Cap. IV. La salida procesional del Viernes Santo de 1849: «pobre pero decente».

 

En el Libro de Acuerdos de la hermandad puede leerse la siguiente escueta anotación: «Certifico que el viernes 6 de Abril de dicho año hizo estación nuestra cofradía a las 4 de la tarde, sin haber concurrido nuestro Teniente de Hermano Mayor a pesar del aviso que se le dio con anticipación notificandole su salida, y en su lugar llevó la vara Don Angel Conradi, y a su lado iban Don Ciriaco Suárez y Don José Lerdo, recogiendose tranquilamente a las 8 de la noche. Sevilla y Abril 6 de 1849. Licenciado Manuel del Castillo, Secretario» . A continuación, añade, también con su firma y fecha ut supra, la siguiente otra certificación: «Habiendo pasado oficio al Real Cuerpo de Señores Maestrantes, contestó el Sr. Teniente de Hermano Mayor (de la Maestranza) que por la premura del tiempo no podía nombrar a ninguno que en su nombre presidiese» .

 

Estas pocas líneas reflejan, en los libros de la hermandad, la reanudación de la estación de penitencia tras no efectuarla desde hacía sesenta y tres años, concretamente desde 1786. Por ellas sabemos que las dos instituciones que tradicionalmente eran los principales protectores de la hermandad, el Arzobispado y la Real Maestranza de Caballería, no habían asistido a pesar de haber sido invitadas y que la estación duró sólo cuatro horas, por lo que el ritmo de la marcha debía ser mucho más rápido que el actual. La entrada de la cofradía fue a las 8 de la noche, hora solar (correspondiente hoy a las 10 ó a las 9, según se celebre la Semana Santa antes o después del último sábado de marzo). También sabemos, por un cabildo posterior, que en la salida se gastaron 1.357 reales, con un déficit de 394, y que las cuentas de la misma fueron aprobadas por unanimidad, aunque desgraciadamente no contamos con datos sobre las diferentes partidas de gastos.

 

Por fortuna, sí existen otros testimonios ajenos a la hermandad que enriquecen nuestro conocimiento de aquella salida. Félix González de León, en su librito ya citado Historia crítica y descriptiva de las Cofradías…, que vería la luz pocos años después, en 1852, nos cuenta que «con el motivo de haber venido los negros de La Habana al presidio de esta capital, se recibieron muchos de ellos en la hermandad, y con este aumento, y el de algunas personas blancas, que también se recibieron y trabajaron al efecto, volvió a hacer su estación la cofradía el año de 1849, llevando todos los efectos, insignias, ropas y pasos suyos propios, pues todo lo había conservado a pesar de haber 63 años que no solía; y este año salió en la forma ya común a todas, de cruz en lugar de manguilla, nazarenos, etc. Con este motivo se ha reanimado algún tanto, y trabaja para mejorar los pasos y seguir haciendo su estación» . Sabemos que al menos algunas de las cosas que aquí se afirman no son del todo ciertas: por ejemplo, la hermandad no había podido conservar todos los enseres que poseía en el siglo anterior, debido al robo de varias de sus más importantes alhajas durante la ocupación francesa y a la fundición voluntaria de algunas otras en momentos posteriores para conseguir fondos. Por otra parte, no hemos encontrado otra documentación que confirme la venida a Sevilla de negros presos procedentes de La Habana y su inclusión en la hermandad, pero podría ser cierto lo primero y no necesariamente lo segundo: ya vimos anteriormente que en dicho año 49 se recibieron en la cofradía 8 negros y una negra, además de dos personas blancas, lo que fue, sin duda, importante pero no en tan gran medida como parece señalar nuestro autor. Lo que sí es más probable es que salieran de nazarenos no sólo aquellos que fueran estrictamente hermanos de la cofradía sino también otras personas, tanto negros como, sobre todo, algunos blancos que quisieran hacerlo, al igual que ocurría entonces y continuó por mucho tiempo después en muchas cofradías de reducido número de miembros.

 

En su otra obra, inédita, Crónicas de Sevilla, 1800-1853, el mismo González de León nos describe la Semana Santa de aquel año. Las cofradías que habían acordado la salida fueron, el Domingo de Ramos, San Juan de la Palma y Entrada en Jerusalem, que lo hicieron a las 3 y las 4 de la tarde respectivamente; el Miércoles, La Lanzada, a las 4; el Jueves, la Oración del Huerto, «con mucho lucimiento», y Pasión, de San Miguel, «muy ordenada y adornados sus pasos, llevando el de la Virgen todas sus velas en gran número labradas y adornadas de flores y otros caprichos, y ambos llevaron música militar» ; de Madrugada, la de Jesús Nazareno, «tan buena y ordenada como siempre, llevando la Virgen gran porción de alhajas en cintura, puños y corona», la Carretería y el Gran Poder, al alba la primera y media hora después las otras dos; y en la tarde del Viernes, Santa Catalina, los Negros y el Santo Entierro, a las 2, 2 1/2 y 3 de la tarde. En su crónica de esta última tarde comenta: «Salió también la de los Negros, después de 63 años que no salía, y llevó nazarenos de hombres blancos pero las varas las llevaron los negros. Iba pobre pero decente».

