Cap.II, Hacia la normalización: la adquisición de la imagen del Cristo y la estación de penitencia.

La reducción forzada de cofradías, pretendida desde los tiempos de Niño de Guevara y el Sínodo de 1604, fue finalmente decretada en 1623, el último año del arzobispado de Don Pedro de Castro, de común acuerdo entre este y el asistente de la ciudad, Don Fernando Ramírez Fariña. El año anterior habían hecho estación nada menos que 36 cofradías en Sevilla, sin contar las de Triana, que como se sabe no cruzan el río, «con cuyo motivo ocasionaronse tales inconvenientes y escándalos que el Consejo de Castilla viose obligado a interveni «. Aunque poco o ningún tiempo duró la reducción, por la oposición a ella de las cofradías, es muy significativo el criterio utilizado en el trato recibido por unas y otras..

 

Las más importantes –medida esta importancia por la calidad, por supuesto social, de sus cofrades– permanecieron sin cambios: fueron los casos de la Vera Cruz, la Limpia Concepción, la Antigua, Santa Cruz en Jerusalem, Pasión, Expiración (hoy Museo) y Santo Entierro, a las que fueron añadidas, por motivos que desconocemos, las Cinco Llagas y también la del Cristo de San Agustín, aunque a esta se le ordena no entrar en la ciudad e ir a la Cruz del Campo «como antiguamente «. A varias más –La Humildad y Cena, Las Angustias del Carmen, la Hiniesta, la Coronación, el Dulce Nombre de Jesús, el Rosario de MonteSión y la Soledad– se les agrega una o dos cofradías, consideradas de menor rango: la Columna y Azotes, el Lavatorio, la Virgen de Regla, la Palma, Conversión del Buen Ladrón, Presentación (de los mulatos), Exaltación, Despedimiento y Virtudes, San Juan Bautista, San Juan Evangelista (Siete Palabras), el Socorro, la Piedad, Guía y Lanzada, el Traspaso (Gran Poder) y las Tres Necesidades (Carretería).

 

La cofradía de los negros ni siquiera es citada. La suspensión que pesaba sobre ella hacía que no se la tuviera en cuenta a ningún efecto, tanto más cuanto que no habría podido ser agregada a ninguna otra y tendría que haber permanecido independiente, como las más principales de la ciudad pero por motivos diametralmente opuestos: la imposibilidad de mezclar a negros con blancos en una misma procesión y en unos mismos cabildos (el límite podía ser la aceptación de los mulatos, con su cofradía, pero no de los morenos con la suya).

 

De todas formas, la bula pontificia de 1625 y el protagonismo de la hermandad en los cultos concepcionistas constituyeron los puntos de partida para la normalización de la vida de esta y el comienzo de aceptación de su existencia por los poderes que hasta entonces habían procurado su desaparición. Entonces se plantea, lógicamente, como uno de los objetivos principales, la reanudación de la estación de penitencia y, en relación con ella, se adquiere la imagen de un crucificado que había realizado pocos años antes uno de los más famosos imagineros de la Sevilla de entonces: Andrés de Ocampo.

 

La imagen del Santo Cristo, que hasta 1727 no aparece por primera vez con la advocación de «Cristo de la Fundación » –en recuerdo, sin duda, de la primitiva fundación para negros que realizara el arzobispo Don Gonzalo de Mena–, fue realizada en 1622, meses antes de morir, por quien ha sido considerado por los historiadores del arte como «el primer gran fruto de la escuela escultórica sevillana». Nacido en Villacarrillo, Jaen, en torno a 1555, desde cuando tenía aproximadamente doce años residió y trabajó en Sevilla, salvo cortas estancias en Córdoba y Granada. Durante siete u ocho años trabajó como aprendiz en el taller del famoso imaginero castellano afincado en la ciudad, Jerónimo Hernández, aprobando el examen de maestro escultor en 1575 y montando su propio taller, en el que trabajaría sin interrupción 48 años, con varios oficiales y aprendices, entre los que se contó durante un tiempo su sobrino, Francisco de Ocampo, que fuera también notable imaginero aunque con fama por mucho tiempo eclipsada por la de su tío Andrés. La influencia de este sobre Martínez Montañés y otros escultores señeros de la imaginería barroca sevillana es evidente y ha sido repetidamente subrayada por los historiadores del arte, que lo consideran hoy una figura clave en la historia de la escultura andaluza, representando la transición entre el clasicismo renacentista y las más dinámicas e hiperrealistas manifestaciones barrocas características de los más famosos imagineros que fueron contemporáneos suyos, la mayoría más jóvenes que él y de más acentuado barroquismo que el maestro.

