Cap. III. El sistema de cargos: las Juntas de Oficiales.

Durante los dos primeros tercios del siglo, la estructura de los cargos en la hermandad continuó respondiendo al mismo esquema básico que en tiempos anteriores, con sólo pequeños cambios. El de Mayordomo continuó siendo el más clave de todos, debido a sus funciones económicas, y los de Alcalde y Hermano Mayor los de mayor significación simbólica y autoridad moral. Junto a ellos, los de Fiscal y Prioste, con las responsabilidades ya expuestas en capítulos anteriores, completan el quinteto de puestos centrales de la cofradía. Los varios Diputados de la Junta (o de la Mesa) tienen una presencia más secundaria y varían en número según los momentos. 

El cargo de Secretario seguía recayendo en personas blancas, benefactoras de la hermandad y con cierto nivel social y de instrucción, existiendo generalmente un primero y un segundo. Fueron Secretarios en la primera mitad del XVIII Vicente Ginés de Rioseros, Jose Antonio María de los Ángeles, Antonio Sotomayor, José Alvarez de Quiñones y Carlos Luis de la Cerda. En la segunda mitad de siglo, lo es durante muchos años Melchor Lalana y Casaus, con varios segundos, entre ellos Ricardo White, que ocupó el cargo de Secretario 2º en 1774 y pasaría luego a ocupar el de 1º, que mantendrían durante mucho tiempo, hasta bien entrada la centuria siguiente. Angel Pérez Laín sería su más significado segundo en los años 90. Todos ellos son tratados sistemáticamente en los Libros con el título de Don.

 

El capiller, aunque no pertenece a la Junta de Oficiales, existe ya como persona designada por esta. Debía ser persona que reuniera condiciones de honradez y dedicación, ya que estaba al cuidado directo de la capilla y de cuanto en ella se contenía, incluyendo las Imágenes y una parte del patrimonio de la cofradía (otra parte era custodiada en las casas de bienhechores).

 

Salvador de la Cruz, sin duda el cofrade más destacado en toda la historia de la cofradía, tomó el cargo de Mayordomo por primera vez en 1735, ocupándolo ininterrumpidamente desde 1740 hasta su muerte en 1775. Antes de él, se sucedieron muchos nombres en la mayordomía desde comienzos del siglo, varios de los cuales lo ostentaron sólo un año aunque algunos fueron reelegidos en tres o cuatro ocasiones. Los Libros de la hermandad nos han dejado memoria de ellos: Francisco Antonio, Simón Rodríguez, Diego del Rosario, Antonio de Jesús, Miguel Antonio, Felipe de la Cruz, Pedro de Nolasco, Francisco de Mora, Antonio Pintado y Manuel Antonio.

 

Al celo y dedicación a la hermandad de Salvador de la Cruz se debió la época de florecimiento que atravesó la corporación durante esos años, a la que dedicaremos más adelante especial atención. Conviene ahora, sin embargo, en cuanto que refiere a la propia composición de la Junta de Gobierno, señalar uno los logros más importantes de su gestión: la aceptación por el Cardenal-Arzobispo Solís, en 1766, del cargo de Hermano Mayor. Poco antes de este importante hecho, se había elegido, en cabildo presidido por el propio Salvador de la Cruz, la siguiente Junta:

 

«Salvador de la Cruz, reelecto Mayordomo de conformidad (por unanimidad).

Manuel Verdugo, Hermano Mayor de conformidad.

 Manuel Monsalve, Alcalde por mayor parte de votos.

 Juan Antonio de Hoyos, Fiscal de conformidad.

 Simón García, Prioste también de conformidad.

 Antonio de la Copncepción, Diputado Mayor de conformidad.

 Joseph Pintado, diputado segundo de conformidad.

 Antonio Llamas, diputado tercero de conformidad.

 Pedro de la Rosa, diputado cuarto de conformidad.

Y para Secretario nombraron a Don Melchor Reyes Lalana y Casas, de conformidad de toda la Hermandad» . (Este último, blanco, había ingresado en la hermandad en 1757, siendo su madrina la Santísima Virgen).

