad de los morenos, estos tenían la mayor parte de sus alhajas (nombre genérico para denominar a todos los objetos valiosos, sobre todo de plata, destinados tanto al culto interno como a la salida procesional), como era tradicional, en la casa de uno de las familias más importantes de bienhechores, la de Don José Verger y Doña María de las Mercedes Rodríguez de Rivera, su esposa y Camarera de la cofradía, por considerarse que dicho lugar reunía mejores condiciones de seguridad que la Capilla. Al avanzar los franceses sobre Sevilla, esta familia, como varias otras del estrato alto de la ciudad, se ausentaron hasta tanto ver el cariz que tomaban los acontecimientos. Fue entonces, en los primeros días de la ocupación, cuando «fueron robadas dichas alhajas de plata depositadas en las casas de nuestro hermano Don José Verger, al cuidado de una sirviente por haberse ausentado nuestro hermano», como escuetamente se recoge en el Libro de Actas de la hermandad, en una diligencia firmada por Ricardo White que se inscribe años después del suceso, precediendo al acta del primer cabildo asentado tras el de 1809, que no se realiza hasta 1814.

 

No obstante la ocupación y la pérdida de gran parte de su patrimonio, la actividad y los cultos de la hermandad no se suspendieron completamente, a pesar de que la propia Capilla fue durante un tiempo destinada por los franceses a depósito de cadáveres. En la diligencia citada existente en el Libro de Actas, se señala expresamente que «desde el último cabildo que precede (el de 15 de octubre de 1809) no ha habido otro hasta el siguiente (que no tiene lugar sino el 27 de febrero de 1814, es decir casi cuatro años y medio después), sin que haya faltado el culto y Jubileo a nuestra Madre y Señora», a pesar del ya señalado robo de las alhajas y de las vicisitudes por las que atravesó la Capilla. Sabemos, por el librito que nos dejó el que fuera cura de San Roque en ese tiempo, Leandro José de Flores, que en 1810 el Sermón de Pasión del Domingo de Ramos lo celebró la hermandad en la parroquia y que en 1812, «estando sirviendo la Capilla de depósito de cadáveres, que desde allí se conducían al cementerio de Porta-Coeli, se tuvo el Jubileo Circular en la Parroquia, llevando a ella sólo por estos días las imágenes de Nuestra Señora y de San Benedicto de Palermo, y se le hicieron las funciones acostumbradas» . A pesar de este macabro destino provisional de la Capilla ordenado dicho año por las autoridades francesas, no se impidió del todo el uso de esta, al decir del citado autor, porque «colocado el cancel junto al altar del Santo Cristo hasta el de San Benito, quedaron todos los altares de la parte de adentro, y lo de afuera para los sepultureros y cadáveres». Pero no hay duda que difícilmente se podría realizar en ella, con un mínimo de normalidad, actividad alguna.

 

La Parroquia de San Roque, durante los dos años y medio de ocupación, no sólo fue el lugar provisional donde celebraron los negros algunos de sus cultos principales, sino que se vio literalmente repleta, de forma permanente, de Imágenes y enseres procedentes de los clausurados conventos de San Agustín y San Benito. En el altar mayor fue colocado el histórico y venerado Santo Cristo del convento agustino, cuya hermandad, en otro tiempo de las más principales de Sevilla, había realizado su última estación en 1713, desapareciendo años más tarde. También la parroquia socorrió especialmente a los pobres de la collación, cuyo estado había empeorado por la situación política y la falta de trabajo. Sólo entre febrero y junio del año 12 se repartieron en ella 11.900 raciones de sopa.

 

Los franceses evacúan la ciudad el 27 de agosto de 1812: todavía ese día el soldado Manuel de la Cruz muere de un balazo en la Puerta de Carmona. Pocas fechas después, el domingo 13 de septiembre, se lee en la parroquia, como en todas las de los territorios liberados del Reino, la Constitución aprobada en Cádiz meses antes. Y se celebran diversas honras fúnebres «por los que habían fallecido en nuestra feliz revolución y guerra contra la Francia, según lo dispuesto por las Cortes».

 

Durante los años del 10 al 13, el mayordomo Jose María Cubillas había tenido que hacer frente, con el solo auxilio de algunos devotos, a los gastos de los cultos principales, para que al menos estos no se suspendieran. En las varias reuniones de oficiales habidas, sin que pudieran tener la consideración de juntas o cabildos por no asistir el representante del Arzobispo ni mediar convocatoria formal, Cubillas había manifestado repetidamente «lo apurado que siempre estaba por lo escaso de las limosnas y el descuido de los pocos hermanos en adquirirlas, bien que durante los intrusos franceses en esta no se podía mucho recoger porque los ánimos no estaban tranquilos». Cuando, por fin, se celebra formalmente una junta de oficiales, el 27 de febrero de 1814, y se aprueban las cuentas correspondientes a los años 1809 al 13, resulta un saldo a favor del mayordomo de 1.579 reales con 22 maravedíes.

 

Asisten a dicha junta el Presidente y representante del Arzobispo, Don Vicente Manuel Sessé, el citado mayordomo, José María Cubillas, Pablo de Rosas, diputado, José Rivero, fiscal, Juan Bautista Petit y el Secretario Ricardo White. En ella se da también cuenta de la donación habida el año anterior, por parte del Sr. D. Marcelo Sánchez Rincón, de una nueva corona de plata para la Virgen, obra del platero Juan Ruiz, en sustitución de la que fue robada en casa de Don José Verger, cuyo costo fueron 1.181 reales y 17 maravedíes, acordándose elegir a dicho bienhechor como secretario segundo, por muerte de quien había venido ocupando dicho cargo. También reinicia su actividad la Congregación de mujeres del Santísimo Rosario.

 

Dos únicos ingresos de nuevos miembros tuvo la hermandad en dichos años 1810-1813: una mujer negra, esposa de un hermano de la cofradía, y un esclavo, Francisco de Paula, con licencia, como era preceptivo, de su amo Francisco de Paula Castro.

 

La situación económica y la escasez de hermanos hizo que la hermandad ni siquiera se plantease la posibilidad de reanudar la procesión de Semana Santa, tras el desalojo de la ciudad por los invasores, aunque la realizaran en 1813 9 cofradías: el Domingo de Ramos, la Entrada en Jerusalén, una de las más florecientes de la ciudad entonces, en la que «hizo el convite el Jefe Político» ; el Miércoles la de San Bernardo, «con muy poca gente pero ordenada y devota» ; el Jueves, la del Prendimiento, de la parroquia de Santa Lucía; de Madrugada, «las cuatro de costumbre»: Jesús Nazareno, Gran Poder, Carretería y Sentencia; y dos en la tarde del Viernes: «la cofradía de la Trinidad, de Santa Lucía que era donde estaba –desde que fue cerrada al culto su iglesia–, y por haberle quemado los franceses los pasos llevaron el del Decreto en el del Silencio de San Juan de la Palma y el del Crucifijo en el de los panaderos, llevando muchos nazarenos», y la de la Piedad –de Santa Marina–, que «salió con poca gente y pocos nazarenos, y no llevaron el paso del Sol».