 

A pesar de que en aquel tiempo pertenecía a la hermandad, como sabemos, en calidad de Esclavo blanco, el que luego sería el más importante historiador de las hermandades en el siglo XIX, José Bermejo y Carballo, este dedicó a la estación de aquel año sólo 6 o 7 líneas en la historia de las cofradías que publicara en 1882. Nos dice solamente que en el año 1848 «se recibieron en la hermandad algunas personas blancas, de cuya clase ha tenido siempre en su seno personas de distinción» –aunque no señala en calidad de qué podían estar en la hermandad los blancos, ni tampoco que él mismo había sido una de ellas–, y que, por ello, «mejorando de estado la corporación se aumentó el fervor de sus individuos, pensándose desde luego en la salida de la Cofradía; y sin embargo de los inconvenientes que se presentaran, tuvo efecto en la tarde del Viernes Santo de 1849, a los sesenta y tres de su última estación, llevando en ella dos pasos como en lo antiguo: uno con el Señor y el otro con la Virgen».

 

Doce cofradías hicieron estación aquel año 49, perteneciente ya a la época de resurgimiento de la Semana Santa sevillana, que a mitad de la década había empezado a recobrar su fama y esplendor, debido a la conjunción de varios factores interrelacionados: la consolidación, ya señalada, del Partido Moderado en el poder, con el apaciguamiento del conflicto ideológico-político entre la Iglesia y el Estado; el interés de las autoridades municipales por potenciar una fiesta ciudadana, a más de religiosa, que constituía uno de los principales referentes de identificación de la ciudad, hacía famosa en el mundo a Sevilla y atraía a ella a muchos visitantes, reportando a sus establecimientos comerciales buenos beneficios –es esta también la época en que se crea, concretamente en 1846, la feria de ganados, que pronto adquiriría una importantísima vertiente festiva–; y la preferente atención a las cofradías de una rama de la familia real, en concreto los Duques de Montpensier, desde que instalaron en su palacio de San Telmo lo que se denominó «la Corte chica».

 

Desde por entonces, concretamente desde 1844, y durante un periodo que llega hasta la Revolución de Septiembre de 1868, no pocas cofradías que habían dejado de realizar su salida en la segunda mitad del siglo anterior, o habían quedado, además, prácticamente desorganizadas –caso este último que no fue el de la hermandad de los negros, como sabemos– reinician su actividad, se reorganizan o refundan, planteándose el hacer su estación de Semana Santa. Y otras, que habían suspendido esta en los periodos de mayor radicalismo, por haber sido expulsadas de las sedes en que residían debido al cierre de conventos, o por la hostilidad que profesaban al poder político liberal, vuelven a efectuarla, si están o pueden conseguir estar en condiciones para ello.

 

Ya en los periodos de monarquía absoluta, o cuando el rey pretendía volver a imponerla, Fernando VII había procurado acercarse populistamente a las hermandades sevillanas, recibiéndose como Hermano Mayor honorario de muchas de ellas y otorgándoles el título de Real, para que lo agregaran a sus otros largos títulos: así había sucedido con las del Gran Poder, San Juan de la Palma, la Entrada en Jerusalén, El Valle, la Expiración de la Merced, La Trinidad o Santa Catalina, entre otras. Pero, ahora, la vinculación de la rama real de los Montpensier a las cofradías es mucho más estrecha y permanente, a partir de su llegada a Sevilla, en 1848. Pronto se recibieron en las del Gran Poder, Quinta Angustia, Carretería, Montserrat y otras. De esta última, que llevaba casi un siglo sin salir en Semana Santa y había prácticamente desaparecido como corporación, fueron los principales impulsores y hermanos mayores perpetuos.

 

Es en este marco en el que tiene lugar la Semana Santa del año 49, en que vuelve también a salir la hermandad de los negros, aunque nada tuvieron que ver en ello la realeza –de las cofradías no modernas que existen en Sevilla es la única que ni tenía ni tiene entre sus títulos el de Real–, ni las autoridades municipales, sino sólo y exclusivamente el entusiasmo y devoción de sus pocos cofrades negros y la colaboración desinteresada, diríamos filantrópica más incluso que devocional, de unos cuantos blancos. Pues ni incluso el Arzobispo, como vimos, en su calidad de Hermano Mayor, ni el Teniente-representante de este, ni la Real Maestranza de Caballería impulsaron ni participaron significativamente en el restablecimiento de su estación del Viernes Santo.