 

Don Francisco de Solís y Folch de Cardona, Cardenal-Arzobispo de Sevilla, fue recibido de Hermano Mayor el 1 de Julio de 1766, nombrando como su teniente a Don Pío García Tagle, entonces Maestro de Pajes de su Eminencia, con lo que desapareció dicho cargo del conjunto a elegir. Desde entonces, tanto Solís como quienes le sucedieron en el Arzobispado, si bien no tomaron en sus manos efectivamente el gobierno de la cofradía ni siguieron de cerca sus vicisitudes, sí fueron representados en la Junta de Oficiales por un familiar, generalmente un clérigo de su entorno, para presidir los cabildos, tanto generales como de oficiales. Ello suponía, sin duda, para la hermandad estar bajo un control mucho más directo de la autoridad eclesiástica de lo que nunca hasta entonces había estado; a cambio, recibía un cierto apoyo económico del Arzobispado para sus fiestas principales y la expectativa de ser amparada por el poder de los arzobispos. El que estos fueran Hermanos Mayores efectivos de ella pasó a ser uno de sus timbres de orgullo: mucho habían cambiado las cosas respecto a siglos anteriores en que la cofradía preservaba celosamente su independencia respecto a los poderes sociales, tanto civiles como eclesiásticos, para, mediante esa independencia, reafirmar orgullosamente su carácter étnico y enfrentarse simbólicamente con las capas altas de la sociedad. Tanto el ahora menguado número de sus cofrades, correspondiente a la creciente escasez de negros en Sevilla, como su plena asimilación cultural –que no integración social– en la sociedad sevillana, explican esta búsqueda de protección de las más altas instancias eclesiásticas, los Arzobispos, y de los sectores civiles de más alcurnia, los caballeros maestrantes, como luego veremos.

 

Fallecido el cardenal Solís en Roma, el 22 de marzo de 1775, sólo un mes más tarde de la muerte de Salvador de la Cruz, la hermandad acordó, en cabildo de 11 de junio de dicho año, ofrecer el cargo de Hermano Mayor a su hermano, el Exmo. Sr. Duque de Montellano, lo que muestra que, durante la vida del cardenal e incluso tras su desaparición, no había la idea de que a todos los arzobispos de la sede sevillana se les ofreciera automáticamente dicha distinción. Las gestiones con el Sr. Duque no debieron dar resultado y poco después es el nuevo arzobispo, el sevillano de Villanueva del Ariscal Don Francisco Javier Delgado y Venegas, quien acepta el nombramiento, en 20 de marzo de 1777, luego que «la Hermandad pasó en diputación, con todo aparato posible, a felicitar a Su Excelencia, presentándole al mismo tiempo su Memorial y suplicándole se dignase recibirse por Hermano Mayor de esta nuestra Cofradía y Hermandad, a lo que asintió con toda benignidad» (45). Con este motivo, en la Pascua de Resurrección de dicho año la hermandad costeó luminarias y músicas «en celebridad de ser nuestro Hermano Mayor el Exmo. Sr. Don Francisco Delgado y Venegas, nuestro Arzobispo», pagándose 48 reales «a los músicos y al tambor pífano con barriles» . Asimismo, en cabildo celebrado el 7 de Julio, se acordó «que nueve de los hermanos saliesen en nombre de la Hermandad a recibir a nuestro Prelado el día que hiciese su entrada pública en la ciudad, los cuales hermanos habían de ir montados a caballo, que se habían de alquilar por cuenta de la Hermandad». Poco tiempo después, ante la súplica de los morenos para que el arzobispo nombrase a uno de sus caballeros familiares para que, por su delegación, presidiera las juntas y cabildos de la cofradía, Su Eminencia concede a esta la facultad de requerir a cualquiera de sus Caballeros Capellanes para ello, siendo elegido Don Vicente Venegas, prebendado de la Santa Iglesia Catedral y sobrino de Su Eminencia.

