Cap. IV. En el Trienio Liberal y la «Década Ominosa»: continuidad del culto y problemas económicos.
El 1 de enero de 1820, con el pronunciamiento de Riego en el pueblo sevillano de Las Cabezas de San Juan a favor de la Constitución de 1812, se inaugura el Trienio Liberal. En Sevilla, el 10 de marzo es destituido el Ayuntamiento conservador y en el lugar público más simbólico de la ciudad, la plaza de San Francisco, los patriotas destruyen la lápida que la había nominado años antes como «Plaza Real de Fernando VII», reemplazándola por la placa de «Plaza de la Constitución». También es saqueada la sede del tribunal de la Inquisición. Al mes siguiente, se dio lectura al texto constitucional dos días seguidos en la Catedral, el primero en su puerta principal, adornada de la misma manera que en la festividad del Corpus, y el segundo desde el púlpito, al ofertorio de la misa mayor. En ambos casos, los miembros del cabildo eclesiástico asistieron de manteo y bonete. Al igual que los absolutistas habían unido anteriormente el Trono y el Altar, los liberales pretendieron, al menos en un primer momento, unir el Altar y la Constitución. Pero fracasaron, y pronto la Iglesia, prácticamente en bloque, aun estableciéndose en la Constitución que la única religión en España era la católica, se alineó frente al régimen liberal. Las pasiones estaban muy enconadas y el conflicto permanente entre absolutistas y defensores de la Constitución tenía como uno de sus ejes la cuestión religiosa.
Aquel año, como ocurriría varias veces durante un siglo y medio, la cuestión de las cofradías y la Semana Santa sevillanas estuvo en el ojo del huracán, sujeta a manipulaciones de diverso signo. El edicto que sobre ellas publicó el Jefe Superior Político interino de la provincia y Gobernador Militar de la Plaza, general Tomás Moreno y Daoiz, pocos días después de los acontecimientos del 10 de marzo en la ciudad, fue en su momento, y mucho tiempo después por parte de historiadores y analistas, el eje de la polémica, o más bien la excusa para que las cofradías se enfrentaran al régimen constitucional. En realidad, y a pesar de que en sus Anales de Sevilla José Velázquez las calificara de «originales pretensiones», no había nada nuevo en su contenido respecto a la serie de prohibiciones que se venían repitiendo todos los años por parte de las autoridades, tanto civiles como eclesiásticas, desde las disposiciones de 1777, aunque sobre cuyo cumplimiento sí había habido muy diverso grado de celo por parte de aquellas, según fuera su talante y las circunstancias políticas. Si acaso, la novedad consistía en que ahora las prohibiciones eran sólo dos, por otra parte bien conocidas desde hacía un cuarto de siglo: que las cofradías no estuvieran en la calle a horas nocturnas, por lo que aquellas que salían en la tarde deberían «recogerse a las Oraciones», «atemperandose a salir las de madrugada al romper el día», y que todos los individuos que fueran en ellas lo hicieran con la cara descubierta. En el edicto se dice que «estas medidas de precaución las exige por ahora el interés público para conservar el orden y alejar toda ocasión que directa o indirectamente pueda influir para perturbarlo”. Y que se toman «deseosos de que no se disminuya en lo más mínimo el Divino culto que constituye una parte tan sublime de nuestra Santa Religión Católica, objeto de la primera atención del Gobierno, y que el religioso vecindario de esta Ciudad ejercite su piedad y devoción, como tiene de costumbre en todas las Semanas Santas, adorando en las calles públicas las Sagradas Imágenes que sacan en procesión las Cofradías y Hermandades de penitencia aprobadas”.
El gran periodista sevillano Manuel Chaves nos dejó en 1899, en el diario La Andalucía, un muy perspicaz y documentado artículo en el que señala que el edicto en cuestión fue dado a conocer, mediante un bando, el Lunes Santo, cuando ya el día anterior la hermandad de la Entrada en Jerusalem había suspendido su salida. De ella, nos dice Chaves, «formaban parte muchos sujetos rabiosos absolutistas, (los cuales) temieron que Moreno Daoiz les hiciera algún perjuicio y dejaron en el templo de San Miguel los tres pasos ya adornados y dispuestos, y fueron tranquila y muy gravemente a la Catedral a escuchar el Sermón y Miserere que hubo por la tarde”. Al cabildo de Toma de Horas en la Catedral, el martes santo, presidido por «el Dean Miranda, gran absolutista. y el Alcalde Constitucional», no acudió representante alguno de las 33 cofradías llamadas, por lo que aquel año no realizó su estación ninguna de ellas, «causando gran disgusto en la mayor parte del pueblo de Sevilla, acostumbrado de tiempo inmemorial a tales solemnidades que siempre le han dado pretexto para no pocos desahogos”. La misma negativa de las cofradías a efectuar su salida procesional ocurrió en los tres años siguientes, con las vicisitudes y significación política que nos describe Chaves y que ahora no es posible detallar, las cuales no fueron demasiado diferentes a las que se darían un siglo y algunos años más tarde, en la Segunda República.
