Cap.II. La «guerra Mariana», el fervor concepcionista y la venta de los negros libres de la cofradía de los Ángeles.

 

En Sevilla, desde la toma de posesión del arzobispo Don Pedro de Castro, se había acentuado sobremanera el fervor concepcionista. Como es sabido, la Iglesia Católica no elevó a dogma hasta mediados del siglo XIX la creencia de que María había sido concebida sin mancha de pecado original, contrariamente a cualquier otro ser humano. Pero la creencia en este misterio y la consiguiente devoción a la Virgen Inmaculada había comenzado ya en la época del cambio de milenio, dando lugar, a partir del siglo XIII, a una polémica teológica, a veces viva y otras veces sólo latente, entre dominicos, en general contrarios a la creencia o al menos a su confirmación como doctrina oficial de la Iglesia, y franciscanos, principales defensores y propagadores de la misma, luego apoyados también por los jesuitas. En los albores de la Edad Moderna, en 1475, un franciscano, Francisco de la Róvere, elevado a papa como Sixto IV, aprobó el oficio de la fiesta litúrgica de la Inmaculada, concediendo indulgencias a quienes la celebraran, respaldando así, aunque sin elevarla a dogma, la piadosa creencia . Y, años más tarde, el emperador Carlos V recomendaría que en todos sus estados se realizasen fundaciones en su honor.

 

En Sevilla, la fiesta era celebrada en la catedral desde la segunda mitad del siglo XIV y la advocación de Nuestra Señora de la Concepción figuraba en el título de varias de las hermandades más importantes. Una de estas, la de la «Limpia Concepción «, se encontraba entre las más antiguas y principales cofradías de la ciudad, y por ello se situó, mientras duró su existencia, en lugar preeminente en las procesiones generales, sólo precedida por las de Vera Cruz, Cristo de San Agustín, los Negros –desde que fuera reconocida su antigüedad– y las Angustias. A ella pertenecía una parte importante de la nobleza sevillana, habiéndose fundado en el convento Casa Grande de San Francisco, aunque, por motivos que no conocemos, y en tiempos en que la aludida polémica debía estar prácticamente olvidada, cambió su residencia al convento dominico de Regina –que sería convertido en cuartel durante la invasión francesa y luego derribado para en su lugar instalar el mercado de la actual Plaza de la Encarnación–, desde el que hacía estación el Jueves Santo a las iglesias de San Juan de la Palma, La Magdalena, San Pablo, la Iglesia Mayor y el Salvador. Vestían sus cofrades túnicas blancas y escapularios azules –directo precedente de la actual túnica de los hermanos de la cofradía de la Virgen de los Ángeles–.

 

Un fraile dominico, precisamente del convento de Regina, en su sermón de la función de la Natividad de la Virgen, en 1613, defendió que María «había sido concebida como ustedes y como yo, y como Martín Lutero«. Esta afirmación provocó un verdadero escándalo en la ciudad y encendió lo que algunos autores han llegado a denominar «la guerra Mariana» y otros la «explosión concepcionista», en que tuvieron un protagonismo principal las hermandades y cofradías y a la que no fueron ajenas otras órdenes religiosas, que aprovecharon la ocasión para tratar de minar el poder de la orden de Predicadores, que era mucho en aquel tiempo.

 

Cuentan las crónicas que un trinitario calzado fue apedreado en la calle, al ser confundido con un dominico, por la similitud de hábito, y que por doquier se cantaba una coplilla con la siguiente letra, más agresiva que burlesca:

 

Aunque le pese a Molina

                                               y a los frailes de Regina,

                                               al Prior y al Provincial

                                               y al Padre de los anteojos,

                                               sacados tenga los ojos

                                               y él colgado de un peral,

                                               fue María concebida

                                               sin pecado original.

 

Un fabricante de sayales, Miguel del Cid, se hizo famoso por componer una redondilla, a la que puso música Bernardo de Toro, que iba de boca en boca y era continuamente repetida y escrita en todas partes. Decía:

 

Todo el mundo en general,

                                               a voces, reina escogida,

                                               diga que sois concebida

                                               sin pecado original.

