Cap. III. La Hermandad y las reformas ilustradas: el problema de las Reglas.

 

En el último tercio del siglo XVIII, el pensamiento ilustrado, con su visión centrada en la racionalidad, cuestiona a las cofradías. Es este un fenómeno a escala de todo el Reino, e incluso a escala de todo el mundo católico. En este cuestionamiento, no exento de contradicciones y ambigüedades, coinciden tanto el poder político como el eclesiástico. Lejos de enfrentarse ambos, colaboran en el objetivo común de la que consideraban urgente necesidad de «racionalizar y purificar la religión popular de su enorme ganga de conductas tópicas, supersticiosas, formalistas y aberrantes». Todos estos adjetivos descalificadores, aplicados a las asociaciones religiosas populares, se realizan desde los intereses y la ideología del poder, que, no debemos olvidar, en esta época está encarnado, en la mayoría de los casos, en miembros varones de unas mismas familias que casi monopolizan los puestos altos tanto de la jerarquía civil como eclesiástica; familias generalmente de la nobleza media y alta, algunos de cuyos integrantes más cultos o refinados profesan ahora la ideología de la Ilustración en todo cuanto no afecte al cuestionamiento de las fuentes de su poder económico y social, y la utilizan como una nueva palanca para la defensa de sus intereses de grupo, ahora en nombre de la racionalidad .

 

El interés por controlar más estrechamente a estas asociaciones tenía un doble objetivo, ideológico y económico. Para alcanzar este doble objetivo, común al poder civil y al eclesiástico, Estado e Iglesia caminan juntos: su enfrentamiento no se producirá hasta bien entrado el siglo XIX. Por una parte, la Iglesia, que sobre todo en el siglo XVI había fomentado la creación de hermandades y cofradías como parte importante de su actividad contrarreformista, para que estas sirvieran de muro contra el avance de las ideas erasmistas y luteranas en los estratos populares, «había quedado arrollada por las cofradías y estas habían asumido el protagonismo de fiestas-procesiones-rosarios-rogativas con las implicaciones socio-políticas más diversas». Ahora, dos siglos más tarde, ya es otra época y el fortalecimiento de la autoridad de la jerarquía sobre el rebaño de fieles, sobre el bajo clero y sobre las órdenes religiosas tiene en las hermandades más un obstáculo que un cauce. Una de las finalidades principales en estos momentos es fortalecer el organigrama parroquial. La parroquia se consolida como la célula básica de la organización eclesiástica y los párrocos, al menos en la intención, se convierten en los equivalentes eclesiásticos de los funcionarios civiles: una y otra red se extiende y fortalece para actuar de correa de transmisión de arriba abajo. El Plan de Curatos puesto en marcha por el Arzobispado de en 1791, luego de un largo proceso de elaboración, fue la concreción en Sevilla de dicho objetivo

 

Las hermandades, por su parte, sobre todo las cofradías de Semana Santa, fueron fundadas y seguían residiendo, en su gran mayoría, en conventos de frailes o en capillas propias; en lugares sobre las cuales la jurisdicción parroquial no existía o era poco más que nominal, y sus relaciones con párrocos y obispos llevaba frecuentemente a conflictos o, al menos, a distanciamientos, como resultado del celo cofradiero por mantener la autonomía de sus asociaciones frente al deseo controlador de aquellos.

 

La acción conjunta de los poderes estatal y eclesiástico tenía no sólo un objetivo ideológico, en el marco del cual las hermandades difícilmente podían tener encaje, sino también un objetivo económico. Uno de los argumentos más repetidos en la ofensiva contra ellas fue que se habían convertido en la principal razón por la que muchos llegaban «a perder sus casas y familias, quebrar en sus tratos, oficios y obligaciones, y verse muy pobres y mendigos». Esta frase, si bien corresponde concretamente al corregidor de Valladolid, en 1773, bien podría haber estado en boca de la mayor parte de ilustrados, políticos o clérigos, de cualquier lugar del Reino, Andalucía incluida. Por más que la afirmación fuera evidentemente muy exagerada –y que más podría parecernos referida a los «viciosos del juego, el vino y las mujeres» o a los actuales ludópatas que a los cofrades–, constituyó una de las justificaciones principales para la ofensiva general contra las hermandades y cofradías.