Para la cofradía de los negros, las razones para no realizar su estación de penitencia no eran de tipo político sino que seguían siendo económicas. Por ello los tres años y medio del Trienio no le afectaron en la primera de esas dimensiones pero sí, claramente, en la segunda, acentuando sus problemas. Como el arzobispo Mon, su Hermano Mayor, había muerto días antes de la sublevación de Riego, al inicio del régimen constitucional estaba el Arzobispado con la sede vacante, y lo continuó estando durante todo el Trienio, ya que el Papa no aceptó nunca rubricar el nombramiento del gobierno a favor del liberal Espiga y Gadea. Al no haber Arzobispo, no había Hermano Mayor, ni Teniente que representara a este, ni posibilidad de recibir la ayuda económica anual que aquel prestaba. Ello se expone en el cabildo de 23 de julio de 1820, con la consecuencia de que «faltaba este año la limosna del Excmo. Sr. Arzobispo» . Aunque sí se recibió la aportación acostumbrada de la Real Maestranza, como eran también más escasas que años anteriores otras limosnas, se acuerda, para poder celebrar la Fiesta y Jubileo, «que los hermanos morenos se reuniesen dos cada día para pedir por la ciudad», además de enviar «oficio a los Señores Esclavos, a fin de que den la limosna que su piedad les dicte» .
Por otra parte, el Ayuntamiento Constitucional no paga el tributo anual de los 375 reales establecido desde comienzos del siglo anterior a favor de la hermandad, y el gobierno hace pagar a esta, por primera vez en su historia, contribuciones urbanas. Aunque, a su vez, la cofradía tampoco paga al Convento de San Agustín los 120 reales anuales a los que está comprometida, el saldo negativo en este aspecto es también evidente.
A todo lo anterior se unió, además, una deficiente gestión económica del que era mayordomo entre los años 19 al 22, José Rivero, quien no se presentó al cabildo de cuentas de este último año, quedando debiendo 387 reales y 14 maravedises, ante lo cual «se acordó autorizar a todos los hermanos de color, y a cada uno en particular, para que le estrechen a que rinda cuentas y entregue lo que deba al nuevo mayordomo» .
Por todas las razones anteriores, la ya de por sí frágil situación económica de la hermandad se agravó hasta el punto de que, en la junta preparatoria de la Fiesta de Agosto del año 23, además de acordarse presentar «el anual memorial a la Real Maestranza de Caballería» y «pedir en el comercio y el pueblo para dicho fin», hubo de aprobarse la venta de algunas alhajas . En concreto, se determinó «se vendan las dos arañitas, unas pocas de estrellas que se ponían al manto de la Santísima Virgen cuando salía la cofradía y unas tiras que adornaban la manguilla, todo de plata, para que aunque importe muy poco, como todos calcularon, sirva de principio para los primeros gastos, arreglandose el mayordomo en ellos a lo que en las vísperas de las Funciones vea tiene junto y pueda juntarse» . Dicho mayordomo, «si se junta para costear la Función con la solemnidad acostumbrada, no la omitirá, mas si no se juntase podrá omitir parte, como lo es el Sermón o música, en lo que quedó enterado» .
Por primera vez –con el único antecedente de la venta, años antes, de aquellos«cuadros viejos» a los que ya hicimos referencia–, la hermandad ha de vender una parte, siquiera sea reducida, de su patrimonio para poder garantizar la realización de los cultos que constituían el momento central de su vida corporativa anual. E incluso así se plantea la posibilidad de un recorte en algunos de los elementos hasta entonces fundamentales. Sólo queda constancia de una pequeña contrapartida a tantas dificultades: la hermandad, en el año 21, se hace cargo de un retablo que había sido «recogido del Convento extinguido de Regina» y depositado «en la tenería de Don Ricardo White» . Aunque no sabemos si llegó o no a colocarse en la Capilla y dónde, ni para qué Imagen.