 

Desde entonces, y hasta muy recientemente, se convirtió en tradición que los sucesivos arzobispos aceptaran el cargo de Hermano Mayor de la cofradía de los negritos y nombrasen Tenientes o Vice-Hermanos Mayores, a petición de la hermandad. Hasta el final del periodo que cubre este capítulo, el año 1810, cinco Arzobispos se recibieron de Hermanos Mayores. Tras los ya citados Solís y Delgado, el tercero fue Don Alonso Marcos de Llanes y Argüelles.

 

Respecto a este, el 6 de junio de 1784, la hermandad nombró diputación «para felicitar al Exmo. Sr. Arzobispo con motivo de su exaltación a esta Dignidad y feliz arribo a esta ciudad, y para hacerle la reverente súplica de que se incorporase a esta Hermandad» . Se designa «a Ignacio Rodríguez para que llevara la voz, y para acompañarle a Pablo de Rosas y Joseph de Jesús. También se dio comisión al Secretario primero para que compusiese la arenga e instruyese a dicho Rodríguez cómo lo había de decir» . El 29 del mismo mes, una lucida diputación de morenos llegó a Palacio, en coches de caballos –el agasajo a cuyos cocheros costó 36 reales– «para cumplimentar a S. E. y presentar el Memorial de súplica a efecto de admitir el ser Hermano Mayor» . Este Memorial, que refleja muy bien el prolijo formulismo y la ampulosidad del protocolo de la época, y que no fue redactado por ningún hermano negro sino por el Secretario blanco de la hermandad, decía textualmente: «Exmo. Sr.: La Hermandad de Nuestra Señora de los Ángeles, vulgo los Negritos, tiene, Señor, el honor de presentarse a los pies de V. E., felicitándole con motivo de su merecida promoción a este Arzobispado, ofreciendo sus más humildes y rendidos respetos, con cordiales deseos de que V. E. logre las prosperidades más cumplidas, seguidas de mayores satisfacciones. Asimismo, Exmo. Sr., manifiesta esta su reverente Hermandad que, siendo erección del Ilmo. Sr. Mena, predecesor de V. E., y favorecida después por los siguientes Exmos. Sres. nuestros Prelados y con especialidad por los Emmos. Señores Solís y Delgado, quienes desde lo alto de su Dignidad no se desdeñaron numerarse por Hermanos Mayores de esta Confraternidad, se lisonjea seguramente mediante la innata propensión de V. E. en favorecer a los humildes, merecer su protección dignándose V. E., por un efecto de su Bondad, conferirla igual gracia por su Decreto, o como fuese del agrado de V. E. en obsequio de Dios Nuestro Señor y de su Madre Santísima, que es lo que suplica la presente Diputación a V. E. con su Bendición Pastoral» . El Decreto del Arzobispo, fechado el 7 de julio, era más breve: «En vista de lo que nos pide la Hermandad suplicante, venimos muy gustosos en que nos incorpore y asiente en los Libros de ella, poniéndonos como Nos ponemos, con mucho consuelo nuestro, en virtud de este decreto que sirve de aceptación, bajo el amparo, protección y tutela de María Santísima Nuestra Señora con el título de los Ángeles».

 

Al recibirse el Decreto, «inmediatamente se publicó en nuestra Capilla con los regocijos acostumbrados de iluminaciones y música», acordándose que los mismos Diputados llevasen otro Memorial de agradecimiento a Su Eminencia –cuyo texto resultó aún más barroco que el del anterior–, pidiéndole también el nombramiento de «uno de sus Caballeros Capellanes para que en su nombre presida en los Cabildos, Juntas y Funciones de Iglesia, como se ha de costumbre con los demás antecedentes Señores nuestros Hermanos Mayores» . El designado fue Don Tomás de Morales, quien fue recibido en el cargo solemnemente en cabildo del 15 de Agosto.

