Cap. III. Los comienzos están lejanos: el imaginario de la hermandad sobre sus orígenes.

          El siglo XVIII, un siglo que ampliamos hasta el año 1810 en que las tropas francesas entran en Sevilla, constituye la época de mayor esplendor de la hermandad, aunque ya desde los años 80 existen claros signos de decadencia. Como señalamos al final del capítulo anterior, la cofradía de los negros estaba, ya en los años inmediatamente anteriores al cambio de siglo, plenamente integrada en el conjunto de las de la ciudad, figuraba en lugar preeminente en las procesiones generales y hacía estación de penitencia en la mañana del Viernes Santo con no mayor intermitencia que la mayoría de las restantes, excepción hecha de las pertenecientes a las gentes principales.

 

                        Ya en el Setecientos, y cuando aún no ha transcurrido un tercio de la centuria, la preocupación de los cofrades por subrayar la antigüedad de la hermandad –que, no lo olvidemos, era su más importante motivo de orgullo– adquiere una nueva dimensión. Los orígenes históricos han desaparecido de la memoria, no existen documentos que los señalen de manera precisa, ni queda nada del Hospital fundado por Don Gonzalo de Mena. Pero permanece la certeza, refrendada por el propio Arzobispado al haberle otorgado el tercer puesto en antigüedad entre todas las existentes en Sevilla, de que dicho arzobispo, en su corto pontificado de 1393 a 1401, había sido el fundador de la hermandad. Subrayar la identificación entre esta y la fundación para negros que creara Mena fue, sin duda, la causa de que por los años 1730 comenzara a aparecer en los encabezamientos el título «de la Fundación » para el crucificado esculpido poco más de cien años antes por Andrés de Ocampo. Hasta entonces, este era citado en los documentos y actas sólo por la apelación de «el Santo Cristo «, denominándose exclusivamente la cofradía, tanto en sus propios documentos como en los provenientes del Arzobispado, con el título de Hermandad de Nuestra Señora de los Ángeles.

 

                        En modo alguno este hecho debe sorprender, dado que no pocos crucificados antiguos, algunos muy venerados, carecieron de nombre específico, siendo conocidos y distinguidos por el del lugar en que recibían culto: así, entre otros varios, por citar tan sólo otros dos casos en Sevilla, el Santo Crucifijo de San Agustín, por el convento al que pertenecía, en la vecina Puerta de Carmona, o el Santo Cristo de Burgos, por la ciudad en que se veneraba y venera la imagen de la cual un crucificado sevillano –actual titular de la cofradía de San Pedro–era réplica. Del mismo modo, el Santo Cristo de la hermandad de Nuestra Señora de los Ángeles tomó el título de la institución creada por el arzobispo Mena: la fundación para negros, con su hospital y hermandad. La advocación no aparece en ningún documento hasta el año 1730, precisamente en un acta que refleja el acuerdo de realizar «el retoque de la encarnación del Señor de la Fundación», para lo cual se gastaron 330 reales, 120 de los cuales fueron donación de una devota. Y durante gran parte del resto del siglo la advocación sólo se utiliza intermitentemente hasta que, ya en sus últimas décadas, se oficializa de forma definitiva.

 

                        Lo anterior no quiere decir que dicho título para el Cristo apareciera súbitamente; antes al contrario, debemos interpretar que estaba siendo utilizado popularmente por los devotos de la imagen desde tiempo atrás, principalmente por los no pertenecientes a la cofradía, ya que para los cofrades de esta no tendría problema alguno de confusión el denominarlo, sin más, «el Santo Cristo». Realmente, debió ser la insistencia en la denominación externa de la Imagen lo que hizo que esta denominación se asumiera oficialmente por la hermandad, con lo que, a la vez que sancionar una práctica seguramente generalizada, se subrayaba, en el propio título de la cofradía, la antigüedad y razón de ser inicial de esta. Resulta significativo que, todavía antes de la finalización del siglo, en la breve historia de la hermandad que nos dejara Ricardo White, este manifieste desconocer «el motivo del título del Señor de la Fundación «. Como nunca hubo nada parecido a la adjudicación de una advocación al crucificado en un momento concreto, no podría esperarse que la explicación del título figurara en ningún documento de la cofradía. Y es que, como hemos señalado, simplemente el nombre genérico que desde fuera de aquella se daba al Cristo para distinguirlo de otros crucificados sevillanos, el de «Santo Cristo de la Fundación» pasó a convertirse en nombre propio de la imagen. Siendo la Fundación el nombre con el que siglos antes fueron conocidos el hospital y la corporación para negros que creara Don Gonzalo de Mena y Roelas. Por lo tanto, el título de «Santísimo Cristo de la Fundación» no esconde enigma alguno: equivale, sin más, a nombrar al Santísimo Cristo de la hermandad de los negros.