En 1823, el rey recobra su poder absoluto, aboliendo de nuevo la Constitución, apoyado por los Cien Mil Hijos de San Luis, es decir por el nuevo ejército invasor francés, al mando del duque de Angulema, ahora enviado por la Santa Alianza de monarquías europeas empeñada en volver al orden continental anterior a Napoleón y la Revolución Francesa. Comienza entonces en España la que suele denominarse «la Década Ominosa», caracterizada por el predominio de las ideas y los personajes más ultraconservadores y contrarios a las libertades públicas, y por la renovada fusión –o quizá deberíamos escribir confusión– entre el Trono y el Altar. Se llevaron a cabo multitud de represalias y tropelías, algunas sangrientas, contra los tenidos por liberales, muchos de los cuales tuvieron que marchar al exilio, y la Iglesia recuperó su papel preponderante. A pesar de ello, durante dos años más las cofradías no pudieron hacer estación, por la prohibición expresa, sorprendente para las doce que habían acordado hacerla en el año 24, de las nuevas autoridades, temerosas de que el hecho de agolparse mucha gente en las calles fuera ocasión para graves enfrentamientos y desordenes, no relacionados directamente con las procesiones pero sí con las pasiones políticas exacerbadas. No sería sino en el año 26 cuando volvió a haber cofradías en las calles sevillanas, tras siete años de suspensión, el periodo más largo en toda su historia. Salieron la Entrada en Jerusalem el Domingo de Ramos, la Quinta Angustia el Jueves Santo, Jesús Nazareno, Gran Poder, Carretería y Sentencia de Madrugada, y la Trinidad y Santa Catalina el Viernes por la tarde.
En la hermandad de la Virgen de los Ángeles, el nuevo cambio de régimen político se notó, primeramente, en la vuelta a la presidencia de los cabildos del Teniente de Hermano Mayor. Aunque en los primeros meses del año 24 aún estaba la sede episcopal vacante, el que había sido designado como tal por el último Arzobispo, Don Manuel María del Camino, vuelve a presidir un cabildo, el 25 de marzo. Un año después, en abril de 1825, el nuevo Arzobispo, Don Francisco Javier Cienfuegos y Jovellanos acepta el cargo ocupado por sus antecesores, desde Solís, comunicando a la hermandad acceder «muy gustosos en que Nos incorpore y asiente en sus Libros, poniéndonos como Nos ponemos, con mucho consuelo nuestro, en virtud del presente decreto, que sirve de aceptación, bajo el amparo, protección y Tutela de la Soberana y Augustísima Madre de Dios y Señora nuestra, invocada con tan excelso título de Reina de los Ángeles, en la misma forma y términos que lo practicaron nuestros venerables Predecesores, cuyo edificante ejemplo seguimos» . Como su Lugarteniente en la cofradía nombró a Don Antonio Chá y Venegas, que presidió los cabildos y juntas a partir de la de 29 de junio.
Cienfuegos, aunque asturiano de nacimiento, había vivido en Sevilla desde los doce años, siendo canónigo cuando apenas tenía veinticuatro. Fue vicario general con el arzobispo Mon y luego obispo de Cádiz, donde se opuso frontalmente a los liberales, siendo desterrado de la diócesis el año 21. Sus ideas anti-ilustradas y muy conservadoras le valieron el nombramiento por el rey, nuevamente absoluto, como Arzobispo de Sevilla, en agosto de 1824, y el cardenalato dos años más tarde, y fueron plasmadas en su «Instrucción pastoral dirigida al clero», donde alienta la predicación contra «la falaz lógica del mundo» . Aunque respetado en la ciudad, principalmente por su actuación generosa en la gran epidemia de cólera de los años 33-34, su fuerte implicación política le valió otro destierro, con confinamiento en Alicante, a comienzos de 1836, en la nueva época progresista de la Regencia de María Cristina. Cuando se le levantó esta pena, en 1844 –acontecimiento que es anunciado con «tres repiques de la Giralda a los que contestaron, con las campanas al vuelo, las 25 parroquias de la ciudad» –, ya no pudo volver a Sevilla en vida, debido a su avanzada edad y estado salud, aunque sí cadáver, tras su muerte ocurrida en junio del 47, para ser enterrado en la capilla de la Concepción de la Catedral.
En este tiempo, en marzo de 1824, se realizó un Inventario de los bienes de la cofradía, que se conserva gracias a haber sido transcrito, a efectos comparativos, junto al que se hiciera en 1888. No está completo, ya que sólo figuran los objetos que se encuentran materialmente en la Capilla, y no los de mayor valor económico y artístico que volvieron a estar depositados en la casa familiar del hermano perpetuo señor Verger. Aún con esta limitación, en él se refleja la pérdida de una buena parte del patrimonio existente a principios del siglo, tanto por el robo que tuvo lugar en dicha casa al inicio de la ocupación francesa como por otras causas; y también se refleja que, aun así, es más amplio que el de sesenta y tantos años después. Entre otros enseres de menor interés y valor, se citan en el aludido inventario el «paso de la Virgen con sus cuatro palos correspondientes» –se utiliza ya el término paso en lugar de urna –, «12 varas (hoy diríamos varales) de paso», una «cruz grande», «una toalla de la Cruz», una corona, una media luna y dos rayos de plata, de la Virgen, «una corona del Señor de plata», «3 potencias del Señor», «2 faroles del Cristo», las imágenes, todas ellas pequeñas o medianas, de San Benito, Señor San José, San Miguel y tres crucificados, uno de ellos con potencias, «un cuadro grande», «8 cuadros de los Hermanos Mayores Arzobispos», dos arañas, una lámpara de metal, un manifestador, 2 cálices, 9 bancos, «una escalera de camarín con pasamano», «dos arcas, una de cera y otra del paño de los muertos», «un cajón con 8 ángeles», «5 paños de corte», una alfombra, 3 esteras de junco y 14 de pleita, «4 palos del tinglado» y «2 de correr los gansos» –para ser instalados en el exterior de la Capilla en la Fiesta de Agosto–, así como otra serie de objetos menores para los altares y el servicio del culto.
