Cap. II. La organización de la economía.

 

La preocupación permanente de quienes componen a lo largo del siglo la junta de oficiales es la precariedad de la situación económica de la hermandad, situación perfectamente explicable si tenemos en cuenta el estrato social de los cofrades, ya fueran esclavos o libres. La cofradía tenía que autosostenerse, garantizando la realización de sus cultos principales, sus actividades asistenciales a los hermanos en el trance de su muerte y enterramiento, y tratando de llevar a cabo la estación de penitencia el viernes santo en la mañana. Bien es verdad que, tras la grave crisis atravesada durante los años de suspensión por las autoridades del arzobispado, el número de hermanos aumentó hasta más de doscientos y el entusiasmo y abnegación de algunos de ellos hizo posible un significativo aumento del patrimonio en enseres y alhajas, algunas de las cuales comienzan a ser de plata, como ya vimos.

 

La gran epidemia de peste bubónica del año 49 dejó nuevamente diezmada a la corporación. Dicho año asoló Sevilla, durante más de cuatro meses, la mayor peste de toda su historia, reduciendo la población a casi la mitad, al morir más de 50.000 personas, como señalan la mayoría de los historiadores. Puede suponerse fácilmente que las clases más humildes debieron sufrir el azote de la enfermedad en mayor proporción que las elevadas, siendo los negros uno de los colectivos en que la peste tuvo efectos más negativos. En efecto, y sólo centrándonos en los cargos principales del gobierno de la hermandad, murieron dicho año el mayordomo Sebastián de Villegas, el hermano mayor Francisco de Portillo y el fiscal Pedro de Lisboa. El gasto de cera para los entierros de hermanos y hermanas sube espectacularmente en esos meses respecto a los años normales, como lo reflejan los libros de cuentas, e incluso el cabildo general ha de tomar acuerdos para sufragar los elevados gastos a los que hay que hacer frente debido a la altísima mortandad: «…y que le toque al diputado mayor asistir a la cera de los hermanos que se mueren y fiesta de ánimas, y que cobre 12 reales de limosna de cada entierro, si fuese esclavo de su amo y si fuese libre de sus bienes» . En pocos momentos como en este queda explícita una de las funciones más importantes de la hermandad –como también del resto de las hermandades sevillanas en esta época–, como es la de ser una «mutua de enterramientos».

 

La cofradía, aunque diezmada, logró, sin embargo, recuperarse, contrariamente a lo que ocurrió a otras de la ciudad, entre ellas a la de los negros del Rosario, de Triana. Y a ello no fue ajena la estricta organización que regía sus asuntos financieros. Los hermanos no sólo tenían que ofrecer la cuota de ingreso y la que era preceptiva cada año, de acuerdo con lo establecido en la Regla, sino que algunos de ellos, especialmente los que cubrían cargos de oficiales, se esforzaban por conseguir limosnas e ingresos por los más variados procedimientos.

 

Ya tratamos del tema de la venta o alquiler de hermanos libres para sufragar solemnidades litúrgicas: esta fue, sin duda, una vía excepcional, pero la inventiva de los cofrades y su gran actividad, a veces espontánea pero, sobre todo, basada en una cuidada organización, consiguieron resultados crecientemente positivos para la cofradía. Durante varias décadas, los hermanos esclavos y los hermanos libres estuvieron organizados separadamente para las cuestaciones y demandas. Lo que unos y otros obtuvieran se depositaba en dos cepillos distintos, cada uno de los cuales tenía responsables concretos pertenecientes a cada colectivo. Más tarde, esta distinción se debilita y luego prácticamente se anula: en 31 de diciembre de 1663 es acordado en cabildo «que no haya más de un cepillo con dos llaves, una que tengan los hermanos cautivos y otra los libres». Y en 1670 se dispone que para abrir el cepillo único han de estar presentes el alcalde, el mayordomo, el fiscal, el prioste y el diputado mayor, con lo que la distinción entre morenos cautivos y morenos libres queda eliminada a estos efectos.

Una de las fuentes de ingresos eran las aportaciones voluntarias de los propios hermanos para la fiesta de Agosto, para la de ánimas o para hacer posible la salida del Viernes Santo –por ejemplo, las demandas para hacer la estación de penitencia el año 49 consiguieron 193 reales– o para las misas de ánimas. En los propios cabildos convocados para tratar de ellas, los presentes hacen ya donaciones a requerimiento del mayordomo o del alcalde. Y se recaba luego la cooperación de los demás cofrades, buen número de los cuales ofrecen generalmente 2, 3 ó 4 reales, según las posibilidades de cada uno, en, a veces, una extensa relación de limosnas.