 

En este ambiente de apasionados fervores concepcionistas, «deseando reparar el ultraje causado a la Santísima Virgen, se hicieron en su desagravio suntuosas fiestas, procesiones, octavarios y otros actos, en tanto número que creemos que en esta ocasión se alzó Sevilla con el glorioso título de ciudad Mariana». Se cuenta que «no quedó iglesia, lugar público, ni puerta de casa donde no se colocara la inscripción de María concebida sin pecado original, excediéndose a competencia en acompañarlo con primorosas imágenes de la Concepción que iluminaban de noche, con tanta copia de luces, que parecía toda la ciudad un cielo». La cofradía de la Santa Cruz en Jerusalém –la hoy conocida como del Silencio– realizó, en Septiembre de 1615, por iniciativa de su hermano mayor, Tomás Pérez, una solemne protestación de fe en dicho misterio y voto de «tenerlo, creerlo y confesarlo hasta dar la vida por ello«. Tras esta, prácticamente todas las hermandades sevillanas hicieron lo propio, siendo de esta época la invención del estandarte conocido como Simpecado, con imagen pequeña de la Virgen, en talla o pintura, y la inscripción Sine labe concepta .

 

Los negros, a pesar de tener su hermandad suspendida, con prohibición de salida procesional y de asistencia a actos públicos, no quisieron quedarse atrás respecto a todas las demás clases y estamentos de la ciudad y a las cofradías de estos. Incluso, su situación de ostracismo, por la persecución discriminatoria que sufrían, debió ser un acicate para hacerse notar especialmente en la competición de fervores concepcionistas en que estaban embarcadas, a porfía, todas las corporaciones sevillanas . Y así, como relata fray Pedro de San Cecilio, en un Memorial citado repetidamente por Zúñiga, Varflora, Ricardo White, Leandro José de Flores, Bermejo y otros autores, «los negros hicieron dos fiestas —que seguramente serían una de ellas en la capilla-hospital de Nuestra Señora de los Ángeles y otra en la ermita del Rosario, en Triana— que de todo punto asombraron a esta ciudad, porque no se ha visto tal suntuosidad como la suya; prueba del fervor de estos hombres y de la devoción que profesaban a la Gran Reina y a su Concepción purísima «.

 

Con el apoyo del rey, varios comisionados sevillanos, encabezados por el canónigo y dignidad de arcediano Don Mateo Vázquez de Leca, obtuvieron en Roma, de Paulo V, en 1617, un decreto del Santo Oficio y breve papal muy favorable a la creencia, que, si no declarada entonces formalmente dogma de fe, sí fue bendecida y apoyada como «opinión pía» contra la cual quedaba prohibido realizar manifestación alguna en público, del tipo de las que, sobre todo desde los dominicos, se venían haciendo. Una prohibición que cinco años más tarde, por el decreto Sanctissimus de Gregorio XV, se extendería también al ámbito privado. A Sevilla, llegó la noticia de la decisión de Paulo V el 22 de Octubre de 1617 y, para celebrarla, nuevamente se sucedieron, durante semanas, solemnes cultos en acción de gracias, procesiones y manifestaciones públicas diversas en las que el slogan más repetido siguió siendo la copla del ya entonces fallecido Miguel del Cid.

 

Y, de nuevo, décadas más tarde, en 1653, la respuesta a otro desacato cometido, esta vez en la Corte, contra dicho misterio fue causa de que se renovaran los fervores en actos de desagravio y funciones solemnísimas, que repitieron las realizadas en la segunda década del siglo y que supusieron un cierto renacer del pulso de la ciudad, tras la terrible peste del 49, en la que murieron al menos 60.000 personas –la mitad de la población–, y tras los años siguientes de hambres y miseria que culminaron con el motín popular, incruento, del 52 en el barrio de la Feria.

 

Es en el citado año de 1653, y como una de las respuestas al desacato referido, donde Zúñiga sitúa la venta voluntaria que hizo de su persona un cofrade negro para poder costear los gastos de la función de la hermandad en honor de la Inmaculada: «Muchas fiestas se pudieran referir –escribe en sus Anales–; baste por más notable lo que sucedió a los negros: juntaronse en su Capilla a querer hacer su fiesta, y ofreciendo cada uno lo que cupo en su pobreza liberal, conociendo que, para lo que intentaban, no bastaba ni con doscientos ducados más, los ocupó extraña aflicción, hasta que un virtuoso negro libre, con heroica resolución, ofreció empeñar su libertad para juntar aquel dinero y quedar esclavo de quien lo supliese, a trueque de que su color no dejase, por defecto de caudal, de hacer aquel obsequio a la Soberana Virgen, que en tal demostración nunca pudo ser pequeño, aunque lo fueran sus autores en la suposición del mundo: devoción notable, y que en la general de la Ciudad hizo grandísimos efectos «.