En el mismo año 24, y luego en el 26, se hacen también Inventarios, el segundo muy completo, de todos los libros y documentos existentes en el archivo de la cofradía, que desde hacía muchos años había estado custodiado por Ricardo White en su casa. Por él podemos hacernos una idea de lo que ya entonces se había perdido y, sobre todo, de lo que ha desaparecido desde entonces hasta hoy, por razones involuntarias –arriadas, negligencia– o por expolios realizados por eruditos, curiosos o malintencionados de dentro y fuera de la hermandad, los cuales serían muy importantes para completar la historia de esta. Los libros y documentos que son citados eran los siguientes:
«La Regla por la que se dirige la Hermandad.
La de la Hermandad Sacramental de San Roque, por la que se acredita estuvo en esta Capilla ejerciendo sus funciones con motivo del incendio de la Parroquia y la obligación que tiene por ella de asistir a la procesión del último día del Jubileo de esta Capilla.
Un Libro antiguo de recibo de hermanos.
Otro Libro actual de id.
El Libro actual de Acuerdos de la Hermandad.
Un borrador de las cosas notables que están en los Libros de Acuerdos que cita.
El Libro actual de Clavería, su última en 1809, y varias cuentas sueltas de Mayordomía posteriores dentro de él.
Varios legajos de cuentas de Mayordomía y recados que la justifican.
En cinco ramos, las escrituras y autos, títulos de la Capilla y casa contigua, y cuenta del costo de los cuartos.
Oficio y copia de la antigüedad de la Hermandad de los Negros y su Capilla.
Un Libro de noticias del barrio de San Roque y del establecimiento de la Hermandad de Negritos en él. (Debía ser el del cura D. José Leandro de Flores, publicado en 1817).
Los títulos de las casas en Triana, vendidas por Caja de Amortización por las Reales Ordenes.
Certificación del crédito público de haber acreditado lo que le corresponde de las dos casas en Triana, propias dela Hermandad, que le vendieron en virtud de las Reales Ordenes; y una nota simple de lo cobrado fin de 1807, y una carta de pago de San Agustín.
Tres papeles simples que dan noticia del tributo que anualmente paga la Ciudad, del que debe pagar el crédito público por la venta que hizo de las casas en Triana, y del que debe pagar la Hermandad, de 120 reales, por el suelo de la Capilla al convento de San Agustín, y una notificación.
Las siete Bulas de Indulgencias concedidas por el Señor Clemente Catorce, con sus pases correspondientes del sr. Comisario general de Cruzada y del Excmo. Sr. Cardenal de Solís, Arzobispo de Sevilla.
Varios borradores simples del contenido de dichas Bulas.
Una Bula de 80 días de Indulgencia de los que contiene en el decreto del memorial presentado por el cura de San Roque.
Otra de 100 días concedidos por el Emmo. Sr. Solís a los que asistan al Septenario de Dolores.
Una relación simple de la asistencia que dio esta Hermandad a una negra que murió en buena opinión, y relación de los santos negros.
En un ramo, solicitud y unión de las Señoras mujeres del Rosario a esta Hermandad; cédula impresa para el Jubileo del Año Santo de 1776; y borrador de un memorial a la Real Maestranza sobre la carrera de gansos.
Una escritura y papel de cesión de un Simpecado, cruz y faroles para el Rosario de Señoras Mujeres.
Una licencia del Sr. Solís para velar un matrimonio en la Capilla de la Hermandad.
Fe de bautismo del hermano Salvador de la Cruz, y un memorial contra Don Fernando Paulín por un crédito que le debía.
Decreto para que el cura de San Roque no impida la procesión el último día del Jubileo.
Licencia del Sr. Provisor para que la Hermandad pueda pedir limosna para el culto.
