Cap.II.  El patrimonio de la hermandad.

 

Durante todo el siglo XVII, la hermandad fue incrementando su patrimonio. Ya anteriormente nos hemos referido a los pasos e insignias para la estación de penitencia pero conviene complementar esto con todo lo referido al culto interno y la vida cotidiana de la corporación. Afortunadamente, se conservan varios inventarios, todos ellos muy detallados, que se realizaban en la toma de posesión del nuevo mayordomo, en presencia, al menos, del alcalde y el escribano. La fórmula ritual, muy bella, con la que comienzan las actas de entrega del patrimonio de la cofradía, en la segunda mitad del siglo, es la siguiente: «Primeramente se le entrega al susodicho –aquí el nombre del nuevo mayordomo– a nuestra Señora y Madre Santa María de los Ángeles, vestida y puesta en su altar, con un vestido de terciopelo negro y su corona. Más, al Santo Christo puesto en la cruz y en el altar, sobre un dosel rosado y amarillo. Con más, a San Benedicto de Palermo. Con más, una imagen de bulto pequeñita –la de alegría–» .

 

Estas eran, por orden de importancia, las imágenes de la cofradía: como tercer titular de esta, aunque nunca haya figurado como tal en su título oficial, y anteponiéndose ya entonces a la Virgen «de gloria», encontramos a San Benito de Palermo, el franciscano negro, hijo de esclavos sicilianos, muerto en olor de santidad en 1589, el 4 de abril, día en que la Iglesia celebra su fiesta. Muy poco después de su beatificación en 1643 (la canonización no tendría lugar hasta 1807), la cofradía de los morenos sevillanos comenzó a rendirle culto: se trataba de un beato negro contemporáneo en cuyo reconocimiento como tal se reconocía la santidad posible en los individuos de una etnia despreciada, o al menos menospreciada, como la de los negros. A través de la veneración a San Benito, los morenos sevillanos reafirmaban su etnicidad, su orgullo de raza, y su derecho a la integración social: desde entonces, su hermandad no sólo poseía un Cristo y una Dolorosa, como cualquier otra hermandad de la ciudad, sino que, además, tenía un santo propio, un negro como ellos.

 

La imagen de San Benito de Palermo, que en dicho año 1807, el de su canonización, iría en procesión desde la capilla hasta la Casa Grande de San Francisco, era, hasta la desafortunada remodelación de 1964, una imagen de vestir, es decir, se componía solamente de la cabeza y las manos, y se cubría «con su hábito de holanda, aforrado la capilla y los mangos en tafetán, y su rosario» . Desde el siglo XVIII poseyó retablo propio, colocado frente al del Cristo, en el que figuraban también dos pequeños lienzos de otros dos santos negros, estos legendarios: San Elesbán, rey de Etiopía, del que se cuenta rehusó a su corona para convertirse en monje en Jerusalem, y Santa Efigenia, también etíope –es decir, negra cristiana– que la tradición señala como bautizada por San Mateo y martir, junto con otras doscientas doncellas, en un monasterio al que pegó fuego el impío Hitaco, despechado por la tenacidad con que aquellas defendían su virtud. En la reconstrucción de la capilla en 1964, con el objetivo, o excusa, de conseguir dar más amplitud a esta, el retablo desapareció y con él los dos pequeños lienzos, siendo modificada la imagen de San Benito, insertándose su cabeza y manos en un cuerpo convencional con vestidura estofada, de dudoso gusto, y colocándosele en una repisa. Claro que en la década de los sesenta del siglo veinte la hermandad no era desde hacía tiempo una cofradía étnica y San Benito apenas si tenía significación, aún más teniendo en cuenta el auge por dichos años de la devoción generalizada a un santo mulato «moderno»: San Martín de Porres, cuya imagen, pequeña y de serie, se incorporó a la capilla, sobre repisa más pequeña que la de San Benito, por dichos años.

 

Volviendo al siglo XVII, los inventarios nos muestran que el altar del Cristo tenía cuatro cuerpos de madera, pintados de diferente color cada uno de ellos, con tarjetas con atributos de la pasión, y el de San Benedicto constaba de tres cuerpos, también de diferentes colores, con cartelas de las cinco llagas y un corazón con dos clavos. Estos dos altares tenían candelabros de madera pintados de azul, el color de siempre de la hermandad, mientras que el altar mayor, que era el de la Virgen de los Ángeles dolorosa, tenía cuatro blandones negros y dorados más otros cuatro encarnados y seis azules, y «ramilleteros con sus pies de búcaro». Ante él estaba encendida permanentemente una lámpara de aceite,» con que se alumbra la madre de Dios». A ambos lados de este altar había dos cuadros grandes, de cuatro varas y media de largo, «el uno de San Joseph y San Roque y el otro de Santo Domingo y San Agustín».