 

Cuando murió el arzobispo, a comienzos del año 95, la hermandad acordó enviar una diputación a la Casa Arzobispal y también, «si ello fuese permitido, los hermanos alternativamente asistiesen con cirios encendidos durante la exposición del Venerable Cadáver y la Hermandad asistiera al entierro con estandarte y cirios» . Lo cual no fue aceptado, como lo expresa la lacónica nota que puede leerse tras el acta del acuerdo anterior: «No tuvo a bien el Ilmo. Cabildo Eclesiástico el que nuestra Hermandad cumpliese sus deseos, y así sólo se ciñó al doble y sufragios en nuestra Capilla» . Una cosa era que el arzobispo, en prueba de humildad en vida, fuese Hermano Mayor de los negros y otra bien distinta que estos consiguieran protagonismo en los rituales de la muerte del prelado.

 

El cuarto arzobispo Hermano Mayor fue Don Antonio Despuig y Dameto, quien se dignó decretar «como lo piden», tras serle expuesto el correspondiente Memorial por la diputación de la hermandad que le visitó el 15 de Febrero de 1796 para ofrecerle el cargo. Poco después, el prelado nombró Teniente de Hermano Mayor a Don Antonio Malo, que fue el propuesto por la hermandad para dicho cargo, a través de la elección que hizo personalmente el Secretario, Don Agustín Pérez Laín, por delegación de la junta de oficiales. Al nuevo representante del arzobispo se le pidió reiteradamente tomara a su cargo la formación de nueva Regla, pues la antigua le había sido retirada a la cofradía, como veremos más adelante. Sin embargo, el Arzobispo marchó pronto a la curia romana, dejando la sede episcopal descubierta de hecho, por lo que sería nombrado nuevo arzobispo Don Luis María de Borbón, Duque de Cinchón, hijo de aquel infante Don Luis Antonio de Borbón que también había sido arzobispo de Sevilla en la primera mitad del siglo y hermano de la joven esposa de Francisco de Godoy, el primer ministro y favorito del rey Carlos IV.

 

Tenía sólo 22 años cuando el Borbón hizo su entrada solemne en la ciudad, en junio de 1799, acompañado de su hermana y vistiendo «de corto, con puños y el pelo rizado con polvos», como recoge Justino Matute en sus Anales . Su acceso al cardenalato sólo se hizo esperar un año, siendo también nombrado Primado de España, con sede en Toledo, por lo que estuvo en posesión de las dos diócesis más ricas del pais, fijando su residencia en la ciudad castellana (46). Poco después de su entrada en la ciudad recibió a la correspondiente diputación de los negros, aceptando el cargo de Hermano Mayor, como se le suplicaba en el consabido Memorial, y confirmando como Teniente de Hermano Mayor al Dr. D. Isidro Malo, Pro-teólogo Consultor de Cámara de Su Eminencia, quien tomó posesión el 29 de julio, concurriendo los tres días de la fiesta de Agosto.

 

La Hermandad se vería pronto privada de Teniente de Hermano Mayor, ya que en la gran epidemia que asoló Sevilla desde mediados de Agosto del 1800 murió el antes citado, por lo que a finales de año ha de solicitarse el nombramiento de un nuevo Teniente. En el Libro de Actas de la cofradía se recoge la siguiente relación: «Dios Justo y Santo afligió a esta Ciudad con una desconocida enfermedad apidémica, por la que perecieron intra y extramuros sobre veintiocho mil personas, entre párvulos y adultos de ambos sexos, siendo el varonil el que más padeció. Tuvo su principio en Cádiz, de allí se extendió y en Triana se reconoció en 14 de agosto de 1800. Salió a los Humeros extramuros, de allí al Barrio de San Vicente intramuros, de suerte que en octubre tomó su mayor incremento, siendo el mayor estrago desde el 4 al 20 de dicho octubre. Entre los sujetos que fueron víctimas tocó la desgraciada suerte al Sr. Don Isidro Malo, lo que motivó dirigir representación al Sr. DR. don Sebastian de Gorvea, Dignidad y Canónigo de esta Santa Iglesia con dos objetos, el primero felicitar a nuestro Dignísimo Prelado y Amabilísimo Hermano mayor, el Exmo. y Emmo. Sr. Don Luis de Borbón por su exaltación al Purpurado, y suplicar a S. E. nombre nuevo Teniente…» El 17 de marzo del siguiente año 1801 una diputación de la hermandad acude a Palacio, «en carroza y coche de respeto», esta vez para felicitar al Arcediano Titular de la Catedral, que había sido nombrado Co-Administrador del Arzobispado, al haber fijado el Arzobispo titular su residencia en la Sede Primada de Toledo, como ya señalamos. Don Vicente Sessé, Racionero de la Catedral, fue el nuevo Teniente de Hermano Mayor, tomando posesión del cargo en cabildo de 7 de marzo de 1802.