 

En el detallado inventario de bienes que realizara su viuda –que fue su cuarta mujer–, tres días después de la muerte del maestro el 10 de enero de 1623, en que fue enterrado en la parroquia de San Vicente, se encuentra la anotación siguiente: «Un crucificado de dos varas, de cedro, la cruz tosca de borne, sus clavos de hierro y título, acabado «: era el que, pocos años más tarde, habría de ser titular de la cofradía negra de la Virgen de los Ángeles. Varios crucificados más había realizado Ocampo: el del retablo principal del monasterio cordobés de Santa Marta, en 1592; el de la parroquia sevillana de Omniun Sanctorum, del mismo año, destruido en los sucesos de julio de 1936; el que remata el retablo de la iglesia de San Martín, también en Sevilla, de 1606; y el de la catedral de Comayagua, en Honduras, encargado por el rey Felipe IV y embarcado en el puerto de Cádiz en 1621. También se le atribuyen el crucificado del Socorro, de la parroquia trianera de Santa Ana, que fue titular de una cofradía desaparecida, y el de la parroquia de Nuestra Señora de la Luz, en Los Silos, Tenerife.

 

El Cristo, que es de madera de cedro y tiene una altura de 1’62 metros, difícilmente pudo ser encargado a Ocampo directamente por la hermandad, ya que esta no había logrado aún la ratificación pontificia y continuaba suspendida cuando la imagen salió de la gubia del maestro. No es de creer que, en esa situación, se decidiese a realizar un encargo tan importante a un escultor de tanto prestigio –y, por ello, caro– como era Andrés de Ocampo. El profesor Palomero considera que la talla es una réplica del Cristo de Comayagua y que fue esculpida pensando en venderla a alguna institución de las colonias americanas, lo que quedaría reflejado en el hecho de que en la firma figurase el haber sido hecha en Sevilla, anotación que pudiera entenderse innecesaria si hubiera sido realizada para la ciudad. No tenemos bases ciertas para confirmar o rechazar esta hipótesis, pero lo cierto es que la imagen, totalmente concluida en su talla y puesta en la cruz, permanecía en el taller a la muerte del imaginero. Su autoría no estaba documentada hasta la restauración que hizo al Cristo, en 1940, Agustín Sánchez Cid: entonces se descubrió en su interior, en un ensamblaje de la espalda, un pequeño pergamino rectangular, de aproximadamente 95 por 40 mm., con la siguiente inscripción: «Este cristo se hizo en sevilla, año de mil y seizientos y veinte y dos. hizolo andres de ocampo, maestro escultor «.

 

La hermandad compró el Cristo al pintor Pablo Legot, en cuyo poder se hallaba y que pudo ser quien lo encarnara, en marzo de 1635. El contrato de compra-venta fue firmado, en nombre «de la Cofradía de Nuestra Señora de los Ángeles, que está sita en la collación de Señor San Roque, fuera de la Puerta Carmona «, por el alcalde Juan de Lemos, el mayordomo Pedro de Lisboa, el hermano mayor Agustín de Arauz, el diputado mayor Francisco de Góngora, el escribano Francisco de San Buenaventura y el hermano Luis Cuadrado. Aunque, sin duda, no sea otra cosa que una coincidencia, no deja de ser interesante el hecho de que el precio en que fue adquirido el Cristo coincide con el valor medio que tenía un esclavo negro en aquel tiempo: 1.400 reales de vellón.