 

Sin llegar a estos excesos verbales, lo que sí es cierto es que para la mentalidad racionalista ilustrada –y también para el liberalismo burgués decimonónico y el neoliberalismo económico actual, que son sus herederos– la mayoría de los gastos ceremoniales que realizan las cofradías son «irracionales» y, en todo caso, «improductivos»: músicas, pólvora, comida, bebida, realización de nuevos enseres… Y son, además, supuestas «desviaciones» de los objetivos y comportamientos originarios, que se habrían perdido o estarían sumamente debilitados. Sólo los gastos de las hermandades sacramentales son considerados como adecuados: significativamente, eran los gastos que suponían un ahorro a la organización eclesiástica, porque garantizaban el culto en las parroquias del que, si las sacramentales no existieran, tendría que hacerse cargo la parroquia misma, es decir la Iglesia.

 

La competencia que suponían las hermandades respecto a las parroquias como destino de las limosnas, donaciones y mandas de los fieles no debe ser pasada por alto. La mayoría de las Imágenes de mayor devoción eran –y en Sevilla y otros lugares lo son todavía hoy– Titulares de hermandades, de asociaciones de seglares, por tanto, y no propiedad genérica de la Iglesia o patrimonio de las parroquias. Sin duda, a párrocos y obispos el hecho de que fueran las hermandades las destinatarias de buena parte de los fondos que los católicos estaban dispuestos a entregar, por devoción o como inversión para su salvación eterna, no debía parecerles lo más adecuado, porque ello recortaba, en mayor o menor medida pero indudablemente, los fondos que podían ser controlados por la propia Iglesia. El cobro de altas tasas por derechos parroquiales a las cofradías, cuando organizaban cultos internos o externos de importancia, no equilibraba la situación.

 

Muchas hermandades –en mayor proporción las más poderosas y en menor las de sectores humildes o marginados, como eran los negros– poseían también rentas provenientes de propiedades urbanas y/o rurales. Dichas rentas, al ir destinadas principalmente a hacer posibles los gastos antedichos, eran también consideradas «improductivas» desde la lógica racionalista dominante. Ello justificaba la acción expropiatoria o desamortizadora, que empezó pronto, con el objetivo o excusa de hacerlas rentables para lo que hoy llamaríamos servicios sociales, como veremos.

 

En cualquier caso, fue en el reinado de Carlos III, y por la acción de sus más brillantes ministros ilustrados, cuando se llevaron a cabo las primeras medidas, que serían continuadas luego. Ya antes Jovellanos había escrito «De lo que nada se dice y quisiera yo que hubiese alguna reforma es en tanto número de cofradías como ha inventado la frailería». Y desde el plano eclesiástico habían sido frecuentes las admoniciones pastorales, las prohibiciones y amenazas de excomunión ante los abusos, escándalos y falta de devoción atribuidos a las celebraciones religiosas populares. El primer paso para la actuación directa del Estado fue la Real Orden de 27 de febrero de 1769 firmada por el presidente del Concejo de Castilla, conde de Aranda, tras el dictamen del fiscal Campomanes, en la que se pedía la colaboración de los Arzobispos y de las autoridades civiles para proceder a un «arreglo» de hermandades y, en concreto, realizaran una investigación o encuesta exhaustiva sobre el número y carácter de las asociaciones religiosas existentes en cada ciudad, pueblo y parroquia, sobre el tipo de gastos que realizaban, su situación jurídica y otros extremos.

 

En lo   que respecta a Sevilla, tenemos el texto de la carta de Aranda al entonces Asistente (hoy diríamos alcalde) de la ciudad, Don Pablo de Olavide, fechada en 28 de septiembre del 70. Decía así: «Conviniendo tener noticia exacta de todas las hermandades, Cofradías, Congregaciones, Gremios y cualesquiera otra especie de Gentes Colegiadas que celebren una o más Fiestas en el año, ya con la Función de Iglesia, ya con otras exteriores de gasto y profusión, bien sea a costa del común de sus individuos o de los Priostes, Mayordomos o Hermanos Mayores, o de rentas y donaciones de los pueblos: Tomará V. S. razón de cada una de las de su distrito, dirigiéndose a su Justicia y Ayuntamiento respectivo para que forme su correspondiente relación con toda claridad, informando al propio tiempo el tanto más cuanto que en cada función se gaste, manifestándolo a juicio prudencial en las que no constase de establecimiento y este se observe sin excederlo.