Alistamiento de hermanos mayores los Sexmos. Sres. Arzobispos y nombramientos de Tenientes de dichos Sres. Excmos.
Varios inventarios viejos de alhajas.
Testimonio de la cláusula del testamento de Nuestro Hermano Secretario D. Ricardo White de la manda anual y perpetúa que dejó a esta Capilla sobre su Fábrica, y oficio de sus albaceas incluyéndola para noticia de esta Hermandad.
La situación económica seguía siendo muy delicada, por todas las razones que ya hemos señalado anteriormente. Para procurar equilibrarla, el mayordomo, Manuel Vélez, que ocupó el cargo desde 1823 a 1831, propone que se haga una obra de cierta importancia en la casa de la hermandad contigua a la Capilla «para labrar salas que diesen rentas”. Estas rentas de los inquilinos que las ocuparan en arrendamiento serían una entrada fija para la hermandad, de la que se partiría para poder tener un cierto desahogo inicial cada año y realizar un cierto cálculo de lo que podría gastarse con seguridad. El problema era de donde conseguir los dineros para pagar la obra. Al no tener la hermandad otros bienes convertibles en dinero que su patrimonio en alhajas y objetos de arte, se recurrió a vender otra parte de este, tal como ya se había hecho, aunque en menor escala, un año antes. Así, en el cabildo de 25 de marzo del 24, por el dicho mayordomo «se manifestó haber algunas alhajas de plata que servían en lo antiguo en la manguilla, Senatus y en el palio del paso, que se podían vender y con su producido ver lo que podía labrar de salas en la casa junto a la Capilla, que diesen rentas. Se tuvo sobre ello la correspondiente conferencia, y se acordó que en atención a estar dichas alhajas en poder del Señor Verger, que tomase conocimiento de su valor y el mayordomo con el maestro Rosales del costo de la obra que se proponía, y visto lo uno y lo otro se diese cuenta, para determinar en otro cabildo» . Este se celebró el 29 de junio, y en él se aprobó definitivamente vender «las alhajas de plata inútiles que hay, … incluso las vinajeras», pues su valor era muy aproximado al de la obra necesaria en la Capilla y cuartos de la casa, «que según reconocimiento hecho llegaría sobre cien pesos poco más o menos”. El producto de las alhajas debía ponerse «en poder del Señor Secretario Don Joaquín de la Barrera para, a su debido tiempo, se haga la obra y aumentar los cuartos de habitación que se puedan, que produzcan rentas, que es lo que la Hermandad necesita”.
De inmediato se llevó a cabo el acuerdo anterior, informando en siguiente cabildo el Secretario citado que todas las alhajas de plata señaladas, menos las vinajeras, se habían llevado a la Real Casa de la Moneda y que, en presencia de varios hermanos, se habían entregado en ella para su fundición, «la que habiéndose verificado produjeron 3.400 y pico de reales de vellón, según consta del documento que dio la Casa, que está en mi poder”. Con dicha cantidad «se había hecho la obra acordada: reparado la Capilla y sus tejados, el cuarto alto que estaba hundiéndose su techumbre y se había labrado otro cuarto nuevo, todo por el maestro D. manuel Olivares, y que en todo se había gastado 3.200 y pico de reales, según consta por menor en la cuenta”. Como sobraban aún algo más de 200 reales, y se habían recibido 1.000 más de limosna de la familia de D. José Verger, con motivo del fallecimiento de este, se propuso ampliar la suma para realizar un cuarto más, ya que los existentes: “los expresados dos, el reparado y el labrado producían 45 reales de renta cada mes», es decir 1.080 reales al año, cantidad que sería mayor si se realizara y arrendara otro nuevo, «en lo que resultaba grande utilidad del culto de la Santísima Virgen y descanso a la Hermandad para poderlo sostener» . La solución para encontrar el dinero que cubriera la diferencia entre los algo más de 1.200 reales con que se contaban y los necesarios para la nueva obra volvió a ser la misma: fundir más alhajas de plata. Esta vez, se propuso fundir las vinajeras y las dos cruces de Senatus y manguilla, todo ello de plata, dejando sólo la del estandarte, lo que se acordó pese a la oposición, en lo referente a las vinajeras, del moreno Tomás José Martínez, al que «se le trató de convencer con la inutilidad de dicha alhaja y la grande utilidad que al culto resultaba», sin conseguirlo, «porque nada le convenció”.
