Cap. III. Las fuentes de ingresos de la hermandad.
Veamos ahora cómo estaba organizada en esta época la economía de la hermandad y cuáles eran sus fuentes principales. En cuanto a su organización, no difería mucho del modelo concretado en la segunda mitad de la anterior centuria: anualmente se efectuaba un cabildo, generalmente a comienzos de mayo, para «tomar las cuentas» al mayordomo que había ocupado el puesto los anteriores doce meses. En él, este presentaba los números del cargo y de la data, resultando «alcanzado» (deudor) o con un remanente a su favor que tenía que pagarle la cofradía. Dichas cuentas estaban sujetas a la inspección de la autoridad eclesiástica aunque, de hecho, la hermandad, al igual que todas las existentes en Andalucía, poseía una muy amplia autonomía de gestión. A partir de la época en que el arzobispo es Hermano Mayor, su representante, como Teniente de Hermano Mayor, revisa y firma las cuentas cada algunos años.
Como ya señalamos al tratar de los diversos puestos de la Junta de Oficiales, esta y el conjunto de hermanos controlaban de cerca la labor del mayordomo y, a veces, ponían condiciones a su desarrollo. Así, por ejemplo, en 1717 se acuerda «que de aquí en adelante no se le abonen a los Mayordomos cosa que no constase por recibos de todos los gastos que pasaren de 10 reales cada gasto» ; cuestión que vuelve a ser subrayada muchos años más tarde, en 1782, ya en el inicio de la crisis, cuando se decide que «ningún Mayordomo pueda hacer por sí gasto que exceda de 12 reales de vellón, pues el gastar alguna cosa más ha de ser con intervención de la clavería, y si fuese cantidad que llegue a 100 reales no ha de hacerse sin dar cuenta a la Hermandad para si se confirma o no» . La clavería, que dicho año se decide sea mensual, era la reunión del alcalde 1º, el Mayordomo y el Secretario 1º para abrir el «arca de tres llaves», que era la caja de caudales de la corporación, con tres cerraduras diferentes la llave de cada una de las cuales estaba en poder de uno de los individuos que ocupaban los cargos arriba citados. Con sus fondos se pagaban los gastos y en su interior había de depositar el Mayordomo lo recibido por averiguaciones (cuotas), demandas públicas de limosnas –que se realizaban principalmente en la Cuaresma y Semana Santa y para la Fiesta de Agosto– y donaciones. Si alguno de los cargos citados no podía estar presente, debía entregar su llave, respectivamente, al alcalde 2º, Fiscal y Secretario 2º. Pese a ello, como también vimos, algún Mayordomo resultó «alcanzado» de gravedad en los años ochenta, con los consiguientes disgustos y posterior resistencia a asumir la responsabilidad de las cuentas.
