Cap. III. La mayordomía de Salvador de la Cruz, “el (santo) negro de la Casa Honda».

                        En el folio 2 vuelta del Libro primero que se conserva de asiento de hermanos –como sabemos, abierto en 1752 con una serie de anotaciones de ingresos de la primera mitad del siglo, transcritas de un libro anterior que debió perderse– consta literalmente lo siguiente: «En 13 de Marzo de 1729 años, se recibió por Hermano de Nuestra Señora de los Ángeles a Salbador Joseph de la Cruz, Libre, quien se obligó ante los hermanos a cumplir y guardar todas las constituciones de Regla. fue su padrino el Hermano Antonio Pintado, Pagó su entrada. Tiene pagado para siempre» . Según consta en los libros de la hermandad en relación con su muerte, en 1775, había llegado a Sevilla ya adulto y como cautivo, siendo bautizado, a una edad que se desconoce, en la parroquia de Santa Cruz (lo que quizá tenga que ver con el nombre que adoptó). Ya en dichos libros, en la Diligencia que describe su entierro, como veremos, se apunta que debió vivir 116 años. Ricardo White, en su breve historia de 1798, señala el lugar de su bautismo pero prudentemente no recoge dicha presunta edad, que sí es afirmada por Leandro José de Flores, en 1817, y por Bermejo, a finales del XIX, quienes añadieron también la fecha del bautismo, que situaban el mismo día de su entrada en la hermandad, lo que no parece muy lógico. En la inscripción de la lápida que esta en el suelo de la capilla, bajo la que reposan sus restos, figura asimismo la frase: «Cuando vino a esta tierra se ignora, y vivió 115 años», pero dicha lápida es de tiempos alejados al del fallecimiento, colocandose seguramente en sustitución de la primitiva en alguna reforma del siglo XIX, y contiene un grueso error, este evidente: el de atribuir a Salvador de la Cruz haberse vendido «para hacer una función a la Inmaculada Concepción, para el desagravio cuando en la Corte se negó el misterio de la Purísima en el año de 1613». Una fecha que no se corresponde con las de su vida, incluso en el caso de que admitiéramos hubiese muerto con más de cien años.

 

                         Esta atribución de tan gran longevidad, que parece sensato cuestionar, y, sobre todo, la confusión señalada responden, sin duda, a la mitificación de que fue objeto este cofrade, «el negro de la casa honda», aún antes de su muerte, por su fama de hombre piadoso, fervoroso y manso, una especie de Benito de Palermo sevillano, respetado y admirado por las más poderosas instancias de la ciudad y por muchas familias importantes de esta, y venerado y querido por muchas gentes del pueblo. Al ser el cofrade más destacado de toda la historia de la hermandad, llegó a atribuirse a él el hecho más famoso ocurrido en la misma, aun habiendo un siglo de diferencia entre ambos.

 

                        De cualquier modo, una vez ingresado en la cofradía, Salvador de la Cruz se convirtió pronto en el alma de esta: a los dos años, en el cabildo de oficiales del 4 de marzo de 1731, se le nombra Diputado «para recoger la alcancía» y dos meses más tarde, el 6 de mayo, en el general de elecciones, pasa a ocupar el importante puesto de Alcalde. Al año siguiente, el 4 de mayo, es elegido Hermano Mayor, y el 1 de mayo del 35 «mayordomo por todos los votos sin faltar alguno». Luego de rotar por diversos puestos de la Junta, como era costumbre, coge de nuevo la mayordomía en octubre de 1740, al dimitir de ella Antonio Pintado, siendo confirmado en el puesto en las elecciones del mayo siguiente. Desde entonces, se le sigue reeligiendo en dicho cargo todos los años, «porque conviene para el mayor aumento de la hermandad», hasta su muerte, ocurrida el 10 de febrero de 1775.