 

Dos eran los atractivos principales que presentaba la Semana Santa de aquel año: la primera, la propia presencia en la ciudad de la Infanta, el Duque y sus hijos; la segunda, la anunciada presencia del Santo Entierro, que siempre era un acontecimiento, dado lo espaciado de sus salidas y la espectacularidad y brillantez del cortejo, sobre todo a partir de 1830 en que el Asistente José Manuel de Arjona, y tras él los demás asistentes y alcaldes sevillanos, la habían convertido prácticamente en la procesión oficial de la ciudad. Del protagonismo de los primeros nos narra González de León cómo realizaron la tradicional visita a los sagrarios de las parroquias más céntricas, incluso interfiriendo el horario e itinerario de las cofradías del Jueves Santo: «al llegar a la Cerrajería –se refiere a la hermandad de la Oración en el Huerto–, venía todo el acompañamiento de la Infanta, por lo que se le mandó a la cofradía que tomara por otra calle, como lo efectuó, torciendo a la de Dueñas, el Angel, plaza de la Magdalena, calle de las Muelas a la de San Acasio, donde habiendo ya vuelto la Infanta, siguió por la calle de la Sierpe la estación acostumbrada» . La otra hermandad del día, la de Pasión, «no salió hasta las seis, después que salió la Infanta de visitar el sagrario de San Miguel» –que era la parroquia en donde residía–.

 

Del otro acontecimiento, la salida del Santo Entierro, existen diversos testimonios que no es este el lugar de exponer ni comentar. Uno de ellos es el del viajero francés Antoine de Latour. En dicho autor sí nos detendremos, aunque sea brevemente, no por su descripción del cortejo de aquel sino porque en uno de los volúmenes de su obra Etude sur l’Espagne, publicada en París en 1855, concretamente en el capítulo IX del dedicado a Seville et l’Andalousie, recoge y comenta la estación de la hermandad de los negros, junto a las de otras cofradías, solemnidades y costumbres de la Semana Santa sevillana de aquel preciso año 49. A pesar de varias inexactitudes de detalle, del inevitable etnocentrismo europeo en algunas de las interpretaciones, y de un marcado tono de superioridad cultural en el lenguaje, el texto del escritor galo posee no pocos perspicaces comentarios y un sabroso sabor costumbrista que recrea –incluso a veces reinventa– el ambiente de la ciudad en los días de su fiesta mayor.

 

Luego de situarnos en lo que para los sevillanos, y para los andaluces en general, significaba la Semana Santa, como «mezcla de lo sacro y lo profano», y de subrayar la importancia de lo que él denomina «la emulación de la vanidad» en la auge de las cofradías, pasa Latour a describirnos, con ojos a la vez asombrados y escépticos, los oficios de la Catedral, el Miserere, el Monumento, y el devenir de las cofradías, con sus filas de nazarenos, cada uno de los cuales «tenía cubierta la cabeza por un gorro que yo no sabría comparar más que con el de los astrólogos, y que se termina sobre la cara con una máscara de seda con dos pequeñas aberturas practicadas a la altura delos ojos» . Cuando llega el Viernes Santo, nos dice que una de las tres cofradías que, junto a la del Santo Entierro, que era la última del día, habían anunciado su salida, «la cofradía de Nuestro Señor del Último Suspiro, que debía venir desde Triana, descontenta con el itinerario que le había sido trazado, se quedó en su iglesia y rehusó a salir”. No así la de Nuestro Señor de la Exaltación, que, con sus dos pasos, es la primera que llega a la Plaza de San Francisco, lugar desde el que nuestro viajero presencia el paso de las hermandades.

 

Y entre la de Santa Catalina y el Santo Entierro, como penúltima del Viernes Santo, la de los morenos. Veamos cómo la contempla Latour: «Nuestro Señor de la Fundación y Nuestra Señora de los Ángeles, que viene a continuación, es a la vez una de las más antiguas y la más pobre de las cofradías. Está compuesta sobre todo por negros. Poco a poco, los negros desaparecieron de Sevilla, a medida que el comercio ultramarino se trasladó a Cádiz, donde los negros están todavía lejos de desaparecer. Tan pobre, sin embargo, como es su cofradía, tiene también dos pasos acompañados por una música que, ejecutada por estos miserables residuos de la esclavitud moderna, aumenta aún más la lástima pública, y otros dirán, quizá, que la burla. En fin, ¿me atrevería a añadir, por lo bajo, que algunos de los músicos, sacados de prisión para la circunstancia, llevan aún el uniforme del presidio? Después del desfile de los pobres negros, se hizo un gran silencio, al que sucedió muy pronto esa gran agitación que corre algunas veces sobre las masas populares… Una palabra propagada con la rapidez del relámpago había anunciado la proximidad del Santo Entierro».

 

Aparece también aquí la mención a los negros presos. Para Latour, eran músicos de la cofradía; para González de León, nuevos cofrades procedentes del presidio de La Habana. Y ambos autores destacan que la hermandad es pobre, pero que se presenta dignamente. El autor francés subraya que «la más pobre de todas… y, sin embargo, tiene también dos pasos acompañados de música”. El sevillano, que “pobre pero decente”. Lástima y/o burla, cree percibir el viajero como sentimientos predominantes hacía la hermandad por parte de quienes presencian su discurrir humilde por la aristocrática plaza de San Francisco, mientras esperan con impaciencia que llegue la cofradía más espectacular, más oficial, la del Santo Entierro. Como dos siglos y medio antes, los pobres negros, con su hermandad, se equiparan simbólicamente a los blancos poderosos, con las suyas. Aunque ahora ya no sean hostilizados, despreciados y calificados de salvajes, de bozales. Ahora son ya los negritos: por ello, lo que producen es lástima o burla creemos teñida de condescendencia.