 

                        Habidas todas estas relaciones firmadas de los Gobernantes de los pueblos, procuraría V. S. hacer de ellas un estado general, que manifieste el total de dichas Hermandades, el de las Fiestas que hacen y el importe de ellas, siendo el objeto el de llegar a comprender la multiplicidad que en parte pueda ser tolerable y en parte inútil, causando el grave daño de destruirse anualmente muchas familias por recaer en las cabezas de ellas semejantes mayordomías, priostías, etc.

 

                        Al pedir V. S. estas noticias, prevendrá que se especifique cuales tienen el Real consentimiento, cuales solamente la aprobación del Ordinario Eclesiástico y cuales ni uno ni otro.

 

                        Con esta ocasión, será muy propio del talento de V. S. explicar su dictamen sobre la moderación, subsistencia o abolición de tales Cuerpos, procurando reducirlo a las razones más esenciales que juzgase persuasivas o convincentes, según su modo de pensar para el bien común: en cuya consideración se buscan estas noticias».

 

La respuesta de Olavide refiere concretamente a la ciudad de Sevilla y su Partido, que constaba entonces de 145 pueblos y 34 aldeas, pertenecientes a las actuales comarcas del Aljarafe, Tierra Llana de Huelva, Sierra Morena (incluyendo la Sierra de Aracena y lugares de la actual provincia de Badajoz), la campiña de Osuna y los Puertos. Solamente en la capital había «186 Hermandades, 28 Cofradías, 26 Congregaciones y 9 Ordenes Terceras, y en los pueblos de su Partido 426 Hermandades, 374 Cofradías, 50 Congregaciones y 21 Ordenes Terceras» . (Por muchos autores se dan estas últimas cifras como correspondientes a la totalidad de Reino de Sevilla, lo que es inexacto, ya que refieren sólo a su Partido).

 

De tan gran número de asociaciones religiosas, «sólo nueve han obtenido la Real aprobación, y esto no consta fuese con conocimiento de causa, formación y examen de sus reglas, constituciones y ejercicios. Todas las demás se han erigido con sólo la aprobación del Ordinario Eclesiástico, algunas con la Pontificia, pero sin haber obtenido el Regio Exequatur, y el resto sin autoridad alguna. De este abuso ha dimanado que las referidas hermandades, cofradías y congregaciones… que en la mayor parte se componen de personas legas, se sustraen de la Jurisdicción Real Ordinaria y se sujetan a la Eclesiástica, con manifiesta contravención a las Leyes del Reino y en grave ofensa a la autoridad Real» .

 

Ante esta situación de hecho, en lo jurídico, Olavide transmite al Presidente del Concejo que «sería mi dictamen que se mandase por punto general cesar toda hermandad, cofradía, congregación o Cuerpo Colegiado que no estuviese establecido conforme a las Leyes del Reino y presentase incontinenti documento que lo acreditase».

 

Incide el Asistente en el argumento, ya contenido en la propia petición de informe del Conde de Aranda, del perjuicio económico e incluso moral que a su juicio las hermandades suponían para las familias y para el propio Estado, debido al celo inmoderado y malentendido de muchos cofrades –considerados significativamente tanto en su calidad de padres de familia como de contribuyentes–, los cuales, por emulación y ostentación, causan la ruina de muchas familias por la realización inmoderada de gastos. Por ello, es su opinión «Que de dichas hermandades, cofradías y congregaciones se mande desde luego extinguir todas aquellas que carecen de rentas y cuyas fiestas y funciones se costean de las limosnas voluntarias que se recogen por medio de las demandas por el común de los hermanos o por los Priostes, Mayordomos o Hermanos Mayores, para evitar el perjuicio que un celo inmoderado y mal entendido ocasiona al público, causando la ruina de muchas familias por el errado concepto de preferir estos gastos, que en la mayor se ejecutan por emulación y ostentación, a las obligaciones esenciales que los padres de familia tienen de proveer a la subsistencia de la que está a su cargo, cuyo perjuicio trasciende también al Estado, en cuanto se aniquilan por este orden muchos vecinos honrados y contribuyentes» .