 

La hermandad encargó en 1784 el retrato del cardenal Don Francisco Delgado, al morir este, costando 140 reales y colocándose en la capilla, acordándose también realizar una copia del de su fundador, Don Gonzalo de Mena, el cual fue costeado en 1799 por un hermano, realizándose asimismo el de Solís. A partir de entonces, fue norma que al fallecer cada Arzobispo Hermano Mayor la cofradía encargase un retrato del mismo, para perpetuar su memoria, lo que dio lugar a la colección que hoy posee como parte de su patrimonio histórico y artístico. Algunos de ellos fueron obra de destacados pintores sevillanos en su época, como es el caso de Antonio Cabral Bejarano, de principios del XIX.

 

Desde 1766, al ser los sucesivos Arzobispos Hermanos Mayores de la cofradía, la máxima figura representativa puesta a elección en los cabildos fue la de alcalde. Dicho año lo era Manuel Monsalve, sucediéndole Juan Joseph Gandía, Jose Antonio Pintado y Antonio Jose de la Concepción Ponce de León –cuyo apellido tomó de su dueño, como era bastante usual–. Este último, en 1776, se ausenta de Sevilla, al tener «muy quebrantada la salud», por lo que se le da «por cumplido en su oficio», nombrándose entonces dos alcaldes: Joaquín de Cala, como primero, y Pedro de Portugal, como segundo, quienes dejan respectivamente los cargos que ejercían, de fiscal y prioste.

 

En 1778 mueren casi a la vez, en la segunda mitad del año, los dos alcaldes, nombrándose interinamente a Juan de Silva, que es confirmado como alcalde 1º en las elecciones del año siguiente, en que fue nombrado 2º Antonio de la Concepción, que ya lo fuera años antes. En 1781, este pasa a primero y Pablo de Rosas, anterior prioste, es elegido segundo. Tres años después este sería primero y Joseph de Jesús segundo. En realidad, y sin necesidad de que se presenten imprevistos, en las elecciones anuales se produce, básicamente, una rotación de cargos, aunque esto no constituía novedad ni dejaría de ser así posteriormente.

 

Pero es, sin duda, como ya señalamos, el cargo de mayordomo el de mayor responsabilidad y el que a veces produce mayores problemas. Si la mayordomía va bien, la hermandad atravesará un periodo de florecimiento, como ocurrió en la larga etapa en que la ocupó, con carácter prácticamente vitalicio, Salvador de la Cruz; caso contrario, el declive o al menos el estancamiento será seguro. Incluso, a veces, el deficiente ejercicio del cargo, por incumplimiento de las obligaciones que este conlleva o por haber quedado endeudado con la cofradía, puede generar graves disgustos e incluso recursos judiciales, aunque se procura que, en lo posible, las disensiones no salgan al exterior. Un ejemplo de estos problemas es el ocurrido a comienzos de los años 80: en 1781 muere el mayordomo, Juan de Silva, sin dejar las cuentas en regla, asumiendo el cargo Pedro de Portugal, que anteriormente había ocupado diversos cargos, entre ellos los de prioste y alcalde. Pronto empezarían los problemas: en cabildo celebrado en el mes de marzo del siguiente año, y en ausencia de este, «expuesto por algunos hermanos que se ignoraba enteramente el estado en que tenía el actual Mayordomo la cobranza de las rentas que debe percibir la Hermandad de las fincas que tiene, se determinó por todos que se le haga saber al citado Mayordomo presente inmediatamente las cuentas y gastos que ocurrieron en la festividad de Nuestra Señora el día 2 de Agosto que pasó de 1781 y que el presente Fiscal sea quien hga saber esta determinación al expresado mayordomo «. Un mes después, en un nuevo cabildo, el Fiscal informa que ha estado varias veces con el aludido mayordomo «pero que nada había conseguido, porque el citado Portugal daba varias excusas«, añadiendo que, en su opinión, «la Hermandad se vería en la necesidad de tomar otra providencia«. Esta se concretó en el mes de mayo, en que se nombran mayordomos-administradores interinos a los hermanos Pablo de Rojas, alcalde segundo, y Don Agustín Pérez Laín, secretario segundo, suspendiéndose de su cargo a Pedro de Portugal «por haber faltado a la confianza, en perjuicio de los bienes de la hermandad», y porque «volvió de nuevo a excusarse protestando sus quehaceres y otras disculpas de este tenor» . Se considera que «sería forzoso pedirle las cuentas judicialmente, lo que (dicho hermano) debía evitar por el escándalo que se daría y por los gastos que se ocasionarían a esta Hermandad».

