Cap.II.  Los años finales del siglo.

 

Las últimas décadas del siglo XVII fueron para la hermandad de indudable afianzamiento. Ya hemos comprobado cómo a lo largo del siglo, desde su confirmación por el Sumo Pontífice, primero lentamente y luego de manera más firme, va consiguiendo la aceptación de las autoridades eclesiásticas y de los diversos estamentos de la ciudad. La cofradía está ya plenamente integrada en la religiosidad barroca de una Sevilla que, sobre todo a partir de mediados de la centuria, presenta una decadencia poblacional –fruto de la gran peste del 49– y económica –debido a la crisis general del reino–, pero que mantiene orgullosamente y sin declive sus ceremoniales religiosos y sus fiestas.

 

En este contexto, no es ajeno al afianzamiento de la aceptación de la hermandad el hecho de que, proporcionalmente, en la segunda mitad del siglo, el total de negros existentes en Sevilla haya descendido apreciablemente, tanto por la altísima mortandad ocurrida el año de la gran peste como por el gran descenso, iniciado previamente, de entradas de negros bozales (negros «salvajes» o deficientemente cristianizados y «civilizados») debido a las dificultades del mercado, al independizarse Portugal en 1640 y mantenerse por tiempo la hostilidad entre los dos estados, y por la aludida crisis general que hacía más difícil a los sectores medios de la sociedad poseer esclavos a su cargo. Este menor número de negros respecto a la población total de la ciudad hacía a su etnia «menos peligrosa» y más integrada social y culturalmente en el conjunto, ahora mucho más amplio que en el siglo anterior y primeras décadas del siglo, de las capas sociales miserables. Casi todos los morenos, en la segunda mitad del XVII, tanto libres como sujetos a esclavitud, estaban ya fuertemente transculturados, al ser hijos o hijas de otros morenos que habían vivido toda su vida en Sevilla o en otros lugares del reino. Lo que permitía también que ciertos cautivos –los siervos domésticos de familias importantes– y algunos libertos pudiesen tener una situación económica relativamente más desahogada que el de la media de sus hermanos de etnia, lo que les hacía posible, entre otras cosas, ejercer cargos de responsabilidad en la cofradía e invertir en ella sus ahorros. Por ello, no afectó demasiado a esta la gran depresión de los años 1679-83, que fueron de hambre generalizada, gran sequía y posteriores varias riadas sucesivas que llegaron a arruinar casi la tercera parte del caserío de la ciudad y que afectaron fuertemente a la capilla.

 

El lento pero continuo avance de la hermandad se ve reflejado en el acrecentamiento en cantidad y calidad de su patrimonio, como ya vimos, en las mejoras que se realizan casi constantemente en la capilla, que es objeto de diversas obras de consolidación y reforma, en la regularización de la estación de penitencia –aunque esta no se celebre todos los años, al igual que ocurría en la mayoría de las hermandades con la sola excepción de las más poderosas– y en el reconocimiento definitivo por el Arzobispado, en 1672 y 1688, de sus derechos de antigüedad respecto al lugar que le correspondía en la procesión del Corpus Christi, confirmándosele como antepenúltima entre todas las de Sevilla, sólo presidida por las del Cristo de San Agustín y la Santa Vera Cruz y presidiendo a otras tan antiguas como la Concepción, fundada en 1480.

 

Las relaciones con las autoridades eclesiásticas se normalizan y carecen ya de la fuerte conflictividad que estuvo presente en las primeras décadas de la centuria. Así, por ejemplo, la hermandad no pone objeción alguna a la orden del Provisor, transmitida a través de notario, de que en la procesión del viernes santo los cofrades vayan «con los rostros descubiertos y sin capirotes, menos los que salgan azotándose o con cruces a cuestas ejercitándose con dicha penitencia rigurosa». El cabildo celebrado el 17 de octubre de 1675 así lo acuerda, al igual que estaban haciendo el resto de las hermandades. Se trataba, realmente, de una prohibición proveniente del presidente del Consejo de Castilla, general para todo el reino, argumentada sobre la base de «que por causa de ir en las cofradías que hacen estación en Semana Santa con los rostros cubiertos sin ser hermanos, van cometiendo semejantes hombres muchas indecencias perjudiciales a la devoción que en tan santos días tienen los fieles». Una crítica que estaba ya presente muy a principios del siglo, como se refleja en las constituciones del Sínodo diocesano de Sevilla de 1604.

 

Con otras cofradías e instituciones sí tiene problemas de diversa índole la de los negros, hasta tal punto de ser conveniente elegir alguna vez en cabildo un «procurador de pleitos», como ocurrió en 1680. Así, la hermandad entabla a lo largo de la segunda mitad del siglo varios pleitos, en los que gasta cantidades significativas –sólo en el año 1675 casi 500 reales–. Varios de ellos se hacen contra cereros de la ciudad, por desacuerdos con las cantidades que estos afirman se les adeuda, otro fue contra don Alonso de Vargas, otro está citado como «pleito de los millones», del cual desconocemos el contenido; hay también un pleito contra la Misericordia, una reclamación al mayordomo de la cofradía de la Salutación «sobre la estación de la Cruz del Campo» y varios más, no sorprendentes en el marco de una sociedad, como la sevillana del Barroco, cuyos colectivos e individuos eran extremadamente sensibles en cuestiones de preeminencia y afirmación de derechos y que estaba fuertemente jerarquizada y burocratizada. Lo que sí destaca es que los negros, situados en el fondo del sistema de estratificación social, compiten con las otras clases y estratos sociales de la ciudad en el ámbito jurídico desde una posición de igualdad simbólica e incluso legal: ello, que les es imposible a nivel personal, lo realizan como colectivo a través de su hermandad. Una vez más, esta funciona no sólo como asociación de fines religiosos y mutua asistencial sino también, de forma fundamental aunque latente, como referente principal de su identidad étnica y como eje, prácticamente único, de su cohesión colectiva.

 

Su visibilidad, además, en el conjunto de la sociedad sevillana de la época sigue haciéndose ostensible en las fiestas profanas que organizan o en las que participan, algunas de las cuales, como ya señalamos, suponen una fuente de ingresos para la cofradía. El gusto por el ritmo, por sus músicas autóctonas –que, al menos parcialmente, debían conservarse, como hemos visto reflejado en la compra de sonajas– y por los disfraces se pusieron de manifiesto, por ejemplo, con ocasión de las fiestas que la ciudad organizó para celebrar, en 1675, la mayoría de edad de Carlos II, el rey que habría de cerrar la dinastía de los Austrias. Como recogen los cronistas, «los Negros hicieron una fiesta notable de que hay relación impresa, que fue lo más digno de celebrarse en esta ocasión… la Hermandad de los Negros, cuyos individuos son los más pobres, dispusieron salir con una máscara en señal de su regocijo«. Y aunque los cronistas añaden que en esto «se reconoce cuanto era su afecto al Soberano «, no creo nada descaminado pensar que para los morenos mayor peso que el afecto y fidelidad hacia el monarca tendría en la organización de las máscaras y regocijos, por parte de la hermandad, la fuerte afición de sus componentes a las fiestas lúdicas, que eran el contrapunto y complemento de sus fiestas religiosas.