 

¿Es la imagen dolorosa de la Virgen de los Ángeles posterior al Cristo? La respuesta creemos debe ser rotundamente negativa, ya que, como ha sido señalado alguna vez, a partir de estos años los libros de cuentas de la cofradía existen sin interrupciones y en ellos, donde están anotados hasta los más menudos gastos y donaciones, no figura desembolso ni donación que se refieran a imagen alguna de Dolorosa. Por ello, hay que aceptar que la actual titular de la cofradía se remonta, por lo menos, al primer tercio del siglo XVII, e incluso lo lógico sería pensar que la imagen fuera de la segunda mitad del XVI, ya que el primer cuarto del Seiscientos no fue, como sabemos, precisamente una época tranquila para la hermandad y muy dudosamente podría esta haberse embarcado en un proyecto tan importante como el encargo de imágenes.

 

El análisis de las características estilísticas de la Virgen de los Ángeles, incluso antes de la última importante «restauración» sufrida en 1984, tras una serie de retoques más, sobre todo a lo largo de nuestro siglo, no despejaría las dudas en torno a la antigüedad y posible autoría de la talla; problema este que comparten casi todas las no muy numerosas Dolorosas sevillanas que se remontan más allá del siglo Dieciocho, las cuales, por componerse sólo del rostro y las manos, han animado más que las tallas completas de la mayor parte de los Cristos a ser repetidamente reencarnadas, retocadas, remodeladas o, en el mejor de los casos, mal tratadas, según los gustos e ignorancias de cada época. Las evidencias no estilísticas sino historiográficas, aunque sean indirectas, pueden ser, en casos como este, el camino más adecuado para situarlas.

 

En los inventarios más antiguos que se conservan, de 1625 y 1644, figuran ya dos imágenes de Virgen: una «de alegría » (hoy diríamos de gloria) y otra «de pasión«. Esta última debía ser la actual Dolorosa, mientras que la primera, sobre la que existe una anotación en el correspondiente libro de cuentas, en 1645, de 14 reales «para aliño del berdugado (encarnadura) de la Madre de Dios de alegría «, debía ser más antigua, previsiblemente la primitiva imagen de la hermandad antes de incorporar la Dolorosa para la estación de disciplina: su altura era de media vara y poseía vestidos blancos y azules. Esta imagen siguió recibiendo culto en la Capilla, como lo atestiguan los inventarios sucesivos, aunque el papel central fue crecientemente ocupado por la Virgen de los Ángeles Dolorosa. A partir del siglo XVIII no aparece ya en los inventarios de la hermandad, aunque todavía hay referencias indirectas a ella.

 

Antes de adquirir el Cristo realizado por Ocampo, la hermandad poseía, como consta en el inventario de 1625, un crucificado grande, de pasta, que estaba colocado en la capilla sobre un sitial «de esterlín morado con flecos de hilera amarillo y morados «. Tras la adquisición del nuevo crucificado, el antiguo, que no debía ser de mucho mérito artístico, debió donarse a alguna otra institución, ya que desapareció enseguida de los inventarios. En el citado de 1625 –que actualmente no se encuentra en el archivo de la Hermandad, aunque fue publicado hace unos años– existen dos pasos: uno para la Dolorosa, «con diez varas negras (en lugar de los doce varales actuales), con perillas doradas» y «un palio de tafetán negro doble, con flecos, alamares y borlas de seda amarilla y negra «, y otro compuesto por «una Cruz y cuatro ángeles de pasta vestidos, con las insignias de la pasión«. Este no fue un paso de tipo alegórico, como alguien ha llegado a apuntar, sino el que sirvió para el Crucificado anterior al Cristo de Ocampo y en los primeros tiempos de esta Imagen en sus salidas en Semana Santa. De todas formas, lo que sí es seguro es que un crucificado procesionaba antecediendo a la Virgen de los Ángeles dolorosa a finales del siglo XVI y primeros años del XVII: recuérdese que uno de los testigos en el pleito de 1604 había declarado que, en un año anterior, el Santo Cristo de la cofradía había recibido una pedrada junto a las gradas de la catedral.