 

                        Nada mejor, para entender la significación que durante más de cuarenta años tuvo Salvador de la Cruz para la cofradía, que transcribir buena parte del acta del «Cabildo particular» que tuvo lugar al día después de su fallecimiento y la Diligencia que refleja los pormenores de su entierro, ambas firmadas por el Secretario Melchor Lalana y Casaus. Dicha acta dice lo siguiente: «En Sevilla, sábado once de febrero de mil sietecientos y sesenta y cinco años, ocurrida la novedad de haber muerto la noche antecedente del viernes diez nuestro venerado y muy amado Salvador de la Cruz, mayordomo que ha sido muchos años de esta Cofradía, por la buena fama de sus virtudes y vida ejemplar concurrido a nuestra iglesia crecido número de gente de ambos sexos, eclesiásticos y seculares de todas clases, para ver su cuerpo y venerarle, como en vida lo hacían diversas personas, y habiendo concurrido juntamente el Señor Don Pio Tagle, presbítero prebendado de la Santa Iglesia y limosnero de nuestro Hermano Mayor perpetuo el Emmo. y Exmo. Señor Cardenal de Solís, Arzobispo de esta ciudad, ausente en Roma para la elección de Sumo Pontífice, y hacer en nombre de Su Eminencia lo que correspondía a su empleo; y concurrido también los señores albaceas del difunto, y hallandose presentes mucho número de hermanos y el presente Secretario, fueron convocados a cabildo por el Alcalde, y estando todos juntos y congregados como es uso y costumbre en la sacristía de nuestra iglesia, y asistiendo también dicho Señor Prebendado en nombre de Su Eminencia, determinaron todos los hermanos de conformidad que, en atención a que el difunto en su testamento se mandaba enterrar en nuestra iglesia, se pasara recado de atención a los señores albaceas para que se hiciera un cañón nuevo junto a la grada del altar mayor en el cual se pusiera la caja y en ella el cuerpo, así por haber sido hombre de mucha virtud y vida penitente y ejemplar como por continuo benefactor de esta hermandad, a quien dejaba heredera. Y dichos señores albaceas lo ejecutaron prontamente y dieron orden para que se hiciera dicho cañón y se pusiera después una losa con la inscripción competente» . Lo que así se hizo, siendo el costo de la obra para hacer el cañón en que depositar el cuerpo de 186 reales y 8 maravedises.

 

                        En la Diligencia del entierro puede leerse: «En la ciudad de Sevilla, en Domingo doce de febrero de mil setecientos y setenta y cinco: siendo como a las diez de la mañana se dio principio al entierro del cuerpo difunto de nuestro amado y ejemplar hermano Salvador de la Cruz, y fue tan grande el concurso que acudió de todas clases de gentes, eclesiásticos seculares, religiosos de varias Ordenes, y mucha parte de Caballería, sin haberse llamado ni convocado a nadie, y acudido todos a la buena fama y ejemplar vida del difunto, que no se podía entrar en la iglesia y ni aún por la casa que está contigua y tiene comunicación con el jardín de la sacristía; todos y todas con el ansia de ver el cuerpo, y aunque se estaba celebrando continuamente y desde muy temprano el Santo Sacrificio de la Misa, el concurso de la gente no daba lugar ni a tener atención ni aún a arrodillarse a la elevación del Santísimo Sacramento, y con gran dificultad pudo entrar el infrascrito Secretario por la dicha casa contigua para asistir a nuestra Hermandad. Y con mucha mayor el Clero y Beneficio de la Parroquia de Señor San Roque, el cual cantó el responso y vigilia con gran solemnidad, y lo mismo con la Misa de cuerpo presente. Y llegado el oficio de sepultura, aquí fue el mayor alboroto por ver el cuerpo, que estaba amortajado en hábito negro de nuestro padre San Agustín, puesto en su caja de madera, en la cual se le dio sepultura en el cañón que estaba preparado de rosca de ladrillo, y luego los operarios lo cerraron con la misma rosca y solaron todo el sitio. Y está el cañón atravesado contra la grada del altar mayor y la cabeza cae al lado del evangelio. Asistió nuestra Hermandad con cirios en las manos como tiene de costumbre.