 

Existe, en este tema de la venta de la propia libertad para costear brillantes fiestas a la Virgen y reafirmar el nosotros étnico que encarnaba la cofradía, alguna confusión en las fuentes. Como hemos visto, Zúñiga, y tras él cuantos en él se basan, que son la mayoría de los autores, incluido Ricardo White en su síntesis histórica de finales del XVIII incluida en los Libros de la hermandad, hablan de las fiestas concepcionistas de los negros en dos ocasiones diferentes: en 1615 y en 1653, situando en este último año la autoventa del cofrade negro. En este mismo sentido, en su Discurso historial de la Capilla Real de Sevilla, escrito en 1672, José Maldonado de Saavedra señala: «Quisieron, pues, los negros hacer su fiesta y en ella celebrar su voto como las demás. Juntaronse, y habiendo cada uno ofrecido lo que podía para el gasto, se reconoció no era bastante, porque serían menester más otros doscientos ducados. A esto se ofreció un negro, que siendo libre, si había quien prestase este dinero, él le serviría de esclavo, porque no faltase este pequeño obsequio que esta hermandad quería hacer a la Virgen. Hicieron diligencias, y uno de ellos, conocido de Gonzalo Núñez de Sepúlveda, le pidió este préstamo: mandó le llevasen al moreno que se quería vender, y teniéndolo presente supo de él el gusto con que se ofrecía a ser esclavo por servir con su libertad a la Madre de Dios. Admirado Gonzalo Núñez de lo que tenía delante de sí, mandó dar de limosna a los morenos los 200 ducados, ofreciéndoles, si fuese necesario más, acudiesen a él; al moreno dio otra limosna y que en sus necesidades acudiese a él, pidiéndole no perdiese su libertad «. Este Gonzalo Núñez de Sepúlveda era un caballero principal de Sevilla, muy devoto de la Inmaculada, a la que había dotado su octava en la Catedral, el cual, enterado de la puesta en venta del cofrade negro, ante la cruz que desde entonces se denominó de esta manera, «mandó que lo comprasen en doscientos ducados y después le dio la libertad «, al decir de Matute, que recoge en sus Anales también este hecho con ocasión de la muerte del hidalgo, en 1656.

 

Pero Manuel Serrano y Ortega, historiador de comienzos del siglo veinte, en su obra El libro de la Concepción, sitúa el hecho a finales de los años diez –en el contexto de la «primera ola» de los fervores concepcionistas–, y se trata no de un negro innominado sino de dos negros que ostentaban cargos importantes en la hermandad. Según un acta de cabildo, hoy desaparecida, que pudo consultar dicho historiador: «Fernando de Molina, Hermano mayor desta Cofradía, y Pedro Francisco Moreno, que hace el oficio de alcalde en ella, decimos: que faltando el dinero para nuestra fiesta y no teniendo modo de haberlo, con altas voces que dimos, pregonamos que si se hallase alguno que diese sobre nuestras personas, que éramos libres, doscientos pesos de a ocho, nosotros quedaríamos por esclavos de quien los diese para nuestra fiesta. Oído esto, salieron algunos devotos y nos dieron hasta ochenta pesos de limosna, y Gerónimo Rodríguez de Morales nos ha prestado ciento y veinte sobre nuestras cartas de libertad, con que ya tenemos para nuestra fiesta, que puede cuando quisiere determinarla la cofradía«.

 

Ambos cofrades, ocupantes de cargos muy importantes en la Junta de Oficiales, salieron –añade Serrano Ortega– «por las calles de Sevilla ofreciendo su libertad en venta, con el fin de obtener algún caudal. Así recorrieron toda la ciudad hasta que encontraron quien los comprase, verificándose el trato en la antigua calle de Catalanes, frente a la desembocadura que a la misma tenía la de Colcheros, y junto a los muros del convento de San Francisco, en cuyo mismo lugar se colocó para recuerdo una Cruz, que hoy por desgracia no existe«. En efecto, la Cruz del Negro estuvo, efectivamente, en la confluencia de las actuales calles Granada y General Polavieja, frente a la fachada lateral del Ayuntamiento, hasta 1836, en que fue retirada; aunque parece existía antes del hecho descrito, que sí daría lugar a conocérsela desde entonces por ese nombre. En el monumento a la Inmaculada erigido en 1917 en la Plaza del Triunfo, figuran los nombres de los negros Molina y Moreno entre los de aquellos que más se han distinguido históricamente en Sevilla en la devoción concepcionista (24).