 

Durante el siglo XVII, el Cristo de Ocampo tuvo tres pasos diferentes: el primero, posiblemente el mencionado, que es sustituido, tanto en su urna (canastilla) como en su calvario, por uno nuevo en 1642, año en que también se construye una nueva parihuela del paso «de la Imagen» (de Nuestra Señora de los Ángeles); todo ello realizado por el carpintero de la collación de San Esteban, Francisco Torres, por un monto total de 700 reales. Este mismo año el paso es pintado y dorado (hay que suponer que sólamente en los perfiles) por Miguel Miranda, con un costo de 10 ducados (110 reales). En 1673 se renueva otra vez el paso, que durante varios años permanece sin dorar, y se adquieren para él faldones negros.

 

En 1641 se compran veinte varas de anascote negro para realizar un manto de salida para la Virgen, con un costo de 200 reales de vellón, más otros 25 de «cortar dicho manto y hechura y cuatro metros de ladillo«. Por entonces, en la procesión de Semana Santa la imagen lleva «un guardainfante de palo, que se pone a Nuestra Señora «, y en las manos «una toalla grande «, es decir un sudario o mortaja de tela blanca. En 1679, ante el escribano de la hermandad Juan Enriquez, se firma el siguiente documento, sobre un nuevo palio: «Digo yo, Gracia Josefa, y juntamente yo, Margarita Pacheca, que nos obligamos a dar el palio de Nuestra Señora de los Ángeles para que salga la Cofradía, y en no trayéndolo dos días antes del Jueves Santo, que no salga la Cofradía. Y por verdad lo firmamos así«. Tanto este palio, como un manto de 32 varas de terciopelo –que sustituía al anterior, de anascote– fueron donados por «nuestra hermana mayor la madre Gracia «, a base de juntar limosnas. Desgraciadamente, la madre Gracia murió antes de terminar de pagarlos y ambos enseres permanecían durante todo el año en poder del mercader de la alcaicería Thomás Sánchez, quien los cedía para la salida procesional, recogiéndolos luego. En este momento son ya doce, y no diez, las varas del palio.

 

Ambos pasos llevaban candeleros de madera pintados de azul, que era también el color de las varas de los cofrades y de las astas de las insignias, como se refleja en el recibo firmado en 1641 por el maestro pintor Diego Lorenzo, por un montante de 65 reales.

 

Para la estación de penitencia, las túnicas de los nazarenos no eran propiedad de la hermandad; esta había de alquilarlas a otras cofradías o, más frecuentemente, a particulares, hasta que en 1678 se recibió una donación de «125 túnicas de esterlín moradas, que nos la dio de limosna los hermanos del Santo Cristo de San Agustín, en presencia de los alcaldes Joseph del Pino y Manuel Francisco Estensor «. No es esta la única donación que reciben los morenos de otras cofradías: cuatro años antes, la de la Columna y Azotes había regalado unas andas para el paso de la Virgen.

 

Las insignias que figuraban en la procesión de Semana Santa en la primera mitad del siglo XVII eran las siguientes: «una cruz de bronce con su pie de madera azul «, «un Senatus populum con letras de oro y su lanza «, «una banderola de tafetán azul bordado de plata con puntas de plata», a la que se añadiría años más tarde otra, también azul, de terciopelo; «una manguilla de damasco azul con galón de oro fino», y, lo que es muy interesante, «un guión de mujeres de raso azul, pasamanos, flecos y borlas de seda azul y blanco «, que demuestra la presencia de las mujeres negras en la estación de penitencia, aunque, por mandato del arzobispado, iban separadas de los hombres. La insignia principal de la hermandad era, lógicamente, el estandarte con el escudo de los ángeles. En 1642 se estrena uno nuevo, que es, como el antiguo, de damasco azul, cuyo costo ascendió a 550 reales más 125 de los cordones y flecos, sustituyendose en 1676 por otro, también «de damasco azul, con su flueque de plata, que tiene veinte varas y cinco paños, con sus cordones de seda y plata con sus borlas» .

 

En 1649 figura ya en los inventarios «una toalla de la cruz de penitencia «, que otras veces es denominada «la cruz de sangre con su toalla de lienzo»: se trata de la famosa Cruz de las Toallas –toalla equivale a sudario– que abría la procesión, la misma que conserva en nuestros días la hermandad y que encabezó su estación de penitencia de 1993 en que celebró el VI Centenario de su fundación. También existía» una campanilla con que sale la cofradía «, que debía ser a la manera en que hoy lo hace la hermandad de la Mortaja. Asimismo constan «17 cañones de plata «, para el remate de las varas de los hermanos con autoridad. Y en 1674 se sustituye el Senatus antiguo por otro «de terciopelo negro con sus letras de oro «, incorporandose también «un Simpecado de terciopelo azul, con los cordones de seda«.