 

El carácter gremial de muchas de estas corporaciones es también motivo más que suficiente para aconsejar su desaparición: «Que también se extingan las hermandades, cofradías y congregaciones formadas de menestrales, en lo que se registra en esta Capital un grande abuso, pues no hay Gremio que no tenga su cofradía o hermandad, sin embargo de ser contrario a las Leyes y de los inconvenientes que de esto resulta» .

 

Las hermandades centradas en torno a una Imagen, sobre todo las «filiales», y todas las no orientadas a actividades asistenciales deberían también desaparecer por producir una piedad mal entendida, el fanatismo y la emulación: «Que por la misma razón se mande cesar las que se han introducido con advocaciones de algunas Imágenes, porque regularmente ocasionan perjuicio y escándalo, que produce la piedad mal entendida, la emulación y el fanatismo; por cuyos fundamentos la sabia ilustración del Consejo acaba de prohibir la procesión que el día 8 de Septiembre de cada año se celebraba a la Imagen de Consolación, sita en el Convento de Mínimas extramuros de la villa de Utrera, mandando recoger las constituciones de las hermandades erectas con este motivo. De suerte que, en mi concepto, sólo deberían subsistir aquellas hermandades y congregaciones cuyos individuos se empleen en la asistencia de Hospitales o Cárceles y en el recogimiento de los pobres«.

 

Las hermandades sacramentales y de ánimas, por el contrario, son defendidas, por los servicios que prestan: «También son dignas de recomendación las Cofradías que hay en las Parroquias de esta capital y pueblos de su partido con la nominación del Santísimo Sacramento y Animas Benditas, por lo que en el día contribuyen a mantener el Culto Divino y la decencia de los templos, que sin estos Cuerpos decaería por la gran pobreza a que se han reducido casi todas las Fábricas de dichas Parroquiales. Misas y rentas son tan diminutas que, por sí solas, y sin que mediase la piedad de los fieles que promueven dichas hermandades, no alcanzan a los gastos indispensables que ocurren. Por lo que, interin que estas Fábricas no estén completamente dotadas para que con sus rentas puedan proveer a la decencia de los templos y mantener el culto Divino con el decoro que corresponde, harían falta estas hermandades.

 

                        Pero estas y las demás que merezcan la Real aprobación habrán de recurrir al Consejo a solicitarla, y recibir el ser y autoridad de que carecen, para que, con previo examen y conocimiento de causa, se les prescriban las Reglas, Gobierno y Subordinación a que deben sujetarse, poniéndose todas conforme a las Leyes y desterrándose de una vez los abusos que por la omisión de este esencial requisito se han introducido en estos Cuerpos» .

 

El Asistente sugiere como destino de las rentas de las hermandades que hayan de extinguirse la creación de un Hospicio en la ciudad: «Las rentas que gocen las hermandades, cofradías y congregaciones que se extingan convendría, en mi dictamen, se destinasen para fondo del Hospicio que, en virtud de las órdenes del Consejo, se trata de erigir en esta capital. Ya la piedad de Su Majestad se ha dignado aplicar a este importante objeto la Casa del Colegio de San Hermenegildo, que fue de los Regulares de la Compañía (de Jesús) expatriados, con el Hospicio de Indias adyacente y la Huerta que se halla a su espalda, habiendo oído antes al Asistente de acuerdo con el M. R. Arzobispo y Regente. Pero hasta ahora no ha podido tener efecto su establecimiento por falta de rentas… Las rentas de hermandades, cofradías y congregaciones que se extingan deben tener un destino piadoso, y ninguno puede ser más recomendable que el del Hospicio adonde se han de recoger los pobres de esta provincia que tienen derecho a participar de este socorro; por lo que si esta idea mía mereciese la aprobación superior, la aplicación al Hospicio de Sevilla habrá de ser de todas aquellas rentas que pertenezcan a las cofradías que se extingan y estén situadas en ella y pueblos de su Provincia» .