 

                        El énfasis en los orígenes y antigüedad de la cofradía se acentúa en este siglo, por cuanto ya son muy nebulosos para los morenos, y se hace explícito especialmente en las ocasiones en que aquellos son puestos en entredicho. Así, en el libro de cuentas que comienza en 1720 se contiene una breve crónica –ya citada páginas atrás– de la gran procesión alrededor de la Catedral que se celebró con motivo de «la traslación del cuerpo del señor Santo Fernando «, el 14 de mayo de 1729, a la que asistieron «ocho personas Reales «, incluido el rey Felipe V. Se señala entonces que en la procesión estuvieron presentes » todas las cofradías, con sus estandartes y simpecados», y se subraya: «que habiendo querido presidir a dichas cofradías la de las Angustias, se requirió a dicha cofradía no podía presidir a la de los Ángeles, y habiendo alguna controversia se mandó por el Señor Provisor, que era entonces D. Fernando Raxo, canónigo de dicha Santa Iglesia, que ninguna cofradía presidiese a la de María Santísima de los Ángeles que es de hermanos negros. Y por ser verdad, se me mandó lo pusiese y lo firmase como escribano de dicha hermandad. Carlos Luis de la Cerda, escribano. Siendo Mayordomo Antonio Pintado fue la procesión».

 

                         El celo de los morenos por reafirmar con orgullo los privilegios protocolarios basados en su antigüedad, sobre todo en ocasiones de grandes solemnidades públicas, se mantiene incólume respecto a siglos anteriores, e incluso se acrecienta. Así, también, en el acta del cabildo general de 10 de julio de 1774, convocado para la recepción de las seis bulas concedidas por Clemente XIV a la cofradía –de las que trataremos más adelante–, se dice que esta «es la más antigua de las muchas que hay en esta Ciudad, y como tal preside nuestro estandarte a todas en la procesión del Corpus que anualmente celebran los Ilustrísimos Cabildos eclesiástico y secular por las calles acostumbradas» . Y en la del cabildo del 26 de marzo del año siguiente se recuerda que la Regla vigente de la cofradía –nunca se cita a esta como la primera– es de Julio de 1554.

 

                         Ya en las repetidamente citadas páginas sobre la historia de la hermandad, escritas por Ricardo White al principio del libro de asiento de hermanos que este abre, como Secretario, en 1798, se hacía la afirmación de que «ninguna Cofradía o Hermandad fundada o establecida en esta Ciudad de Sevilla pudiera dar testimonios más verídicos de su antigüedad que esta de Nuestra Señora de los Ángeles» . Y si bien, como él mismo añadía, «el tiempo casi del todo ha puesto en el olvido» dichos testimonios, sus cofrades negros eran plenamente conscientes de que la antigüedad de la hermandad era su más importante patrimonio –hoy diríamos su más importante «capital simbólico»– y por ello renovaban la memoria mediante la actualización y reafirmación de su imaginario colectivo.