 

Las Reglas de 1554 señalaban la estación de penitencia el Jueves Santo, y en la tarde de dicho día fue efectivamente realizada en la segunda mitad del XVI y primeros años del XVII, hasta la suspensión de la hermandad. Al reanudarse su vida externa, tras la aprobación papal, y sin que para ello se modificasen las Reglas, la cofradía obtuvo permiso para salir horas más tarde, en la madrugada del Viernes Santo, seguramente con el objetivo de hacer la estación con más tranquilidad, al alba, en horas de menor público en las calles y para evitar coincidencias de horario y de trayecto con algunas de las más importantes cofradías de la ciudad, que, como ella, tenían preceptuada la salida en la tarde-noche del Jueves, lo que había propiciado anteriormente –como vimos– problemas que estuvieron a punto de hacer desaparecer a la de los negros. Por ello, durante casi un siglo, la hermandad realizó su salida en la madrugada del Viernes Santo, hasta que ya entrado el siglo XVIII volvió a modificarla para hacerlo en la tarde de dicho día.

 

Como era normal en la mayoría de las cofradías sevillanas, sobre todo en las menos poderosas económicamente, la de los negros salía en procesión de Semana Santa irregularmente, sólo los años en que había fondos suficientes para realizar la estación sin que ello la endeudase excesivamente. Así, por ejemplo, consta que en 1673 efectuó la salida porque «la echaron (a la calle) los hermanos y diputados con lo que pedían, y lo que faltó lo cumplieron, según ellos dicen «; y en 1675 porque «le entregaron 350 reales a nuestro hermano Nicolás Tamarís, y la echó a su costa con dichos 350 reales«. En 1677, hay un acta con el siguiente compromiso: «Digo yo, Juan Pedro Criollo, diputado mayor, que me obligo con todos mis diputados en este presente año de 1677 a la salida de la Cofradía de nuestra señora de los angeles a pagar los pasos y cera de la iglesia y justicia y música y juntamente lo que le toca a la iglesia. así me obligo y por no saber firmar lo firma un testigo» .

 

El 23 de marzo de 1678 se celebra cabildo «para saber si ha de salir nuestra santa cofradía a hacer su estación de disciplina el Viernes por la mañana como lo tiene de uso y costumbre». Pocos días después, en otro cabildo continuación del anterior «acordaron que era su voluntad el que saliera la Cofradía como lo tienen de costumbre habiendo dineros para ello, y de no haberlos que no saliera porque resulta cada año empeño, por lo cual fue acordado en dicho Cabildo que saliera con condición que Joan de la Cruz se obligara a pagar todo el gasto de la cera, como es ciento y veinte hachas y cera de pasos, y de la Iglesia y Justicia, y que nuestra cofradía no había de pagar un maravedí como fuese de cera. Y así mesmo Joan Enríquez, diputado mayor, se obligó a pagar la llevada de los pasos en la misma conformidad que Joan de la Cruz la cera, y que desta manera saldría la Cofradía como era de costumbre todos los demás años».

 

La preocupación porque los gastos de la estación de penitencia no hipotequen la vida de la hermandad vuelve a reiterarse al año siguiente, en otro cabildo similar, realizado «en nuestra Santa Casa de Santa María de los Ángeles». En él, vuelve a acordarse la salida de la cofradía «habiendo todo el dinero de pronto que es menester, y que de no haberlo no saliera, porque causa mucho perjuicio a la Capilla sobre crédito echar la Cofradía fuera y luego se halla empeñada y nunca pagan nada si no lo paga la Capilla, con que desta manera está siempre empeñada y le es muy molesto al mayordomo que como es nuestra cabeza le molestan, y así de no haber dinero de manifiesto se acuerda que no haga estación sino que el dinero que hubiere se gaste en lo más necesario y conveniente al servicio de Dios nuestro Señor y de su madre Santísima» .