El total de lo gastado en la obra «de dos salas con sus alcobas que se han construido, y composición de otras», fue de 8.975 reales, sin incluir «la reja de hierro que se puso en la ventana de la calle», que la dio de limosna un bienhechor. Esta elevada cantidad, en relación con las cuentas de la hermandad, pudo sufragarse con los 4.473 reales conseguidos con la fundición de las alhajas –3.447 la primera vez y 1.026 la segunda–, los 1.000 de la testamentaría del Sr. Vergés, «entregadas por su hijo D. José María», otros 1.000 de la limosna que había dado Ricardo White para este fin, 1.000 del Esclavo blanco D. Francisco Bayón, de la testamentaría de su esposa, y los 1.060 obtenidos de la cobranza del tributo de la ciudad correspondiente a varios años en que el Ayuntamiento no lo había hecho efectivo. Los 141 restantes que faltaban para completar lo gastado fueron cedidos a la hermandad por el Secretario D. Joaquín de la Barrera, a cuyo cargo había estado el control de las obras.
El 9 de septiembre de 1825 muere Ricardo White, Secretario de la Hermandad durante más de 50 años –45 de ellos en el cargo de Secretario 1º y los últimos cinco y medio como Secretario honorifico pero con asistencia regular a los cabildos, tras haber renunciado a aquel por problemas de edad–. Como ya expusimos al tratar de su ingreso en la hermandad, de la mano del propio Salvador de la Cruz, muy pocas personas como él ha habido durante los seiscientos años de su historia tan constantes en el trabajo y de tan beneficiosa actuación para la misma. Su atención a la cofradía no podía ser menos a la hora de su muerte, y ello quedó expresado en su testamento. Sus albaceas dirigieron a la hermandad un oficio con copia de este –que figura por ello en el Inventario del archivo del año 26 que anteriormente hemos transcrito–, en el cual figuraban dos cláusulas a favor de la cofradía. La primera iba encaminada a garantizar la celebración solemne de la Fiesta y el Jubileo de Agosto, resolviendo uno de los capítulos del gasto más importantes de la misma, el de cera. Para ello, impone sobre su Fábrica de Curtidos, que estaba exenta de todo tributo, y «establecida extramuros de esta ciudad, inmediata a la Iglesia Parroquial de San Roque, con inclusión de su finca», una pensión «con la limosna de 25 libras de cera blanca anualmente para el culto de Nuestra Señora de los Ángeles, vulgo los Negritos, su entrega el día de Señora Santa Ana”. La segunda, a garantizar en la Capilla tres misas en cada una de las festividades de Nuestra Señora de los Dolores, del Patrocinio del señor San José y de la Virgen de los Ángeles, por un valor total de 90 reales. Y para que no hubiese ninguna duda sobre la voluntad del mandante, se ordena que ambas imposiciones «han de permanecer con la Fábrica en cuestión y especialmente sobre el solar de ella”; precaución esta última importante previendo el caso de que, en el correr del tiempo, la Fábrica pudiera desaparecer.
En el año 26, la hermandad gana el Jubileo del Año Santo que el Papa, «el Señor León XII, se dignó conceder a toda la cristiandad”. Como consta en una diligencia en el Libro de Acuerdos, «la hermandad de Nuestra Señora de los Ángeles (vulgo los Negritos), en unión con la Sacramental de San Roque y la Reverenda Comunidad de San Agustín, extramuros de esta ciudad, visitaron las Iglesias Colegial del Salvador, San Pablo, San Francisco y Catedral, en los días 4, 7, 14 y 15 del mes de mayo del presente año para ganar el Jubileo Santo”.
Afortunadamente, se han conservado las cuentas completas del año 1827 –una de las pocas que han llegado a nosotros del siglo XIX– por lo que podemos comprobar la organización económica de la hermandad en un año tipo de este periodo. El cargo sumó 2.209 reales y la data 1.882 reales y 2 maravedises, con lo que terminó debiendo el mayordomo 326 reales y 32 maravedises.
Un 47 % del cargo estaba formado por sólo tres capítulos: las limosnas de 500 reales del Arzobispo-Hermano Mayor y de 320 de la Maestranza –como era tradicional en ambos casos–, y el tributo pagado por la Ciudad, que por razones que desconocemos había bajado a 223 reales. Las rentas cobradas a los inquilinos de las cinco salas y la accesoria de la casa contigua a la Capilla supusieron un 40% del total, al ascender a 892 reales, aunque hay que tener presente que en la cuenta consta un número diferente de meses cobrados a cada arrendatario. Dado que las seis rentas mensuales varían entre 45, 25 (para dos salas), 24, 14 y 9 reales, según los casos, el total de renta anual, si se hubieran cobrado todos los meses a todos los inquilinos ascendería a casi el doble, 1.604 reales anuales, lo que hubiera supuesto elevar el cargo a casi tres mil reales. Los 274 reales que suponían el 13% restante del cargo real se obtuvieron, en su mayor parte, a través de diversas demandas realizadas por algunos hermanos y, en una pequeña cantidad, de limosnas en la mesa de la Capilla durante los tres días del Jubileo.
