Capítulo V. La evolución del barrio: ya no hay murallas.

                        Como sabemos, antes de por este nombre, lo que fue inicialmente un pequeño núcleo de viviendas y edificios extramuros de la ciudad cercanos a la Puerta de Carmona, fue conocido como barrio de San Agustín, por la cercanía del convento y casa de ese nombre. El arroyo Tagarete, que corría paralelo a la actual calle Arroyo, lo separaba del barrio de la Calzada, en las inmediaciones del monasterio de San Benito, en la antigua calzada romana hacia Carmona. A finales del siglo XVI –como también indicamos en su lugar– el conjunto de la collación, ahora ya de San Roque, que incluía ambos barrios, contaba unos 400 vecinos y 1.683 «personas de comunión» –es decir, excluidos los niños «antes del uso de razón»–.

 

                        Pero la collación fue creciendo, hasta llegar en 1684 a los 500 vecinos y 2.069 «personas de comunión»; que serían ya 800 y 3.170, respectivamente, en 1791; y 1.070 y 3.318 en 1813, según los datos recogidos por Leandro José de Flores A finales del XVIII y comienzos del XIX, la población de la feligresía sólo era superada por la de siete collaciones de la ciudad: Santa Ana, el Sagrario, la Magdalena, El Salvador, San Vicente, San Lorenzo y Omnium Sanctorum; superando a las restantes y contando con más del triple de habitantes que muchas de ellas, concretamente Santa María la Blanca, San Nicolás, San Esteban, Santa Cruz, San Ildefonso, Santiago, San Andrés, San Miguel y San Julián.

 

                         La condición de extramuros, sinónimo en gran parte de marginalidad, definió al barrio durante siglos, hasta que la Junta constituida en la revolución de Septiembre de 1868 decidió destruir las puertas y todo el lienzo de murallas exentas que la rodeaba. Con ello, si bien el barrio perdió uno de sus monumentos más emblemáticos, que era la Puerta de Carmona, situada entre las actuales calles de Tintes y Mosqueta, y que era «una de las más bellas del recinto», como escribiera en 1841 la famosa escritora Fernán Caballero, pudo integrar en el casco histórico de la ciudad a una parte de su caserío, el situado entre la calle Recaredo –nombre que adoptó en 1859 la antes denominada Ancha de San Roque– y las antiguas murallas o Muro de los Navarros, y extenderse a mayor velocidad hacia el exterior de la Ronda, mediante varias reformas urbanísticas.

 

                        Como ya también expusimos, al principio el núcleo fundamental del barrio lo constituía una manzana compacta de casas, la mayoría de ellas corrales muy humildes, que iba desde la misma muralla a la explanada o calle Ancha que la separaba del convento agustino y luego, desde finales del XVI, también de la primitiva iglesia de San Roque. Dicha manzana, en su mayor parte, estaba dividida en dos por la calle Conde Negro, así llamada desde el siglo XVI, como sabemos, por aquel Juan de Valladolid que fuera mayoral y juez de los morenos en tiempos de los Reyes Católicos, aunque en ocasiones fuera también conocida como «de las Torres», por las de la muralla que podían verse desde ella. Esta calle Conde Negro era un fondo de saco que, tras hacer ángulo recto, se abría a la Ronda perpendicular a esta. Así puede verse en el famoso plano de Sevilla en tiempos de Olavide, a finales del XVIII. En 1859, al tramo más exterior de la calle, el que partía de la ahora calle Recaredo, se le adjudicó nombre propio, el de Guadalupe, por el gran cuadro de la patrona de México que –como también conocemos– existe desde el siglo XVIII en la vecina capilla de Nuestra Señora de los Ángeles. Como puede verse, la influencia en el barrio de la presencia varias veces centenaria de la hermandad de los negros se dejaba sentir hasta sobre el callejero.

 

                        Pocos viviendas hubo durante mucho tiempo al otro lado de la calle Ancha, aunque fueron surgiendo, al igual que otras construcciones, como la fábrica de curtidos de la que fue propietario Ricardo White en las décadas finales del XVIII y primeras del XIX, o la también cercana Fábrica del Salitre.

 

                        Las condiciones higiénicas de la zona eran muy deficientes, tanto por la pobre calidad de las viviendas como, especialmente, por los vertidos sólidos y, sobre todo, por los desagües fétidos que venían a parar al barrio, lo que se agudizaba con las repetidas inundaciones que sufría la ciudad, aquí aún más frecuentes por la vecindad del Tagarete. Todo ello propiciaba las enfermedades, sin necesidad de que fueran epidémicas, como se resalta en un informe de 1785, realizado tras una de esas arriadas por la Real Academia de Medicina. En él se señala que en los barrios de San Roque, la Calzada y San Bernardo –los tres que había extramuros al este de la ciudad–«la enfermedad reinante son las tercianas, algunas fiebres sinochal y viruelas en muy pocos. Aunque la causa general existe en la atmósfera, o aire que inspiramos, saturados de los cuerpecillos malsanos que contiene, se nota que en los barrios o parajes que estuvieron inundados y, lo que es más, inmediatos a los sitios por donde corren aguas impuras o están detenidas por no darles curso, abundan más los enfermos y aún se hace más rebelde su curación».