 

Las respuestas y recomendaciones de Olavide y otras autoridades civiles a la cuestión planteada por Aranda venía a coincidir, prácticamente en todo, con las respuestas y consideraciones que paralelamente hicieron los Arzobispos. No hay base alguna, pues, para hablar, como algunos han hecho, de una ofensiva, o incluso de una «persecución» contra la Iglesia por parte del Estado borbónico. Antes al contrario, Estado e Iglesia coincidían plenamente, al menos en sus cúpulas y jerarquías, en el tratamiento del tema de las hermandades, como en muchos otros, porque en la época realmente la Iglesia era un poder del Estado y no una institución independiente ni exterior a este. A pesar de este consenso, el llevar a cabo la extinción obligada de la gran mayoría de hermandades y cofradías, con excepción de las sacramentales, como parecía ser el objetivo común, hubiera supuesto gravísimos problemas, ya que estas constituían parte importante del entramado de la sociedad civil y no pocas tenían relaciones estrechas con personajes situados en puestos de autoridad civil o religiosa. Además, la recogida de los informes que habían de provenir de todos los lugares del Reino fue lenta, y aún mayor lentitud tuvieron los fiscales para dictaminar sobre las propuestas que presentara Aranda en 1773 a la vista de ellos. Dicho dictamen no se efectuó hasta 1783, y sobre el mismo se basó la Resolución Real de 17 de marzo de 1784, por la cual quedaban extinguidas las cofradías gremiales y cuantas no poseían ningún tipo de aprobación, se confirmaban las sacramentales y aquellas, pocas, que poseían la doble aprobación eclesiástica y real, y se planteaba el estudio de los casos en que sólo hubiera la aprobación eclesiástica. Como estos últimos eran mayoría en Sevilla –al igual que en otros muchos sitios– la resolución no supuso ninguna medida drástica sobre las hermandades, cuya obligación se redujo, en la práctica, a hacer nuevas Reglas que fueran también aceptadas por el Consejo de Castilla y a poner el escudo de este en su heráldica. Tanto más cuanto que el propio Campomanes, prudentemente, aconsejó no apresurarse en la concreción de las medidas.

 

En el Arzobispado y Provincia de Sevilla no se llegó por esta vía a la extinción jurídica obligada de prácticamente ninguna hermandad, aunque muchas vieron acentuadas las dificultades que ya tenían por otras causas y la mayoría sufrieron un lento proceso de regulación jurídica, para que su situación legal adoptara la forma de una doble dependencia –del Arzobispado y del Consejo de Castilla–. Como la Resolución también contemplaba que sólo a las hermandades que fueran extinguidas les serían expropiadas sus haciendas y rentas, que engrosarían los fondos de juntas de beneficencia, tampoco en el plano económico se vieron las cofradías sevillanas afectadas de forma inmediata. Sí comenzaron a perder al menos parte de sus rentas y propiedades inmobiliarias algunos años más tarde, en base a los decretos «desamortizadores» de Manuel de Godoy, primer ministro y favorito del siguiente rey, Carlos IV. En lo que respecta concretamente a la cofradía de los morenos sevillanos, en el cabildo general de 6 de julio de 1806, el mayordomo, Pedro José María del Campo, expone que «se le estrechaba por el Gobierno» tanto que la hermandad derribase a sus expensas la pared ruinosa de la vivienda contigua a la Capilla, so pena de que «el insinuado derribo se tuviera de oficio en grave perjuicio de la hermandad» –cuestión que se solucionó por el adelanto por parte del Secretario 2º, Don Agustín Pérez Laín, de los 451 reales y 6 maravedís que ello suponía, ante la carencia de fondos de la hermandad para pagarlos con urgencia–, como «no menos se le estrechaba a que diese relación de las fincas que la hermandad tenía, y en su consecuencia había dado minuta de las dos casas que la hermandad tiene en Triana para la entrega a la Escribanía que corresponda» . Como ya señalamos al tratar de los bienes inmuebles de la cofradía, esta sufrió la práctica incautación de ambas casas –que había comprado en 1776, años más tarde del propio informe Olavide–, que fueron vendidas en pública subasta a comienzos de 1807, «cuyas escrituras se otorgaron en el oficio de Don Juan de Neyra, junto a la Posada de la Parra», aplicándose los ingresos de dicha venta a «obras pías», en realidad pasando a engrosar las arcas del Estado, y percibiendo la hermandad la ridícula cantidad de 427 reales de réditos.