 

La cofradía salía de la capilla bordeando por el exterior la muralla de la ciudad y pasando ante el convento de San Agustín, para entrar en la ciudad por la Puerta de Carmona, para cuya limpieza y guarda se repartían los gastos con la hermandad del Cristo de San Agustín los años en que ambas realizaban su salida, tocando, por ejemplo, en 1641 pagar 7 reales a cada una. Franqueada la puerta, la cofradía se adentraba por la calle Ancha de San Esteban para buscar la Alfalfa y de allí, por las calles Confitería (hoy Huelva) y Alcuceros (Córdoba), al Salvador, Sierpes, plaza de San Francisco y calle Génova, para hacer estación en la Catedral, regresando a la capilla en la mañana por un recorrido sensiblemente semejante al actual.

 

Por el tipo y alcance de los gastos realizados en los años 1641, 42, 44, 45, 46, 47 y 48, en todos los cuales salió la cofradía y se conservan las cuentas, podemos tener una idea muy ajustada de cómo era la preparación y realización de la estación de penitencia de la hermandad a mediados del siglo XVII.

 

El gasto mayor era el de cera: así, en 1641 se recoge el pago «a Francisco Delgado, Mayordomo de la cofradía de la Concepción, 218 reales por el alquiler de la cera de la cofradía que se gastó en la procesión de disciplina» ; cantidad que se triplica al año siguiente, al habérsele de pagar «a Antonio Delgado, cerero, 673 reales por la cera de la estación», posiblemente por haber una deuda anterior con él, quedando en 322 reales el año 44, esta vez pagadas a otro diferente proveedor, Alonso González, para pasar a 443 en el 46, pagadas «a Alonso del Corral, maestro de cerero» y 354 reales al año siguiente.

 

El alquiler de túnicas representaba también un capítulo a tener en cuenta. En 1641, por el alquiler de cada túnica paga la hermandad a Antonio de la Peña 4 reales, con un total de 82 reales; en 1644, «a Pedro de Ledesma, 123 reales que montaron las túnicas alquiladas para el Viernes Santo» ; y el año siguiente figura ya el número de túnicas alquiladas: «42 túnicas de luz y 8 de sangre, con dos aventajadas», por cuyo alquiler se pagan a Diego de Aguilar 164 reales, lo que nos da idea del reducido número de cofrades que protagonizan la estación de penitencia en ese momento.

 

Quizá especialmente interesante sea el tema de los costaleros, ya que hasta ahora apenas si se conocían noticias de esta época sobre ellos. Hay que señalar que la palabra «costalero» no aparece en los libros hasta la segunda mitad del siglo: así, en 1680, en las cuentas de Semana Santa existe una partida que refiere expresamente a un pago «a los costaleros que llevaron el paso de Nuestra Señora», aunque es preciso añadir que el término no se hallaba por entonces reservado a los cargadores de los pasos, como hoy, sino que era utilizado para designar a cualquier mozo de carga. Así, por los mismos años están también recogidos pagos «al costalero que llevó y trajo la manguilla al entierro de un hermano» y «al costalero que trajo cuadros y láminas».

 

Como es de esperar, y ha ocurrido hasta nuestros días, los pagos se hacen al responsable del grupo de costaleros –la palabra capataz no aparece en esta época–: así, en1641 se anota entre los gastos uno que dice: «por llevada de los pasos, 77 reales a Cristobal Pérez, trabajador» . Al siguiente, la cantidad a pagar sube espectacularmente: «a Francisco de Acosta, 22 ducados por la llevada de los pasos a la estación el Viernes Santo de 1642 y su trabajo, y dió recibo de dicha cantidad, 242 reales» . En 1644 se consigue un precio intermedio, 154 reales: en el recibo del cobro, que se conserva, puede leerse lo siguiente: «Digo yo, Francisco Pereira y Francisco de Silos y Domingo Diaz, que recibí de la cofradía de Nuestra Señora de los Ángeles 14 ducados de la llevada de los pasos, y por verdad que los recibí lo firmo en 29 días del mes de marzo deste año de 1644». Para las siguientes Semanas Santas se mantuvo como capataz al mismo Francisco Pereira, estabilizándose también la misma cantidad «por la llevada de los pasos el Viernes Santo por la mañana a su estación a la Iglesia mayor».