La data se componía de un amplio número de capítulos centrados en el culto a la Virgen de los Ángeles, habiendo desaparecido toda mención a la Función de Ánimas y a la presencia en entierros. Tampoco había misa todos los domingos y festivos, pero sí en diversos días señalados del año. Seguía realizándose Misa Cantada el Viernes de Dolores y solemne Función, con Sermón, el Domingo de Ramos, con refresco incluido para el predicador –en lo que se gastaron, respectivamente, 20, 80 y 10 reales–, siendo el momento central del año la Fiesta de Agosto, como sabemos. A ella pertenecen la mayoría de las partidas de gastos, que reflejan que, pese a las dificultades, seguía celebrándose con muy parecida solemnidad que en los buenos tiempos, incluso con un buen número de misas, que fueron 30 en los dos primeros días, además de las cantadas y las «de postre». El tercer día de Jubileo continuaba a cargo de la Congregación del Rosario de Mujeres. La única diferencia apreciable es la no realización de la carrera de gansos con los Maestrantes, pero sabemos que está fue sustituida a partir de 1807 por la limosna ya mencionada. Incluso se sigue poniendo la vela –que este año mide 76 varas de largo por 9 de ancho–, con sus paños de cortes, en la puerta de la Capilla (con un gasto de 35 reales por arrendamiento, 15 reales y 16 maravedises por la «armadura del tinglado y clavos» y 6 por el acarreo). Y permanecen prácticamente todas las partidas tradicionales, con un costo bastante similar al de finales del siglo anterior, como las de Derechos Parroquiales (156 reales), sermón (60), cera (99, más otros 33 «para las Señoras hermanas el día de la procesión» ), música para los tres días (120), toque de clarín en ellos (12), música militar para la procesión con el Santísimo (40), refresco para el predicador y los músicos (48), comida el día de Nuestra Señora,«como acostumbrado» (30, más 4 «a la cocinera que la hizo» ), y diversas reparaciones en la Capilla, alhajas y enseres, los días previos (que sumaron 213). Se hacen dos pequeños gastos nuevos: «por la impresión de las convocatorias» de los cultos (46 reales) y «por estampas de Nuestra Señora», de las que se realizaron «un ciento en medio pliego de papel de marguilla» (que cuestan otros 60); además de pagarse 18 al mayordomo «por tres jornales que perdió los tres días de Jubileo por no haber quien asistiera en la Capilla”.
El resto de las partidas de la data suponen sólo una pequeña parte de esta. Varias refieren al culto ordinario: misas (93 reales), «cera para el gasto de la Capilla», incluyendo la «renovación de los codales de los cirios» (con un costo total de 88 reales) y “vino para las misas de todo el año» (una arroba y media, 60 reales). Otras, a gastos en escribanos, copia de escrituras, papel sellado, tinta y papel, y un libro para la clavería (ascendiendo todo ello a 66 reales). Y se paga la módica cantidad de 12 reales en contribución urbana a la Tesorería Real en calidad de «renta de frutos civiles”.
Este mismo año, se recibe la reclamación de la Comunidad del convento de San Agustín sobre el tributo de los 120 reales que la cofradía tenía obligación de pagarle anualmente, como tributo sobre el solar de la capilla y casa contigua a esta, el cual no se hacía efectivo desde los tiempos de la clausura gubernativa del convento. Aunque se acordó satisfacerlo, e incluso adelantar, en el momento que se pudiese, alguna cantidad de los atrasos pendientes, en tanto estos pudieran hacerse efectivos en su totalidad, la realidad es que la cofradía continuó sin pagarlos. Ello está en la base del grave problema con la Hacienda Pública que se tuvo veinte años después y del que trataremos en su momento.
Como la presencia de hermanos negros en los cabildos continuaba muy baja, incluso con referencia al total de los que pertenecían a la hermandad, y las cuotas apenas se pagaban, excepto por parte del muy minoritario núcleo activo, se intentaron algunas medidas para tratar de mejorar lo uno y lo otro. Respecto a lo primero, en el cabildo de 25 de julio del año 28, el hermano Tomás Martínez «manifestó cuan útil sería a la Hermandad se imprimiesen cédulas para los llamamientos de Cabildo, en atención a que estando sirviendo la mayor parte de los hermanos de color moreno, les precisaba acreditar a sus respectivos Señores su precisa asistencia a los actos de la misma, sin cuyo requisito no obtenían el debido permiso», lo que se aprueba y encomienda al Secretario. Aunque ello no diera el resultado apetecido, nos ratifica cómo los, reducidos en número, negros sevillanos, si en su mayoría no eran ya jurídicamente esclavos, sí continuaban siendo sirvientes domésticos con habitación en las casas de sus señores y, como tales, seguían sujetos al control de estos, incluso en sus salidas los domingos y festivos, aunque fueran «libres» –una situación no demasiado difícil de imaginar con sólo dirigir nuestra mirada a las condiciones de vida y trabajo que hasta casi nuestros días han tenido las criadas internas en casas de familias acomodadas–.