 

Lo que sí se aceleró en los mismos años setenta, desde ambos ámbitos, estatal y eclesiástico, fueron los intentos de reformar las costumbres calificadas de prácticas abusivas en la religiosidad popular. También existe en esto plena coincidencia entre el poder civil y el eclesiástico: este último, desde siglos atrás, venía intentando reorientar muchas de estas prácticas y ejercer un control estrecho sobre ellas, para evitar «desviacionismos» e impedir una serie de comportamientos calificados como profanos y de poca devoción . Así, en 1777, en una Real Cédula firmada por Carlos III el 20 de febrero, vuelve a insistirse sobre ello, ordenando que las procesiones «se retiren antes de oscurecer, vayan con la debida decencia y compostura, no se permitan disciplinantes, empalados ni otros espectáculos semejantes, y que ninguno de aquellos a quienes se le permite llevar túnicas usen de capirotes ni se cubran el rostro de modo alguno» . En Sevilla, un mes mas tarde, el 21 de marzo, en nombre de Olavide, su teniente primero, Don Juan Antonio Santa María, publica un edicto (87) haciendo saber «a todos los vecinos de esta Ciudad, Triana y sus Arrabales, de cualquier clase, calidad o condición que sean, que habiendo llegado a noticia de Su Majestad el Rey nuestro señor (que Dios guarde) el abuso acostumbrado en todo lo más del Reino de haber penitentes de sangre y empalados en las procesiones de Semana Santa, Cruz de Mayo y en algunas otras de rogativas, cuyos penitentes más sirven de indevoción que de edificación; como también los inconvenientes que traen consigo las procesiones de noche, con motivo de la concurrencia: Por Real Cédula… se prohíbe y encarga muy particularmente no se permitan disciplinantes, empalados ni otros espectáculos semejantes en las procesiones de Semana Santa, Cruz de Mayo, Rogativas, ni en otras algunas, debiendo los que tuvieren verdadero afecto de penitencia elegir otras más racionales y secretas, y menos expuestas, con consejo y dirección de sus confesores» .

 

El edicto señalaba «una pena de veinte escudos y treinta días de cárcel» a quienes contravinieran esta prohibición, que, de todos modos, no afectaba grandemente a las cofradías sevillanas, porque salvo excepciones muy puntuales, ya se había perdido mucho tiempo atrás la práctica de la flagelación pública. Sí tuvo más efecto, y levantó mayores protestas, lo preceptuado de que «no se consientan procesiones de noche, haciéndose las que fuere costumbre y saliendo a tiempo de que estén recogidas y finalizadas antes de ponerse el sol, para evitar los perjuicios que de lo contrario resultan»: en este punto hubo resistencias pasivas y pugnas que se mantendrían durante muchos años.

 

Prácticamente a la vez que se publica el edicto del Asistente, ve la luz otro del Arzobispado en igual sentido, y en algunos párrafos con las mismas palabras, pero incluso ampliando las prohibiciones y el control (88). También comienza retóricamente haciendo saber que «habiendo lastimado el piadoso corazón de nuestro Católico Monarca, el Señor Don Carlos Tercero (que Dios guarde) las bien fundadas quejas de los abusos…», este había dictado una Real Cédula con las prohibiciones antedichas, encomendando a las autoridades tanto civiles como eclesiásticas su puesta en práctica. Por ello, además de reiterar las prohibiciones contenidas en aquella, y no consentir las procesiones de noche, subrayando sus peligros morales «por la concurrencia y la oscuridad» –la condena de la oscuridad es una obsesión permanente en los pastores católicos, porque en ella parece acentuarse irremediablemente la debilidad de la carne–, se extiende aún más en la reglamentación de las estaciones de Semana Santa, ordenando entre otras cosas las siguientes: Que los cofrades lleven «túnicas proporcionadas a sus cuerpos, de suerte que no se ridiculicen, y sean honestas y sin adornos». Que quienes realicen demandas públicas para obtener limosnas en las procesiones «sean personas de maduro juicio y prudencia, usen de pocas voces, y esas con modestia y devoción, y no sean muchachos». Que «de ninguna manera vaya persona alguna con el rostro cubierto… y que todos los cofrades y demás que asistieren a las enunciadas procesiones vayan con luces o insignias en las manos, cuidando los Curas y Beneficiados se cierren las puertas de las iglesias el Jueves en la noche, y que no se predique Sermón alguno antes del amanecer ni después de haber anochecido». Y que no se permitan «más que tres trompetas a proporcionada distancia en cada procesión».