 

Aceptando este último argumento, el sancionado ex-mayordomo entrega finalmente las cuentas, que son examinadas por los dos secretarios, quienes en nueva junta de oficiales, a finales de octubre, informan que aquel adeudaba a la hermandad más de mil reales de vellón, por lo que comisiona al alcalde primero y al fiscal para que le soliciten «satisfaga dentro de un mesel alcance que de sus cuentas resulta a favor de esta Hermandad, y que de no ejecutarlo así se verá la Hermandad en la de proceder en contra de él judicialmente» . A la vez, se nombra mayordomo efectivo a Ignacio Rodríguez, a la sazón fiscal, y a Joseph de Jesús para cubrir este cargo. Como es de esperar, la cuestión no terminó aquí: en marzo de 1783 el nuevo fiscal informa «que el citado Portugal les había dado diferentes palabras de que satisfaría muy en breve lo que no había cumplido, y sí habían sabido que se ausentó de esta ciudad con el mayor sigilo y en una suma pobreza, lo que entendido por la Hermandad acordó que se pongan por el Secretario las cuentas en el Libro adonde corresponden y que se anote el alcance que resulta contra el citado Portugal para que si vuelve a esta ciudad o se sabe está en mejor fortuna se le obligue a que satisfaga su descubierto» . Sólo varios años más tarde quedó resuelto el asunto, al entregar el ex-mayordomo, en 1787, 200 reales a cuenta de su deuda, y 600 más en 1789, perdonándoseles los doscientos restantes, con lo que años más tarde volvería a ocupar cargos en la Mesa de la hermandad, aunque nunca más el de mayordomo.

 

Las repercusiones del problema habido con Pedro de Portugal, al quedar este al descubierto en las cuentas de su mayordomía, no terminaron en él sino que repercutieron en la actitud de otros hermanos que a partir de entonces pusieron mayores resistencias para aceptar dicho cargo, por temor a que pudiera ocurrirles algo parecido. Así, por ejemplo, en diciembre de 1784 –cuando aún se encuentra el problema descrito sin cancelar– el mayordomo Ignacio Rodríguez manifiesta al resto de los oficiales que «aunque sabía leer y escribir le era muy penoso llevar la cuenta de los gastos de la Hermandad y que no quería exponerse a salir alcanzado, como había sucedido con Pedro de Portugal, mediante lo cual o se le relevara del oficio o se le pusiera un sujeto que percibiese y pagase, llevando cuenta para darla a la Hermandad, quedando él pronto a cumplir con las demás obligaciones de mayordomo» . Ante esto, se faculta a Don Agustín Pérez Laín, Secretario 2º, para realizar cobros, percibir rentas y realizar pagos, con el encargo de llevar las cuentas, lo que aún realizaba quince años después, hasta la entrada en la mayordomía de Pedro María del Campo, en que la situación volvió a normalizarse retomando el mayordomo todas las funciones del cargo.