 

Treinta años más tarde, en los años 70, la cantidad a pagar ha subido aproximadamente un 30%, formalizándose ya un contrato previo a la estación de penitencia. Se conservan varios, entre ellos el de 1674, en que puede leerse: «Digo yo, Sebastian de Caraballo, que me obligo de sacar y volverlos a meter los pasos de la cofradía de Nuestra Señora de los Ángeles en precio de 196 reales de vellón, que son los mesmos en que lo tengo concertado, y si por mí faltare me puedan ejecutar, y si por falta de dicha cofradía faltare me quede lo que tengo recibido. Sevilla y 11 de enero de 1674 años» . Algunos años hay recogidas, en el capítulo de «gastos menudos», pequeñas cantidades explícitamente «para vino a los que llevaron los pasos en la procesión», siendo este gasto de 272 marevedises en1641, o sin especificar el objetivo, que bien podría ser el mismo anterior, como los 9 reales del año siguiente.

 

Otro capítulo importante en la salida de la mañana del Viernes Santo eran las músicas. Suele afirmarse, sin base sólida, que en esta época no había músicas en las estaciones de penitencia, las cuales serían totalmente silenciosas y recogidas. Ello no es cierto, al menos en el caso de los negros –y no creemos que estos pudieran ser una excepción respecto a la generalidad de las cofradías–. Lo que ocurre es que no debemos pensar en nada parecido a las grandes bandas de música del siglo XX, pero tampoco en que fueran procesiones totalmente de silencio. Las cuentas de gastos para la salida vuelven a darnos testimonio irrefutable de ello: en la procesión iban trompetas, muy posiblemente una para cada paso: en 1641 se pagan «a Joan de Vega, trompeta mayor desta ciudad, 26 reales por los trompetas que fueron en la procesión», cantidad que se eleva a 34 al año siguiente. Del mismo Joan de Vega es un recibo del siguiente tenor: «Digo yo, Joan de Vega, a cuyo cargo está el servicio con las trompetas en la estación del Viernes Santo por la mañana a la Iglesia Mayor, que recibí de la cofradía de Nuestra Señora de los Ángeles 28 reales. Y por verdad que lo recibí. Lo firmo en 29 días del mes de marzo de 1644» . Al año siguiente, un recibo similar, por la misma cantidad y servicios, es firmado esta vez por Mateo Miguel, y otro año posterior por Francisco Díaz, «a cuyo cargo están las trompetas desta ciudad, por dos hombres que sirvieron a la dicha cofradía» . Sólo uno de los años que estamos analizando la hermandad resuelve el tema de manera diferente, reduciendo a una sola las trompetas, posiblemente como forma de ahorro: «en treinta días del mes de marzo de 46 años, dimos a un moreno que tocó la trompeta en la procesión del Viernes Santo doce reales, del trabajo y servicio que hizo en la estación…».

 

Además de los trompetas, la procesión llevaba música y cantores. En todos los años citados se pagan 10 ó 12 ducados, según los casos, a Luis Vázquez, «ministril y maestro de la capilla de cantores», a cuyo cargo estaban estos. La seriedad del tipo de contratos existente lo refleja el que el año 45 dicho Luis Vázquez cobra dos ducados menos «por el acompañamiento de música y ministriles que acompañaron a esta santa cofradía de Nuestra Señora de los Ángeles de ida y vuelta a nuestra casa, no embargante que fue mayor el concierto a esta cantidad por haber faltado tres». Además, también cantaban en la procesión los niños de la doctrina, por cuya presencia la hermandad les daba una pequeña limosna de 5 reales en los años cuarenta y de 16 en los setenta.