Dos grandes categorías podemos establecer respecto a los ingresos de la hermandad en esta época. La primera, constituida por las averiguaciones (cuotas) de los hermanos y hermanas y por las limosnas conseguidas por ellos a través de demandas públicas y otros procedimientos. Las averiguaciones mensuales de los hermanos y hermanas suponían, al menos teóricamente, una de las bases de la economía de la hermandad; sin embargo, en la práctica, en largos periodos hubo poco control sobre ello. Al recibirse como miembro de la cofradía sí se pagaba una limosna, más o menos simbólica, y a veces, si la persona tenía posibilidades, averiguaba unos 20 reales por la entrada y las cuotas correspondientes a varios años. Pero esto, si bien era frecuente en los hermanos y hermanas «de devoción», es decir, en las personas blancas que ingresaban como bienhechores, ocurría poco, lógicamente, entre los negros y negras, debido a su condición casi siempre muy humilde. El control de las cuotas estuvo especialmente descuidado en los últimos años de la mayordomía de Salvador de la Cruz, aunque ello no fue obstáculo para que esta fuera la época económicamente más positiva de la hermandad, debido a las otras fuentes de ingresos. Pero muerto el venerable negro de la Casa Honda, la Junta de Oficiales quiere reorganizar la vida económica de la hermandad y se preocupa especialmente porque los hermanos y hermanas paguen. Así, en cabildo de 4 de febrero de 1776, tras ser constatado «que la mayor parte de los hermanos debían muchos años de averiguaciones» se acordó «que los tales en ningún tiempo serían asistidos en vida ni en muerte sin que primero estuviesen corrientes en sus averiguaciones», determinándose una cuota mensual de medio real (17 maravedises) «a dar y pagar todos los meses al hermano Fiscal, principiando desde el presente adelante, para siempre jamás, sin exceptuar ninguno, so pena de no tener las dichas asistencias ni ser reconocido por hermano de esta Cofradía» y perdonándose todas las deudas anteriores. Para mayor facilidad en los pagos, poco más tarde se acuerda que las limosnas sean semanales, de 4 maravedises, aunque nunca se consiguió regularizar totalmente los pagos. En el año 1800, por ejemplo, sólo averiguaron 20 hermanos, recaudándose por este motivo 132 reales. La mayoría de dichas averiguaciones fueron de 2 reales al año, aunque algunas, como la del mayordomo, multiplicaban dicha cifra –la de este ascendió a 24 reales–.
Mayor importancia como fuente de ingresos tuvieron las limosnas depositadas en el cepillo de la Capilla por los devotos y las conseguidas a través de demandas públicas. Los viernes de Cuaresma se realizaban demandas en la Cruz del Campo, por parte de uno o varios hermanos, aprovechando la presencia en el lugar de numerosas personas. También, como ya vimos, se hacían demandas en los alrededores de la Capilla, antes de las fiestas principales. Pero especial importancia tuvieron, sobre todo en la primera mitad del siglo y al igual que en el precedente, las alcancías de las que eran permanentemente responsables determinados hermanos y hermanas y que estaban situadas en sus casas o en otros lugares públicos de la ciudad e incluso se llevaban a América. Contamos con varias relaciones, sobre todo para los años 20 y 30, de las personas y sitios en que se encontraban depositadas: así, en el año 1926 las diez alcancías que figuran en los Inventarios las tienen los siguientes hermanos y hermanas:
– «en la Sacristía de la Cofradía».
– » nuestra hermana María Estefanía, que vive en el Corral del Agua».
– » nuestro hermano Antonio Fernando Cardoso».
– » nuestro hermano Antonio de la Flor, que vive en la plazuela de la Encarnación».
– «la Señora viuda de Francisco de Fuentes, en la calle del Vidrio frente del horno, en la tienda de aceite y carbón».
– «el hermano Victorio, en la calle de la Sopa».
– «María Vicenta, que vive en el corral del Agua».
– «nuestro hermano Pedro Nolasco, que vive en la Alfalfa».
– «nuestro hermano Antonio Pintado»
– «otra alcancía está en la Calzada, en una tienda».
En 1729 se realiza un gasto de 21 reales y medio «de 6 alcancías nuevas y componer dos viejas», y en 1735 «de una alcancía que vino de Indias, que fue conducida por Salvador de la Cruz» se consiguieron «77 escudos de a quince reales, y dos de plata» .
En 1736, ya con Salvador de la Cruz como Mayordomo, los lugares, establecimientos públicos y personas con alcancías de la hermandad eran los siguientes:
– «en la taberna a espalda de San Ildefonso».
– «en la casa, que es tienda, en la calle de San Pedro Martir»
– «dos en la calle de las Confiterías, una en casa de Doña Francisca, viuda de Arenas, otra en casa de Argamasilla».
– «en casa de nuestro hermano Salvador de la Cruz».
– «en casa de Manuel Pintado, en la plazuela de la calle de la Paja».
– «en la bodega de Manuel Brazales, en la calle del Espíritu Santo’.