 

La Virgen de los Ángeles de alegría poseía un vestido de raso blanco con manto azul y otro de damasco azul y la Dolorosa tenía «dos camisas», varios vestidos — uno» de damasco azul de la China sin forro ni guarnición» y otros de felpa y de terciopelo–, «un escapulario azul de tafetán», así como dos tocas, «la una de Reina y la otra de beatilla», dos toallas (sudarios de tela blanca que tenían en las manos las Dolorosas de la época) y dos velos, uno «de tafetán azul con puntos blancos de filo y el otro de carmesí rosado llano» .

 

El Santo Cristo, aún sin título específico, también poseía velos que cubrían el paño tallado de la imagen, como era la costumbre de aquel tiempo: en 1674 se registran dos, uno «de gasa blanco con cinco paños pegados, los puntos de seda encarnada» y el otro «de tafetán carmesí de cinco paños con puntos pequeños de oro».

 

Los enseres para los cultos internos también se incrementan. En el último año citado, se cuentan 6 frontales de altar, uno «de lana verde de plata con su frontalito de lo mesmo», otro «de damasco de lana azul y blanco con galón dorado falso «, un tercero también de damasco liso, y tres «de damasquillo de lana encarnado y rosado con sus flecos azules» ; «tres manteles blancos de los altares con sus puntos de filo blancos» ; varios palios, «de seda de colores», «de soles verdes y blancos con sus puntitos blancos», «de puntos blancos», y «de soles azules» ; «un sitial de terciopelo negro, que está puesto con sus ángeles», «una cruz de ébano con un Santo Cristo de estaño y los remates de plata» y otra cruz «de vidrio azul» Contaba asimismo la hermandad con aras para cada uno de los tres altares, varias casullas de damasco con sus correspondientes albas, estolas y manípulos, una bolsa de corporales, un hostiario de carey y un caliz de plata con su patena, corporales y dos pañitos, «el uno rosado con sus puntas de oro pequeñas y el otro de cáñamo bordado en seda azul» .

 

La capilla, construida, como sabemos, a mediados del siglo anterior, tenía una sola nave y en ella hubo siempre que realizar frecuentes obras, debidas sobre todo a la modestia de la construcción y la gran humedad del lugar. Consta que en 1641 se estaba reparando su fachada, con un costo de 150 reales pagados a Juan Carmona, albañil; que en 1656 está en obras, que duraron varios años, ya que en el 60 aún se realizan demandas «para ayudar a levantar la Capilla» y «para la obra»; y que en 1675 se modificaba su testero y se construían una nueva sacristía y otras dependencias. En su interior tenía dos pilas de agua bendita, una de piedra y otra de cerámica de Talavera, esteras de esparto –que primero eran sólo cuatro y aumentaron luego a diez más otras dos de junco– y varios bancos, así como otro banco «de tres sillones de los sacerdotes» . En las paredes había una serie de cuadros, entre ellos un lienzo grande de San Fernando y Nuestra Señora de los Reyes, otro, también grande, de Nuestra Señora de Belén, otro de la huida a Egipto, uno más representando el Calvario, otro de la Concepción y varios de diferentes santos, entre ellos San Juan, San Cayetano, Santa Rosa y San Miguel, todos con molduras negras y doradas, además de «otros seis de diferentes devociones». También estaba en la capilla, enmarcada, la bula de Urbano VIII confirmando a la hermandad.

 

Para las fiestas principales se ponían colgaduras, renovadas en 1679 con la donación de 9 doseles de tafetán por parte de doña Inés María de Vega, mujer de don Adrián Estuarte, vecinos de la collación de San Bartolomé, «con condición que no los pueda el dicho mayordomo prestar ni vender, ni los señores alcaldes ni hermanos que son y serán de aquí en adelante, y que si cualquiera de dichos casos aconteciera pueda dicha señora quitarlos y volverlos a su casa, porque la voluntad de dicho señor, su marido, es que sirviesen a dicha capilla Santa María de los Ángeles y no a otra parte alguna, y en su testamento lo anota como aquí está escrito» . Además, había una mesa para los cabildos con paño azul, arcas para guardar la cera y ornamentos, una de ellas «grande, de pino, de tres cuartas de alto, siete de largo y tres de ancho con sus cantoneras y tres llaves con sus cerraduras», «un espejo con su moldura dorada y negra, encima del cajón de la sacristía donde se visten los sacerdotes» y, sobre él, «un Santo Cristo crucificado con su sitial de landilla encarnada». Además de» el libro de la regla de la cofradía» y varios libros de cuentas y de asentamiento de hermanos.