 

Asimismo, se organizan demandas públicas, sobre todo en fechas cercanas a la Semana Santa –los viernes de cuaresma y el Domingo de Ramos– o en los días precedentes a las fiestas principales para obtener fondos para la realización más solemne posible de estas o para otros fines concretos: gastos extraordinarios para obras en la capilla, en sus dependencias o en su tejado u otros destinos, como la compra de un caliz de plata para los cultos. Son especialmente los cofrades pertenecientes a la Junta de oficiales los que piden limosna en las calles, sobre todo delante de la capilla y «en la estación de la Cruz del Campo que toca a la cofradía» –la cual, en marzo de 1672, hubo de ser reparada, en su peana y cruz, por cuenta de la hermandad, de los daños causados por las carretas que transitaban por dicha calzada desde la puerta de Carmona–. Y varias alcancias estaban depositadas permanentemente, o en épocas del año determinadas, para recabar limosnas en beneficio de la cofradía, en casas de algunos hermanos y hermanas y en lugares públicos: tiendas, boticas e incluso bodegas y tabernas, como consta en los libros de actas y de cuentas.

 

En diferentes ocasiones se consiguen fondos con la venta de bienes o enseres donados a la hermandad. Así, por ejemplo, en el año 1675 se consiguen 102 reales «que dieron de limosna por un cabritico que trajeron a la dicha Capilla de limosna, y los tiene en su poder (el mayordomo) para la cera del Corpus» . En el mismo año se hacen almoneda de prendas entregadas a Nuestra Señora –por ejemplo, la realizada el 29 de abril, que reportó 118 reales y la de 11 de mayo, en la que se consiguieron 73– e incluso de juguetes –por los que se obtuvieron 40 reales el 19 de mayo–. También, a veces, se organizan espectáculos para conseguir fondos, como los 180 reales «los cuales se juntaron en la fiesta de toros que se hizo en la Capilla» el año de 1671. Y se organizan rifas, como la de 1699 en la puerta de la capilla donde se rifan dos pollos, recogiéndose 46 reales y medio.

 

Junto a estos ingresos no regulares, la hermandad consigue una cantidad fija anual por el alquiler de la casa de su propiedad. Este alquiler, que en 1640 era de 77 reales (7 ducados), fue incrementándose a lo largo del siglo hasta llegar a 480 a finales del mismo.

 

Pero, sin duda, el procedimiento más peculiar de los morenos para conseguir fondos para la cofradía, un procedimiento que no debía estar explícitamente autorizado ni bien visto por las autoridades, sobre todo eclesiásticas, fueron los bailes. Ya desde el siglo XV eran famosos los que organizaban los negros, algunos días de fiesta, en Santa María la Blanca y otras plazas de la ciudad, por el ritmo de las músicas y los cuerpos y por el animado ambiente –calificado por no pocos como pagano y sensual– que se respiraba en ellos. El carácter de estos festejos, alejado del ámbito de lo religioso, explica la escasez de referencias y anotaciones sobre ellos en la documentación de la cofradía, aunque no deja de haberlas. Así, en 1641, entre los gastos menudos realizados durante la Semana Santa se encuentran las dos siguientes anotaciones: «sonajas para el baile, 238 maravedises» y «una guitarra, 544 maravedises». Y en 1672 existe otra referencia al pago de «7 reales de alquiler de las sonajas y aderezar las quebradas» ¿Serían utilizados estos instrumentos para bailes públicos en los que se conseguían fondos para la hermandad, o fueron incluso utilizadas en las dependencias de esta mientras se engalanaba la capilla para las fiestas litúrgicas o se terminaban de arreglar los pasos y se ultimaba la salida de la cofradía, durante o tras la cena que daba la hermandad, la noche del Jueves Santo, a quienes trabajaban en ello? No podemos afirmar lo uno o lo otro, pero parecería también aventurado negar ambas posibilidades, tanto más cuanto que también sabemos que el gasto mayor de la cofradía en todas las celebraciones litúrgicas era el de las músicas, por supuesto religiosas en este caso. ¿No sería adecuado pensar que en la intimidad sin testigos de las dependencias y patios de la capilla, fuera de los actos litúrgicos y a horas discretas, se conservarían o recrearían ritmos negros, o al menos la versión negra de ritmos populares generalizados en la ciudad? O, en caso contrario, o además de lo anterior, ¿no habría que considerar que esos ritmos, bailados en la calle, con sonajas y guitarras, serían el principal atractivo de unas fiestas organizadas en espacios públicos directa o veladamente por iniciativa de los cofrades de la hermandad? Porque, si no admitiéramos al menos una de las dos hipótesis, ¿cómo podríamos explicar la compra de guitarras y, sobre todo, de sonajas para el baile ? Cualquiera que sea la opinión al respecto, sí se conserva una anotación que hace a comienzos de los años setenta el alcalde de la cofradía, Juan Pedro Criollo, en el libro de cuentas, de un ingreso «del dinero del baile de la madalena», que ha cobrado «en nombre de la hermandad» . Y existen varias anotaciones, de diversos años, referidas a entradas de fondos por demandas realizadas en la misma plaza de la Magdalena, aunque en ellas no se menciona explícitamente la realización de bailes.