– «en casa de Tomasa, viuda del señor Enrique, calle Gallegos».
– «en casa de la viuda de Pedro Calero, en la Calzada».
– «una que se le dio a Miguel, hermano de nuestro Pintado, para que la llevase a Indias en los galeones».
– «nuestra hermana Josefa una alcancía que llevó el hijo del señor de Burguillos en Indias».
Como puede apreciarse, las alcancías estaban distribuidas por toda la ciudad e incluso van y vienen a América, llevadas por algún hermano que viaja con su amo o logra enrolarse en algún galeón de la flota.
Más avanzado el siglo, e incluso en los primeros años del XIX, algunos hermanos concretos toman a su cargo la petición de demandas, en épocas y días precisos, a la puerta de la capilla, tanto «para Nuestra Señora» como «para San Benito», siendo las recaudaciones, en general, proporcionarles al estado de pujanza o decaimiento de la cofradía.
También en muchos casos los hermanos no sólo se ocupan de las demandas sino que buscan también otras vías de ingresos. Ya nos referimos, al tratar de las carreras de gansos del 1 de Agosto, cómo los animales, tanto los degollados como los que pudieran quedar vivos, eran vendidos para ayudar a la economía de la hermandad. Pero durante todo el siglo son frecuentes otras pequeñas ventas y la realización de algunas, para nosotros curiosas, rifas: así, por ejemplo, el año 1744 se obtuvieron 4 reales «de un racimo de uvas que rifó nuestro hermano Francisco Escala», 9 «de la serpiente que se rifó», 3 «de la leña que se vendió en la Capilla», 145 «de cinco rosarios de plata que se vendieron», y 127 reales y 18 maravedises «de los zarcillos de nuestra hermana Pascuala» . El año 1789 se rifan, además de cinco ánsares, por los que se obtuvieron 31 reales, un racimo de uvas, con un beneficio de 4 reales y 2 maravedises, y «dos pescados y un jamón dulce que dio Pedro de Portugal», por cuya rifa se obtuvieron17 reales y medio. En 1793 la rifa es «de una tórtola y racimo de uvas», consiguiéndose 8 reales; y podríamos continuar señalando otros ejemplos.
Ya muy al final del periodo, en los años del siglo XIX comprendidos en este, se abre otra fuente de ingresos excepcional que posteriormente, en el periodo de la vida de la hermandad que se extiende por dicho siglo, sería desgraciadamente más usual. Son las ventas de parte de su patrimonio para obtener liquidez y, con ella, emprender gastos en capítulos imprescindibles, sobre todo en obras de reparación de la capilla y casa contigua. En 1802 es la primera vez que figura una partida de estas características, consistente en 90 reales «producto de los cuadros viejos de la Capilla». Debemos suponer que varios de los que figuraban en los correspondientes Inventarios del siglo XVIII fueron vendidos en este momento a bajo precio y sin demasiadas consideraciones en cuanto a su calidad. Se abriría con esto una práctica que, acentuada en las décadas siguientes, consumiría una buena parte de los bienes que habían quedado a la hermandad tras el expolio ocurrido al comienzo de la ocupación de Sevilla por los franceses, que más adelante trataremos.
La segunda gran categoría de ingresos la forman las rentas, mandas, limosnas y donaciones en favor de la hermandad por parte de sus bienhechores. Es en este capítulo donde se da un gran avance respecto al siglo anterior. La primera renta fija de que goza la hermandad es un tributo anual a su favor de 25 pesos de plata, equivalentes a 375 reales, que, sin cargas ni obligaciones de ningún tipo, le paga la ciudad de Sevilla (su Cabildo o Ayuntamiento) desde 1703. El tributo consiste en el rédito anual o renta perpetua que resultó del legado que hizo a la hermandad el capitán Don Andrés Chandorcil, por escritura otorgada ante el escribano público José Albarrán el 12 de agosto de dicho año, de «quinientos pesos escudos y 25 pesos de renta en cada un año» . Dicha renta fija, para cuyo cobro la hermandad nombra anualmente en cabildo a los oficiales que han de otorgar la carta de pago, se dedica íntegramente a capítulos muy concretos: bien a pagar la cera los años en que la cofradía hace estación, bien a los gastos de la Fiesta de Agosto y Jubileo, o a otras necesidades importantes.