 

                        Como es fácil comprender, la población del barrio era muy predominantemente modesta, compuesta de trabajadores, tanto del campo como en algunas de las fábricas artesanales de la ciudad y en el servicio doméstico de familias nobles y acomodadas. No es nada extraño, pues, que en la calle Conde Negro y otras próximas convivieran durante siglos un número significativo de morenos junto a blancos de muy humilde condición, en corrales abiertos a patios interiores donde habitaban muchas familias en condiciones en general muy precarias. Joaquín Hazañas, en su Historia de Sevilla de finales del XIX, escribe que «aún subsisten, y yo he alcanzado a conocer, albergados y recogidos, negros de ambos sexos”. La zona no podía menos que tener mala fama, y serían pocos los ciudadanos que se aventuraran a introducirse en los callejones entre la Ronda y la muralla: allí vivieron durante siglos gentes marginadas por la sociedad y criminalizadas por esta: incluso treinta años después de desaparecida la muralla, en los días siguientes a la riada de enero de 1897, el diario El Porvenir se permitía comentar: «Es una calle, la de Conde Negro, habitada por perdidos de las más bajas estofas, por mendigos de profesión, por gente maleante, desarraigados, tullidos y matones. ‘Aquí habemos seis sinverguenzas’ (sic), nos decía a las puertas de una de aquellas casas un viejo borracho al ser preguntado por las personas que en el corral habitaban. Aquello parecía una Corte de los Milagros».

 

                         Desde mediados del siglo, sin embargo, el barrio había venido ya siendo objeto de importantes transformaciones. La misma calle Conde Negro había dejado de ser un largo callejón con sólo una entrada, al haber sido prolongada y abierto en ella dos nuevas salidas a Recaredo, una en su mediación, la calle San Primitivo, y otra en su final, la de Tenorio –desde 1935, Almirante Tenorio–, que tras la destrucción de gran parte del lienzo de la muralla se profundizó por el otro lado en los años setenta, al igual que Guadalupe, hasta desembocar en Navarros.

 

                        Mucho antes había comenzado la urbanización de la calle principal, la Ancha de San Roque, luego Recaredo, en la que habían ido surgiendo muchos corrales para albergar a familias de honrados trabajadores. Ya a finales del XVIII se habían allanado los montículos de escombros que estaban en su final, frente a la Puerta del Osario, y a mediados del XIX se construyó en ella un arrecife arbolado y se abrió, como barreduela sin salida, en su extremo hacia la Puerta de Carmona, la calle Concepción, paralela al comienzo del Muro de los Navarros, adoptando este nombre de la imagen que, en un pequeño retablo, había en dicha Puerta. En los años 70 y 80 surgieron ya las primeras manzanas de casas de pisos, de dos plantas, toda una novedad, en su final hacia la Puerta Osario, entre las calles Diego de Merlo y Puñonrostro –todavía hoy conservadas–, y también enfrente y conformando la calle Gonzalo Bilbao. La fábrica de harinas en la esquina de esta calle con Recaredo, obra del arquitecto Francisco Ortiz Santaella, se construyó en 1884. Y en los mismos años se abrieron, sobre la antigua huerta del exconvento agustino –que en 1873 deja de ser presidio para convertirse en mercado– las calles Fray Alonso y Amador de los Ríos. Antes, en 1859, la calle del Cementerio, a espaldas de la parroquia, había sido también prolongada y cambiado su nombre, en un signo de optimismo reflejo de los nuevos tiempos, en Salud –nombre que en 1955 perdería para adoptar el de Virgen de Gracia y Esperanza–, mientras que Júpiter, antes llamada Pompeyo, se prolongaba hacia el Tagarete, si bien no tuvo salida a la Ronda hasta entrado el siglo XX. Por su parte, la explanada o Plaza de San Roque –desde 1896 llamada de Carmen Benítez, en honor de la donante de los terrenos y edificio para las Escuelas Públicas que luego se conocerían como «colegio del reloj»– era lugar de juegos y espectáculos, y en ella se realizaba la Velada de la Virgen de los Ángeles los tres primeros días de Agosto.

 

                         A la altura de las últimas décadas del XIX, el barrio, pues, se había incorporado ya plenamente a la ciudad, y sólo subsistían en él algunos residuos de la marginalidad que le había caracterizado durante centurias. La mayor parte de su población, empero, seguía estando compuesta de trabajadores modestos, aunque ya también había algunos vecinos de un cierto mayor nivel económico-social. La preocupación por defender el descanso laboral en domingos y festivos que reflejaba el proyecto anteriormente citado de Reglas de la creada en 1875 hermandad del Cristo de San Agustín, nos está indicando claramente el carácter obrero de sus promotores, en su mayoría modestos vecinos del barrio con espíritu religioso. Y fue este el marco en que, el año 1896, disuelta dicha cofradía, pasó a convertirse la de los negritos en la hermandad no sólo, desde hacía siglos, en el barrio sino del barrio.