 

Entre los gastos regulares de la hermandad, sin duda el capítulo principal lo constituye el de cera, y ello no solamente por la consumida en la estación de penitencia –cuando esta se realiza– o en los cultos internos sino, sobre todo, en el velatorio y entierros de los hermanos. Otros capítulos, relacionados con la salida del viernes santo y con las fiestas principales ya han sido mencionados en su lugar. Como los libros de cuentas eran periódicamente controlados por Visitadores del arzobispado, en ellos se anotaban muy minuciosamente todas las partidas, con lo que contamos con una muy rica información no sólo sobre precios de artículos y enseres –por ejemplo, «seis cuartillos de aceite para la lámpara de la capilla» costaban 5 reales en 1674 y una misa corriente dos reales– sino también sobre las costumbres y el protocolo de esta época, que era especialmente protocolaria y ritualista: en el citado año 74 consta un gasto de 10 reales por «dos libras de dulce que se dieron al Licenciado Joan Celis cuando visitó los libros» .

 

Para que pueda tenerse una idea global de la economía de la hermandad, y a efectos comparativos con la de otras hermandades en este tiempo, señalaremos que, por citar sólo dos años, en el de 1641 el cargo total (ingresos) fue de 1.359 reales y la data (gastos) de 2.215, resultando un alcance (déficit) de 856 reales a favor del mayordomo. Y que en en 1675 las tres cantidades se habían casi duplicado: el cargo ascendió ya a 2.482 reales, siendo los gastos de 3.959, quedando la cofradía deudora del mayordomo, Domingo Pérez, en 1.624 reales de vellón.

 

Un contador nombrado por la hermandad y ajeno a esta se encargaba de ajustar las cuentas de los cargos y datas para que estuvieran en regla para la revisión que periódicamente hacía de ellas el Provisoriato del arzobispado. En los años setenta lo fue «Don Luis Salvador Pallarés, vecino de Sevilla, en Triana», cobrando por su trabajo los primeros años 36 reales pero haciendolo luego gratis, al aceptar el cargo de escribano (secretario) que le fue ofrecido por la cofradía.

 

Además de los gastos realizados por la hermandad, tanto en cultos como en enseres, obras y otras necesidades, algunos hermanos y hermanas y otros benefactores realizan donaciones de objetos para las Imágenes o la Capilla, como ya vimos, y también dan limosnas en materiales y trabajo personal. Estas aportaciones directas ni entonces ni hoy suelen tener reflejo en los libros de cuentas pero sí en los inventarios y/o en los libros de actas. Un buen ejemplo de todo esto lo tenemos en 1675, con ocasión de las obras de construcción de la sacristía y otras dependencias de la Capilla; obras que fueron de la suficiente entidad como para que la Virgen de los Ángeles fuera trasladada durante varios meses a la parroquia de San Roque. El elevado gasto de 4.000 reales a que ascendió la realización de la obra, que fue realizada por don Nicolás Tamarit, hermano de la cofradía, fueron adelantados por este, quien se comprometió, además, a perdonar directamente a la hermandad mil de ellos y a gastar los tres mil restantes, cuando les fueran pagados, en mejoras para la propia Capilla.