 

                        Asimismo, es en las últimas décadas del siglo cuando aparece en los libros de la hermandad la denominación de «los Negritos». El primer documento que conocemos en que aparece el diminutivo es de los años 80: se trata de un acta de cabildo del 11 de julio de 1784 en que figura, tras la expresión «Hermandad de Nuestra Señora de los Ángeles», el añadido «vulgo de los Negritos». Y muy a finales de la centuria, concretamente en 1799, el propio representante del Arzobispo, Teniente de Hermano Mayor de la cofradía, en un acta de aprobación de cuentas, utiliza el mismo apelativo. Como ocurriera con la advocación del Cristo, dicho apelativo debió estar siendo utilizado popularmente desde tiempo atrás, en este caso desde al menos mediados de la centuria. Debió comenzar a ser utilizado, con un sentido entre tolerante, complaciente y menospreciativo, en primer lugar, al menos en cuanto a su procedencia, no precisamente por «el vulgo» sino por las clases altas de la ciudad y por las propias autoridades eclesiásticas: su uso vendría a reflejar una actitud de tolerancia y simpatía respecto a los negros o morenos, basada en el evidente mucho menor número de estos respecto a los siglos XVI y primera mitad del XVII y en su mayor docilidad y más plena integración en el conjunto de la sociedad sevillana, por supuesto que en el estrato jerárquicamente más bajo de la misma. Esta actitud era, sin duda, claramente diferente a la de hostilidad e intolerancia que comprobamos reflejaban los conflictos de principios del Seiscientos, culminados en el intento de hacer desaparecer a la hermandad. Pero tampoco equivalía, como malinterpretan algunos, a la existencia de un tratamiento igualitarista: sólo es posible una actitud igualitarista –en aquellos tiempos como en los nuestros– desde el respeto a las diferencias, en este caso étnico-culturales, que consiste en no clasificarlas en un orden jerárquico de superioridad/inferioridad. Como esto no se daba –y por desgracia sigue sin darse plenamente hoy día–, sólo podemos hablar, y ello no era poco en comparación con tiempos anteriores, de tolerancia, de no racismo declarado y de actitudes de simpatía, proteccionismo o paternalismo hacia quienes seguían siendo considerados como inferiores no sólo socialmente, por ocupar el último escalón de la estratificación social, sino también simbólicamente, por poseer cada individuo, personalmente o como herencia de sus antepasados, el estigma colectivo, a modo de específico pecado original, de la esclavitud. Unas actitudes estas por parte de las clases altas, nobiliarias y eclesiásticas –concretadas en la Real Maestranza de Caballería y en los Arzobispos, como tendremos ocasión de tratar más adelante–, que fue, sin duda, más positiva que la anterior intolerante y de rechazo visceral basada en la segregación a causa de dicho estigma, pero que no debe interpretarse como exponente de un trato igualitario, ni siquiera a nivel simbólico, sino de condescendencia generosa, otorgada desde una posición fuertemente interiorizada de superioridad no sólo económico-social sino también simbólica respecto a los negros.

 

                        En cualquier época de la historia y en cualquier tipo de sociedad, sólo quienes se saben, y están, en una posición de superioridad objetiva y simbólica pueden elegir entre ser intolerantes o tolerantes y demostrarlo en la práctica. En este sentido, la denominación de «los negritos» a la hermandad que hasta entonces venía siendo conocida como de los negros, y aún más de los morenos, que era el eufemismo más usado por aquellos a quienes la propia palabra «negro» ya parecía obscena, estaba reflejando con claridad que, en contraste con siglos anteriores, las clases altas sevillanas, en el siglo XVIII, optaron, en relación a los cofrades negros, por la tolerancia: una actitud de simpatía condescendiente hacia ellos que no debemos considerar generalizada respecto a todos los cada vez más escasos componentes de la etnia, sino restringida a quienes, perteneciendo a esta y, por tanto, esperándose de ellos un comportamiento alocado o infantil, cuando no delincuente, demostraban, por el contrario, ser personas honradas y religiosas, o sea, aceptar sin crear problemas el puesto que les había sido adjudicado dentro del orden social establecido. Es esto lo que explica la acentuación del proteccionismo respecto a la hermandad; un proteccionismo en gran medida a caballo entre el tradicional control paternalista y la naciente filantropía benefactora.