 

                        Murió, según las cuentas que prudencialmente se han hecho de cuando vino cautivo a esta ciudad y del tiempo que vivió en ella con sus amos, de más de ciento y diez y seis años. Fue en vida atendido y respetado de la gente ruín, plebeya y de mala crianza, y amado y venerado de los señores más principales de todas jerarquías, que nada le era negado de cuanto pedía, con el celo que en su corazón reinaba del culto divino y obsequio de Nuestra Madre de los Ángeles, habiendo vivido en esta Capilla más de treinta años solo y sin compañía humana, cuidandola y aseandola, y mientras sus años y achaques le dieron lugar alcofifandola también. El adelantó mucho el culto y devoción, las muchas Misas que se celebraron en su tiempo en esta iglesia, los Jubileos e indulgencias y que todos los altares fuesen de ánima, para cuyo logro interpuso para con el Sumo Pontífice la autoridad del Emmo. Sr. Cardenal de Solís, nuestro Hermano Mayor perpetuo que lo amó, estimó, socorrió y continuamente contribuyó para los gastos de cera y aceite para las funciones de Semana Santa y las demás del año, y para atender al Jubileo Circular que también consiguió, al cual, estando enfermo visitaría Su Eminencia dignandose subir a un zaquizamí que está sobre el almacen de los pasos, donde tenía su continua habitación y cama. Y este señor y todos los de esta ciudad parece que deseaban atenderle y condescender con cuanto pedía, más para el bien del prójimo que para sí. El promovió la devoción del Santo Rosario de mujeres que ha mucho tiempo se juntan en nuestra iglesia, de la cual salen por las calles, como antiguamente lo había, y fue de los primeros que se establecieron en esta ciudad por el venerable Padre Ulloa del orden de Predicadores, y él, con sus atenciones y súplicas, lo proveyó de Simpecado y faroles y de lo demás necesario. Todo su cuidado era la Madre de Dios: los señores albaceas encontraron en el lugar donde habitaba silicios de hierro y otros instrumentos de que usaba: y si Dios quisiere se haga por la autoridad ordinaria alguna información de su vida y virtudes, me persuado habrá muchas personas que las digan. Y luego que se feneció el entierro, los señores albaceas señalaron días y horas para que yo, el Secretario, y algunos hermanos asistiesen a hacer inventario de todo lo perteneciente a nuestra iglesia y hermandad, separando lo perteneciente al difunto, para llevarlo y cumplir su última voluntad. Cuyo inventario se hizo y se hallará puesto en el Libro que le corresponde, de todo lo cual doy fe. Melchor Lalana y Casaus» .

 

                         En su testamento, además de perdonar a la hermandad el alcance a su favor de 2.188 reales y 14 maravedises de vellón, dejó a la hermandad heredera de todos sus bienes, incluidos 3.155 reales y 28 maravedises de plata y varias cantidades más, en vales firmados por diversas personas, que resultaban otros 15.000 reales de vellón; cuyo metálico y vales fueron entregados al elegido nuevo mayordomo, Joseph Antonio Pintado, por los albaceas del difunto, Don Francisco Félix de la Barrera, conocido comerciante de la ciudad, y Don José Verges, benefactor de la cofradía.

 

                        Durante los más de treinta y cinco años de su mayordomía, la hermandad cobró un gran florecimiento, a pesar del decreciente número de cofrades negros, debido a las cuantiosas limosnas que conseguía tanto de familias principales de la ciudad –de nobles, como los duques de Medinaceli o los marqueses de la Cueva del Rey, y de comerciantes importantes, como varios de los que mencionamos en el epígrafe sobre la entrada de hermanos– como asimismo del pueblo llano, por la admiración y respeto de unos y por la fama de santidad que tenía para otros. Tanto la Capilla, sus dependencias y altares, como los pasos y enseres para la estación de penitencia, mejoraron ostensiblemente, como veremos más adelante. Y él mismo, que vivió largo tiempo en una reducida y humilde habitación, construida sobre el almacen de los pasos, costeó a sus expensas diversos objetos de culto, como el Simpecado de terciopelo celeste con vara y cruz de plata de ley, que donó en 1765 y cuyo costo ascendió a más de 2.100 reales. Su papel fue también fundamental en el crecimiento de la Congregación del Rosario, como también se verá, pero quizá su figura haya quedado unida, sobre todo, al hecho de conseguir que el cardenal Solís aceptase recibirse de hermano de la cofradía y ostentar el cargo de Hermano Mayor perpetuo, como ya señalamos.