 

Creo que los dos ofrecimientos descritos de venta de su libertad por negros libres de la cofradía, situados a casi cuarenta años de distancia uno del otro, debieron ser ciertos y diferentes, ya que, en el caso más antiguo, se trata de dos cofrades y, en el segundo, sólo de uno. Además, son diferentes las personas, con nombres concretos, que resuelven el problema; en el primer caso, prestando 120 pesos sobre las cartas de libertad de los dos cofrades, y, en el segundo, dando de limosna los 200 ducados pedidos, sin ninguna contraprestación por parte del moreno que ofrecía su libertad. Ambos hechos, al correr de los tiempos, fueron difuminándose en la memoria y fusionándose en uno solo, e incluso llegaron a ser referidos a una persona que vivió más de cien años después de uno y otro: en la propia Capilla, en la lápida que hoy subsiste, seguramente colocada en el siglo XIX, sobre el enterramiento de Salvador de la Cruz, fallecido en olor de santidad en 1775, se lee que fue este cofrade, muchos años mayordomo de la hermandad, el protagonista de la famosa venta de su libertad.

 

¿O cabe pensar que también en pleno siglo XVIII hubo una tercera ocasión de ofrecimiento de la libertad para sufragar gastos de la cofradía? ¿Y pudieron haber más casos de los recogidos? Aunque a primera vista parezca difícil admitirlo, no sería prudente descartar ambas posibilidades del todo, aunque una afirmación en tal sentido también sea de difícil demostración. De todas formas, los hechos a situar entre 1615 y 1620, el primero de ellos, y en 1653, el segundo, quedan entre los más destacados de la historia de la cofradía. Quizá algunos pudieran considerarlos, desde la mentalidad actual, más legendarios que históricos, pero ello sería inadecuado, tanto más cuanto que la posibilidad de llegar a ser esclavo por voluntad de un hombre libre era una de las tres causas de servidumbre –de esclavitud– que está recogida desde el código medieval de las Siete Partidas. Y aún más: sobre todo en las colonias españolas de América, era posible, y hasta, a veces, muy frecuente, incluso avanzado el siglo XIX, la situación de esclavos que se arriendan a sí mismos, previo el pago a sus amos de una cantidad predeterminada, y también la de esclavos coartados, que son aquellos que compran una parte del precio total de su libertad, adquiriendo con ello el derecho prioritario, sobre cualquier otro comprador, a «autocomprarse» totalmente pagando la diferencia entre el precio fijado por el dueño para su venta y la cantidad ya adelantada en la coartación. ¿No habría que leer el ofrecimiento de venta de su libertad por parte de los cofrades de la hermandad de los negros sevillanos como una especie de coartación a la inversa o de arrendamiento temporal de dicha libertad? Creemos que atendiendo al contexto de lo que era la esclavitud en la época, tanto en términos jurídicos como respecto a su realidad sociológica, se nos hace mucho más fácil entender esas ventas, que no necesariamente tenían que representar, incluso si se hubieran materializado, la esclavitud completa y para siempre.

 

Aunque ello no restringe, en modo alguno, el valor simbólico y las consecuencias reales que hubieran podido tener estos ofrecimientos, que son realmente singulares por el objetivo que perseguían, totalmente alejados del interés personal y encaminados a hacer posible la existencia no vergonzante sino orgullosa de la cofradía negra. Y que debemos entender como un sacrificio personal para hacer posible el despliegue de la devoción colectiva de la etnia más dominada y despreciada al mismo nivel que el de las otras corporaciones, incluidas las más poderosas, de la ciudad: el interés del yo personal se sacrifica a la reafirmación orgullosa del nosotros colectivo, y hace posible la plenitud de este por la vía de la participación en el pugilato simbólico con la etnia dominante y sus clases más poderosas en torno a la devoción y las celebraciones en honor de Nuestra Señora sin pecado concebida .