Las rentas de la casa contigua a la Capilla, propiedad de la hermandad, y luego de las dos casas compradas en Triana, constituyen también ingresos importantes, sobre todo porque, al igual que el tributo anterior, pueden preverse, aunque la realidad es que, a veces, los inquilinos tardan años en pagar su renta o causan problemas. Además, las casas suponen también, como veremos, una casi continua salida de dinero por las obras y reparaciones que es preciso hacer en ellas.
Durante muchos años, la casa propia de la cofradía junto a la capilla está cedida «de por vida» a Francisco Caro, que paga una renta anual de 7 ducados (77 reales). Posteriormente, pasa a ser su inquilino José Fernández, concediéndose más tarde, también «de por vida» a Salvador de la Cruz, quien «la aumentó en viviendas a beneficio y utilidad de la hermandad, gastando para ello 5.500 reales», como consta en acta de cabildo de 1770. Ello hizo que las diversas salas resultantes pudieran arrendarse a diferentes personas, con el consiguiente aumento de las rentas. En el año 74, tras una nueva obra en que el pajar y la caballeriza de la casa fueron convertidos en salas habitables, estas alcanzaron la cifra de 1.014 reales. Había en ese momento siete espacios arrendados, siendo sus rentas mensuales las siguientes:
Renta de Nicolás Roales, por su sala, 11 1/2 reales mes.
Renta de Juan Pérez, por su sala, 10 reales mes.
Renta de Antonio, por su sala, 9 reales mes.
Renta por el pajar de la Sala nueva, 14 reales mes.
Renta por la sala de la calle, 14 reales mes.
Renta por el cuartillo chico, 5 1/2 reales mes.
Renta por la accesoria, 24 reales mes.
En los años posteriores, el total de las rentas de la casa se estabiliza en torno a los 960 reales anuales, constituyendo el ingreso más importante de la hermandad, aunque al final del periodo, en 1809 sólo figuran tres cuartos arrendados –el «cuarto alto», por 192 reales anuales, el «cuarto bajo», por 144, y el «cuarto de la tía Catana» por 96–, lo que bajaba el total a 432 reales/año. También existía el «cuarto de la capillera», pero este estaba cedido gratis.
En 1776 se compran «dos casas en Triana, frente de San Jacinto», por 5.000 reales, que ascendieron a 5.724 una vez sumados los gastos de alcabalas, escribano y otros. Para hacer posible la operación, se contó con 2.272 reales del legado que dejara a la hermandad la negra María Teresa de Olivera, los cuales estaban en poder de su albacea Don Alejandro de Aguilar con la clausula de que habían de dedicarse a alguna finca, «la cual no se había de vender, tributar, ni dar de por vida» . Los casi 3.500 reales restantes se tomaron del dinero recibido de los albaceas de Salvador de la Cruz, que en su testamento había dejado a la hermandad como heredera. Dichas casas, que tenían respectivamente 825 y 320 varas superficiales y poseían pozos, estaban en la Cava, en la calle Santo Domingo casi enfrente de la cruz del jardín del convento dominico de San Jacinto. Pertenecían a los herederos de Francisco Carvajal y estaban sujetas a un pequeño tributo a favor de la Hermandad de la Virgen de la O y del Convento de las Mínimas, como veremos. Tras una pequeña obra, al año siguiente fueron arrendadas por 312 reales anuales, una de ellas, a Francisco Fernández y por 264, la otra, a Juan Berraquero, aunque poco tiempo después la renta total de ambas se estabilizó en los 600 reales, remontándose hasta los 960 en 1800. Alguna vez, como ocurrió en 1793, se recibe alguna limosna de algún inquilino –en dicho año de 100 reales por parte de Leonardo Pérez, «por haberle preferido en el arrendamiento de la casa de Triana, separada de la accesoria» — pero otras veces el cobro de la renta se complica, debiendo realizarse gastos judiciales para conseguirlo.