Respecto a lo segundo, se revisa el sistema de cobro de los 8 reales anuales que en este tiempo habían de pagar la generalidad de los cofrades, por considerar que era difícil para no pocos el entregar de una sola vez dicha cantidad. Es esta vez el mayordomo Ciriaco Suárez, tras tomar el cargo en enero del 31 por renuncia del anterior, quien plantea «la imposibilidad que había en algunos hermanos para satisfacer anualmente la cuota de los 8 reales de averiguación, en virtud de las pocas facultades de aquellos”. Ante ello, los presentes, «habiendo meditado el perjuicio que se infería a la Hermandad en no ingresar estas sumas, destinadas para objetos piadosos», acordaron «que todos los hermanos hayan de entregar el sábado de cada semana una moneda de dos cuartos, con cuyo suave desembolso se conseguirá el reintegro de dicha cantidad y la aplicación indicada, sin causar el más leve quebranto a aquellos”. Tampoco en este caso tuvo demasiado éxito la iniciativa.
Pero si pocos morenos constituían el núcleo activo de la hermandad, no por ello hubo en esta etapa consenso en muchos temas. Y si la división de opiniones sobre el nombramiento de los Esclavos blancos, como ya vimos, respondía, sin duda, a la asimetría de poder que regía en las relaciones sociales entre ambas etnias, que generaba la desconfianza de algunos negros respecto a las intenciones de los blancos no conocidos, la falta de consenso entre los morenos por cuestiones referidas a la ocupación de los cargos de la junta de gobierno reservados por Regla a ellos era también muy frecuente. Funcionaban aquí, también sin duda, cuestiones de prestigio personal y de deseos de preeminencia. Dos ejemplos bastarán para ilustrar esto último. El primero es del año 25, en que quedó vacante el puesto de Fiscal, por haber marchado a Cádiz quien lo ocupaba, Juan Bautista Petit, siendo designado en cabildo, para sustituirle, Manuel de los Reyes. Pero se aprovechó también la ocasión para designar dos Diputados de ayuda al Mayordomo, lo que causó la protesta airada de algún asistente «fundándola en que eran los nombrados hermanos modernos y que había antiguos (como él lo era) en quienes debía recaer dicho nombramiento”. El segundo, más significativo, refiere al hecho de que en pocos casos los elegidos para los cuatro cargos de la junta de gobierno reservados por Regla a los morenos: mayordomo, fiscal y dos diputados, lo son por consenso. Aun siendo muy reducido el número de los potenciales ocupantes de los cargos, en realidad no más de 8 ó 9 personas –o precisamente por ello mismo–, la rotación previamente consensuada de puestos, que ha caracterizado a las elecciones en esta y las demás hermandades sevillanas en casi toda su historia, no se produce y los cargos se eligen, generalmente «a pluralidad de votos”. Incluso, en varias elecciones de diferentes años (1828, 30 y 32, entre otras) y para varios cargos, se producen repetidos empates a votos –un resultado fácil de entender si tenemos en cuenta que son muy pocos los votantes, 6 ó 7, y están los votos repartidos–. La elección, en estos no excepcionales casos, se resuelve mediante «la suerte de bolillas”.
En esta situación transcurre la vida de la hermandad en esta etapa, diríamos que a un ritmo lento o con un pulso bajo pero constante, sólo acelerado ante la cercanía de la Fiesta de Agosto y del cabildo anual. Sin apenas posibilidades viables de mejora pero también sin problemas insolubles para su supervivencia. Hay pocos acontecimientos extraordinarios, como no sean la urgencia de realizar alguna obra en la casa de la hermandad –como la que se hace en 1830, por la caída de una pared, con un costo de más de 1.200 reales–, con la consiguiente difícil búsqueda de los fondos necesarios para ello, o la muerte de cofrades o bienhechores importantes, como los ya citados páginas atrás, o el mayordomo honorario, José María Cubillas y Bermejo, que fallece ese mismo año 30, y la Camarera Doña Lutgarda de la Barrera y Fuentes, en el 32 — al comienzo de otra epidemia de cólera morbo en la ciudad, que afectó especialmente, como era usual, a los sectores sociales más deprimidos, incluidos los negros–, por lo que es sustituida por su nuera Doña Teresa López, viuda de Don José de la Barrera, manteniéndose el puesto dentro de la misma familia, una de las más ligadas a la hermandad desde el siglo anterior.