 

Asimismo, el Edicto realiza un mandamiento que, desde nuestra óptica actual, creeríamos totalmente ajeno a la competencia eclesiástica por caer plenamente dentro de la civil, pero que en aquellos tiempos era normal, dada la fusión ya subrayada entre Iglesia y Estado: la prohibición de la venta de bebidas y comestibles en las calles de la ciudad. En palabras del Arzobispo: «para obviar la notable relajación experimentada en el quebrantamiento de ayunos, y excusar otros males que con grave dolor hemos comprendido, de acuerdo, como estamos, con la Real Jurisdicción, prohibimos, pena de Excomunión mayor y de proceder a lo demás que haya lugar, que en dichos días santos se pongan, en los sitios donde hacen sus Estaciones las cofradías, mesas de comestibles, ni licores, ni se transite con motivo de vender estos por medio de ellas».

 

Las dos cuestiones que las cofradías menos aceptaban de buen grado de todas cuantas contenían los edictos eran la de que los cofrades no pudieran llevar el rostro cubierto bajo el antifaz de la túnica y la de los horarios. Dos cuestiones que no eran nuevas pero que ahora, autoridades eclesiásticas y civiles al unísono, se les trataba de imponer definitivamente. Para lograrlo, se crearon dos tribunales en la calle, uno en la esquina de Sierpes con la Cruz de la Cerrajería –donde comenzaba el tránsito continuado de las cofradías en su marcha hacia la Catedral– y otro junto a la Cárcel Real, en la misma Sierpes ya saliendo a la Plaza de San Francisco; el primero presidido por los Tenientes del Asistente de la ciudad (hoy diríamos concejales), con escribanos, alguaciles y fuerza armada, y el otro, denominado «la Saleta», formado por los Alcaldes del crimen de la Real Audiencia. La función de ambos tribunales era hacer cumplir tanto los horarios como la obligación de ir con la cara descubierta y demás disposiciones, bajo penas de multa y de prohibición de continuar adelante.

 

Pero, como señala Bermejo, tampoco esto se demostró muy efectivo, porque muchas cofradías acudieron a diversos ardides: enviar, nada más salir de sus iglesias, la Manguilla o Cruz Parroquial que abría entonces las procesiones a la Cerrajería, para cumplir formalmente el horario, aunque este no fuera cumplido por el resto de la cofradía, o levantarse el antifaz poco antes de pasar ante los tribunales y en el interior de la Catedral. En alguna ocasión se recurrió incluso a realizar detenciones de algunos nazarenos en la calle, por ir cubiertos, como ocurrió a la hermandad de la Estrella el Jueves Santo de 1782 en la calle Castilla, por iniciativa del Alguacil mayor eclesiástico, con la consiguiente reacción popular que llegó a convertirse en motín. Por otra parte, algunas hermandades compuestas principalmente por personas de estratos medio y alto obtienen licencia especial para no tener cumplir dicha orden, como ocurrió en la primera década del Ochocientos a las de la Entrada en Jerusalén, Jesús Nazareno, Coronación, Las Tres Caídas o San Juan de la Palma. Y también algunas cofradías compuestas de personas de especial rango adoptaron la decisión de realizar la estación yendo sus cofrades «en traje de serio», es decir, vistiendo frac, incluso figurando dicho extremo en sus nuevas Reglas, como forma de distinguirse de las demás y de evadirse de la polémica de los antifaces.