El total de las rentas por el arrendamiento de todas las casas propiedad de la cofradía ascendió, pues, en el último cuarto del siglo XVIII, a más de 1.500 reales anuales, que fueron ya 1.900 a principios del XIX. Esta cantidad no era neta, ya que, como hemos señalado y veremos un poco más adelante, las casas suponían también cargas y gastos necesarios de diverso tipo. Pero, en cualquier caso, contribuyó de forma importante a garantizar la vida de la hermandad. A comienzos de 1807, sin embargo, en virtud de una Real Orden tendente a desamortizar los bienes inmuebles de las asociaciones religiosas y conseguir fondos para «obras pías», las dos casas de Triana, como se verá más adelante, fueron vendidas en pública subasta. En ese momento, la valoración de cada una de ellas, teniendo en cuenta el valor del suelo, de la construcción, carpintería y cerrajería, era, respectivamente, de 80.966 reales y 17 maravedises la mayor de ellas y de 65.110 reales la accesoria, como consta en documento que se conserva. Pese a estas muy altas cantidades, la cofradía sólo pudo cobrar 427 reales de réditos, perdiendo una fuente regular de financiación al ser desposeída de esta importante parte del patrimonio inmobiliario que trabajosamente había conseguido reunir.
Las mandas testamentarias eran otra fuente no regular pero sí significativa de ingresos para la hermandad, como para la generalidad de las cofradías y asociaciones religiosas de la época. En esta, la mentalidad religiosa, fuertemente impregnada de la inquietud sobre el más allá después de la muerte, generaba no sólo un fuerte interés por la consecución de indulgencias sino también una tendencia a dejar al menos una parte de los bienes a asociaciones y fines religiosos. Ya hemos visto como Salvador de la Cruz o Maria Teresa de Olivera –con cuyos dineros se compraron las dos casas de la Cava trianera– habían dejado significativas cantidades en sus testamentos a favor de la cofradía. Hubo algunos casos más de mandas de personas negras ligadas a la hermandad, pero estos no podían multiplicarse, ya que la inmensa mayoría de los morenos y morenas sevillanos «son pobrísimos», como se afirma, por ejemplo, en el cabildo de 27 de octubre de 1782. Eran personas blancas, de cierto nivel social, devotas de las Imágenes de la hermandad, sobre todo de la Virgen de los Ángeles, quienes dejan mandas de más valor, deseosas de ejercer sobre la cofradía de los pobres negritos su protección y amparo, teniéndola presente en su voluntad testamentaria.
Valgan unos cuantos ejemplos tanto de unos casos como de otros. Ya vimos cómo, a comienzos de siglo, el capitán Andrés de Vandorril crea el tributo perpetuo de los 375 reales que la Ciudad ha de pagar a la cofradía. Al igual que él, y consistentes generalmente en cantidades en metálico pequeñas o no muy altas, que son ingresadas por los albaceas de una sola vez, o en ciertas pertenencias o bienes, una serie de personas, hombres y mujeres, dejan mandas en sus testamentos a favor de la hermandad. Así, en 1736 Don Tomás de Andrades hace una manda de 110 reales; en 1740 se obtuvieron 242 reales «por venta de los bienes de nuestra hermana Dominga, que dejó a la hermandad» ; en 1743 «nuestra hermana Pascuala difunta» deja a la hermandad «un guardapiés que se vendió por 97 reales» y «un rosario de plata que se vendió por 30» . En 1775 se recibe un legado del soldado Tomás Caballero de 357 reales y medio; en 1783 otro soldado deja una manda testamentaria de 232 reales; y en 1787 es el negro esclavo Antonio de Goyoneta quien realiza una manda de 1.000 reales que son entregados por su amo y albacea Don Joaquín de Goyoneta. La cofradía, sufragaba varias misas, generalmente seis, por el alma de estos bienhechores.