 

Algunos problemas hubo también en este siglo con personas que desempeñaban o pretendían desempeñar el cargo de capiller, especialmente por las extralimitaciones en sus funciones o por su insuficiente reconocimiento de la autoridad sobre él de la junta de oficiales. Así, en 1710 es preciso convocar un cabildo extraordinario para tratar de un Vicente Rios, que «pretendía ser Capiller y que se le entregaran los bienes y llaves de la Capilla, y habiendo visto y considerado los enredos y chismes del susodicho, y de haber salido fuera de Sevilla a pedir limosna en nombre de la hermandad…», se le expulsó de la hermandad. Y en 1780 el mayordomo se queja de que «el Capiller no le tenía aquella subordinación debida con respecto a los asuntos de la Hermandad, excediéndose aún en proferir algunas palabras algo injuriosas sin en ningún modo cumplir con lo que se prevenía», por lo cual pide al resto de los oficiales que «para evitar acasos funestos se le diese por cumplido en su empleo», acordándose finalmente apercibirle gravemente y «caso de no conformarse, deponer al dicho Capiller», como así se hizo. Dos años más tarde, el problema es bien distinto: el nuevo capiller, Joseph de Silva, está en el hospital gravemente enfermo y los oficiales consideran que «por si Dios se lo llevaba sería conveniente nombrar otro que entrase en su lugar», acordándose «que la mujer de dicho Silva continuase en el oficio de su marido, en atención al aseo y primor con que tenía la Capilla».

 

En cuanto a los Secretarios, ya conocemos el generalmente largo periodo que una misma persona ostenta el cargo, por las características de este –ser persona blanca, de prestigio, versada en letras y cuentas, y bienhechor de la cofradía–. Por ello no son muchos los nombres, sobre todo en relación a los otros cargos, que aparecen en él a lo largo del siglo. Citaremos a los más destacados. En los años 30 y 40 lo es Don Carlos Luis de la Cerda, en los 60 Don Melchor Reyes Lalana y Casaus, el cual, en 1771, al vivir fuera de la ciudad, en la villa de Castilleja de la Cuesta, es sustituido por Don Juan Antonio Villarreal, nombrándose como segundo a Don Francisco Moreno de Luque, aunque en el 74 consta de nuevo Don Melchor Lalana como primero, siendo nombrado su segundo, en 22 de enero del siguiente año, Don Ricardo Blanco (White) –ya mencionado repetidas veces a lo largo de esta Historia–, que había ingresado en la hermandad pocos meses antes, concretamente el 15 de octubre de 1774, y que fue tomando crecientemente el conjunto de las obligaciones del cargo, hasta el punto que en 1780 pide a los oficiales que se nombre un segundo para asistirle en ellas, ya que tanto Don Melchor Lalana como Don Francisco Moreno de Luque «no pueden asistir a sus empleos por sus ocupaciones en la Casa Arzobispal» . Designándose al efecto a Don Agustín Pérez Laín, al cual nos referimos anteriormente al tratar del problema de los mayordomos. Ricardo Blanco, el cual alterna el uso de este apellido con el de White hasta que definitivamente sólo aparece la versión en inglés, pertenecía a una destacada familia ilustrada sevillana, uno de cuyos miembros era el hoy tan conocido Jose María Blanco White, autor de las Cartas de España desde su exilio en Inglaterra, luego de haber dejado no sólo el sacerdocio y su cargo de Magistral de la Capilla Real sevillana sino también la religión católica pasándose al anglicanismo. El White secretario y alma de la cofradía durante casi 50 años era un destacado industrial de la ciudad, propietario de una fábrica de curtidos situada extramuros, cerca de la capilla, en los aledaños de la Puerta Osario, que fue durante toda su vida un fervoroso cofrade y benefactor de la hermandad. Tenía, sin embargo, como aquel, una formación ilustrada, lo que le hizo interesarse por la historia de la hermandad hasta el punto de escribir, en 1798, las páginas a las que varias veces hemos hecho ya referencia, que serían la base utilizada por Bermejo en sus Glorias Religiosas de Sevilla del año 1882 para tratar sobre ella.