 

Ninguno de estos problemas quedan reflejados en los Libros de la hermandad de los negros, seguramente porque, dado que su presidencia la ostentaba el representante del Arzobispo, como Hermano Mayor que este era de ella, se consideraba automática la obediencia a los dictados de Palacio, sin que hubiera lugar a discutirlos y menos a contravenirlos, al menos explícitamente. Además, los problemas económicos que se presentaron, cada año más acentuados, tras la muerte de Salvador de la Cruz prácticamente ocupaban las preocupaciones de los cofrades. El problema principal de la hermandad no podía ser, pues, la forma de realizar la estación sino la posibilidad misma de efectuarla, aunque tampoco hay que rechazar la influencia de las prohibiciones y del clima general sobre el entibiamiento del entusiasmo de los hermanos y sobre el descenso de las limosnas, sobre todo a partir del año 90.

 

Lo preceptuado en cuanto a la regularización jurídica de las hermandades sí, en cambio, le afectó muy directamente. Durante varios años, la cofradía estuvo sin Reglas, pues las vigentes le fueron recogidas a mediados de los ochenta por orden de la Audiencia, en base al Real Acuerdo, lo que perturbó especialmente la vida de la hermandad en una época que era ya de por sí difícil para ella. Varias veces se intentó conseguir su devolución, incluso realizando gestiones legales, como en 1787, en que se gastaron 100 reales en honorarios de un escribano público para ello. En teoría, sin Reglas no se podían reunir cabildos, pero ello se obvió para hacer posible la toma de acuerdos necesarios para la vida de la hermandad. En varios de ellos se insiste repetidamente en la urgencia de formar nueva Regla, reformando la antigua, pero como esta le había sido retirada no podía servir de base a la nueva. Así, el 21 de febrero de 1790 se acuerda de nuevo «tratar de recoger la Regla antigua, para con ella y los documentos que se pudiesen adquirir proceder a extender la nueva». Ello se reitera dos años más tarde, en cabildo de 15 de Abril del 92: en este, el Secretario, Ricardo White, «expuso que por falta de Regla no se podía usar de los Cabildos según costumbre, por lo cual la hermandad sólo atendía al culto de nuestra Capilla, el cual estaba inmediatamente al cargo de nuestro hermano Secretario (segundo) Don Agustín Pérez Laín, cuya actividad, dirección y manejo era bien notorio, y así se le suplicaba la continuación entretanto el Señor Presidente formase la Regla para su gobierno, lo cual prometió el mismo Señor» .

 

En 1794 vuelve a plantearse formalmente la petición de devolución de las Reglas retiradas, en escrito firmado por los dos Secretarios y por Manuel y Pablo de Rojas: «Los congregados a la devoción de Nuestra Señora de los Ángeles (sita en su capilla en el Barrio de San Roque, extramuros de esta ciudad), con el respeto que deben, dicen a V. S. se les recogió la Regla que observaban cuando formaban cuerpo de Hermandad, y para hacer un correspondiente y solicitar su aprobación en el el Real Consejo, arreglándose a los capítulos de su constitución y demás que les parezca justo, Suplican a V. S. rendidamente se sirva mandar se les dé o entregue para dicho fin por el tiempo que tenga a bien, estando prontos a devolverla» . Esta vez la gestión tuvo éxito y en Junio de dicho año le fue entregada dicha Regla antigua, mediante recibo, por acuerdo de los regentes y oidores de la Audiencia., aunque ello no supuso la elaboración inmediata de la nueva. Tres años más tarde, en cabildo de 12 de marzo del 97, consta la súplica al Teniente de Hermano Mayor, Don Antonio Malo –Presidente efectivo de la hermandad–, recién nombrado por el nuevo Arzobispo Don Antonio Despuig y Dameti, de que tome a su cargo «el formar Regla». Y en 1803, en cabildo presidido por el nuevo Teniente de Hermano Mayor, Don Vicente Sessé, Racionero de la Catedral y Administrador General del Arzobispado, el mismo Ricardo White recuerda otra vez la necesidad de nueva Regla. Esta, durante años, no llego a hacerse pero tampoco se le volvió a pedir la que le había sido devuelta provisionalmente: hasta finales del siglo XIX, la hermandad continuó con la Regla tradicional aunque, de hecho, la mayor parte de sus capítulos ya no regían ni podían ponerse en práctica.