A veces, la hermandad debe renunciar a ser beneficiaria de alguna herencia por ser esta gravosa. Un ejemplo de ello ocurrió en 1740, donde en cabildo «se trató sobre la casa que había dejado Pedro de los Reyes, difunto, por haber dejado por heredera a la dicha hermandad de María Santísima de los Ángeles, y habiéndose comunicado y visto con los cargos que quedaba y sus obligaciones la dicha casa, se determinó y quedó en que en el todo derecho que dicha hermandad pueda tener, o tener pueda, hace desestimiento de la dicha herencia y renuncia por ahora y para siempre de la dicha herencia» .
Más numerosas son las donaciones, hechas en vida, de limosnas en dinero, a veces para su uso libre por la hermandad, a veces con un destino preciso, y de objetos para el culto por parte tanto de negros como de blancos. Ya nos hemos referido, al tratar de las estaciones del Viernes Santo y de la Fiesta de Agosto, a las aportaciones del Arzobispado a partir de la aceptación de Solís del cargo de Hermano Mayor, de la Real Maestranza –los 300 reales en los años en que no se organizaron las carreras de gansos–, del Cabildo eclesiástico y de otras instancias y personajes, incluida la Congregación de Señoras. Pero también devotos concretos, tanto hombres como mujeres, negros y blancos, realizaron aportaciones, algunas veces de forma anónima, a los fondos y bienes de la hermandad. Algunos mayordomos y otros miembros de las Juntas de Oficiales fueron especialmente positivos en este sentido: el más importante de ellos, como sabemos, fue Salvador de la Cruz, que costeó a sus expensas importantes obras en las dependencias y casa contigua a la Capilla, regaló un Simpecado y otros enseres para el culto y dejó a la Virgen por heredera; pero no fue un caso único, ya que también otros más se distinguieron por su generosidad, como en 1711 el también mayordomo Miguel Antonio, que hizo constar «he adquirido los bienes siguientes sin que le cueste nada a la hermandad: tocas, manteles, una camisa de toquilla, unas (e)naguas blancas bordadas de seda y tres sillas de raso de carmesí galoneadas» . Y varios otros bienhechores y hermanos también se distinguen en su generosidad: en 1776, la Camarera, Doña María Teresa Rodríguez de Rivera, regala «el trono para manifestar, de terciopelo carmesí bordado en oro, el fondo de plata y la cortina de tela», que es el manifestador que sigue conservando hoy la hermandad; al año siguiente, el hermano de devoción Don Carlos de la Barrera dona «una lámina de nuestra Santa Imagen», por lo cual se le transmite el agradecimiento y la concesión de «tener averiguado para siempre y admitir a su esposa Doña Jerónima Alvarez de Palma por hermana en la misma conformidad» . En el 78, el ya Secretario 1º Ricardo White regala «cien libras de cera labrada que para mayor conveniencia de esta hermandad compró y se labraron en la villa de La Campana, que según cuenta asciende a 933 reales» ; y él mismo, en 1782, «entregó 230 reales de vellón que un devoto había dado por mano de nuestro hermano Jose Antonio Pintado para que se invirtieran en cera y no otra cosa» . Casi al final del periodo, en 1805, Don Agustín Pérez Lain, Secretario 2º y, a la vez, Administrador de la cofradía, dona «un viril nuevo de plata sobredorado con su caja de badana encarnada forrada en terciopelo carmesí, habiendo recogido para ello un sol de viril usado que tenía la hermandad».