 

Los derechos parroquiales para la salida no eran bajos: en 1641 ascendían a 72 reales, por el «acompañamiento de la cruz parroquial y de los señores cura y sacerdotes», cantidad que se multiplica al año siguiente, en que «al Doctor Juan Damas, cura de San Roque, se le dieron 171 reales del acompañamiento de Semana Santa», además de otros «60 por dos sermones», para bajar de nuevo al nivel anterior y estabilizarse en torno a los 80 el resto de la década. Treinta años más tarde, en los setenta, los derechos parroquiales han subido casi al doble, aunque ello también se debe al mayor número de clérigos que van en la procesión (como ocurrió ya el citado año 42): en 1675 y 1677 la hermandad paga 147 reales «por el asistencia a la procesión de cura y seis capellanes con dos capas», debiendo también facilitar a estos siete libras de cera.

 

Otra serie de «gastos menudos» se concretan, a veces con gran detalle, en las cuentas de la hermandad referidas a la estación de penitencia. Así, en 1642, se gastan 6 reales en la licencia para poder pedir limosna durante la estación, 16 en el alquiler de bayetas (¿faldones?) para los pasos, 20 en el pago de quienes arreglaron estos, 4 para los que bajaron al Cristo de su altar y lo pusieron en el paso, 70 en dar cenar a cuantos trabajaban la noche del Jueves Santo para ultimar la salida de la cofradía, y hasta se recoge el gasto de un real y cuarto en doscientas tachuelas. Otros años figuran también, además de estas, otras pequeñas cantidades, como 60 maravedises para una libra de cola para los pasos, 334 en llevar y traer la cera, 221 en la realización de candeleros de madera de pino para el paso del Santísimo Cristo, 272 en «hacer las cuñas del paso y arreglar los tornillos», y 85 en dos papeles de alfileres.

 

Algunos gastos extraordinarios para engrosar el patrimonio de la cofradía en su estación de penitencia corren a expensas de esta. Ya hemos citado las renovaciones y arreglos en el paso del Señor y la compra, en 1641, de veinte varas de anascote negro para el manto de salida de la Virgen, por 200 reales más otros 25 «de cortar dicho manto y hechura y cuatro varas de ladillo» . Habría que añadir la realización de 6 «cañones de plata con sus cruces pendientes para poner en las varas», por las que se pagaron al platero Antonio de Herrera 120 reales en 1642. Pero la mayoría de lo que hoy llamaríamos «estrenos» se realizan por donativos de uno o varios cofrades, tanto varones como mujeres, como sucedió con el palio y manto de terciopelo, ya citados, regalados por las hermanas Gracia Josefa y Margarita Pacheca, en 1679.

 

Tres años antes, dos hermanos esclavos donan a la cofradía una corona de plata para la Virgen, la primera de este metal que tiene Nuestra Señora, ya que las anteriores eran de hojalata. En el acta de la entrega al mayordomo, Domingo Pérez, se señala que «la hicieron de limosna los hermanos Sebastian de la Cruz y su compañero, esclavos de Vicente de los Reyes, y pesa veinte y ocho pesos y cinco reales de plata, y es redonda, con dos halos y una media luna que la cubre encima de los otros dos halos, con sus rayos que son 36 y 18 estrellas, con su mundo y su cruz, y se le entrega al susodicho hoy 23 de Agosto de 1676 años en presencia de los señores alcaldes y demás oficiales y hermanos que se hallan presentes, y yo el presente escribano doy fe de lo aquí contenido y lo firmo» . Pocos meses antes, el mismo mayordomo ya se había hecho cargo de otro donativo equivalente, «que hizo nuestro hermano Domingo Rodríguez, vecino de el señor San Salvador», para la imagen del Santo Cristo, «de una diadema y potencias de plata que que pesaron once pesos menos dos reales de vellón, y se entregaron en 15 de marzo de 1676 con condición que siempre las tuviera Su Majestad puestas» . Dos años más tarde, la hermandad recibe también la donación de «una cruz de carey, que la hizo el señor Joseph del Pino en Indias, guarnecida de plata, con dos ángeles y una corona con sus remates y botones y cuatro pies, todo de plata, y dicha cruz tiene tres cuartas de alto, y la entregó el susodicho Joseph del Pino siendo alcalde, en presencia de dichos hermanos, y se le hizo cargo a dicho mayordomo, Domingo Pérez, no la prestase ni empeñase, porque se sacaría adonde quiera que estuviese y se le quitaría el cargo» .