Capítulo V. El nuevo auge de la hermandad. El paso de palio de Juan Miguel Sánchez y la nueva Capilla.

 

                        Si bien a la altura del año 52 la cofradía parecía haber remontado su época más dura e involucionista del siglo XX, ya que ciertos personajes habían sido alejados de ella o quedaron en segundo término, su situación era, en todos los planos, muy insatisfactoria: había una serie de deudas difíciles de hacer frente, el número de hermanos no pasaba de unos pocos cientos y era muy reducido el de activos, la Capilla estaba permanentemente cerrada, salvo 10 o 12 días al año, y presentaba problemas de conservación, no había retablo mayor –pues el anteriormente existente, de principios del XIX, que estaba ya en deficiente estado, lo acabó de destruir la ya citada arriada de 1948–, y la mayor parte de los enseres de la cofradía se hallaban fuertemente estropeados.

 

                        Algunas cosas, como hemos visto, había realizado la Junta que puso fin a los catorce años de Casillas, pero el panorama continuaba siendo bastante desolador. En el año 52, sin embargo, se abría una nueva etapa en la historia contemporánea de la hermandad, aunque ello no fuera percibido hasta años más tarde. Desde entonces, y durante tres décadas, el tándem formado por Luis Rivas –primero como Mayordomo y luego en otros diversos cargos pero siempre manteniéndose como centro decisorio– y Enrique García Carnerero –como Alcalde, luego Teniente de Hermano Mayor y, a partir de un determinado momento, Teniente de Hermano Mayor “perpetuo» — dominó completamente la vida de la cofradía, llevando a esta a un nivel difícilmente imaginable años antes, sobre todo en cuanto a su patrimonio inmueble y artístico. Rivas era médico, había vivido siempre en el barrio y pertenecía a la hermandad desde los años veinte, aunque estaba también muy ligado a la cofradía de la Macarena. Don Enrique era un industrial soltero que poseía prósperos negocios de ferretería, incluido un comercio importante en la Plaza del Pan, y vivía junto con sus dos hermanas, asimismo solteras, en una gran casa sevillana de la calle San Isidoro. También pertenecía a la hermandad desde los años veinte e incluso había sido elegido dentro de la Junta no aprobada por Ilundain que encabezara García de la Villa en 1930. Aunque, como ya hemos dejado señalado, siempre constituyó una solución de emergencia a la que acudir para problemas económicos especialmente graves, hasta los años cincuenta no se convirtió en el decidido bienhechor de la hermandad, precisamente por la vía de Luis Rivas, que, como médico, había llegado a obtener su completa confianza, y de Juan Miguel Sánchez, catedrático de pintura de la Escuela Superior de Bellas Artes y académico, cuñado de este último, que completó la triada de personajes claves, tras alcanzar también una situación de estrecha amistad y confianza con los hermanos García Carnerero.

 

                        Rivas había sido el crítico más duro de la labor de Casillas, con quien había llegado a un fuerte enfrentamiento personal, e incluso judicial al haber sido acusado por este de masón –una acusación no por absurda menos peligrosa en aquellos años–. Al desplazar a Casillas, se convirtió, aunque no inmediatamente, en el tercer hombre fuerte de la época blanca de la hermandad, consiguiendo hábilmente ser reconocido como tal por la gran mayoría de quienes habían colaborado con el anterior mayordomo, mediante la combinación de innovaciones, costeadas básicamente por Don Enrique y diseñadas por Juan Miguel, con el mantenimiento de gran parte del estilo creado en la etapa anterior. Al igual que con los dos hombres fuertes anteriores –Gallart y Casillas–, el dinamismo de la vida interna de la corporación fue, durante sus treinta años de poder, en general restringida, y las iniciativas y aportaciones de personas no directamente ligadas o dependientes de él muy difíciles de llevar hacia adelante, dada su personalidad autoritaria, el control ejercido sobre todas las cuestiones y la interpretación en clave de deslealtad y cuestionamiento personal de cualquier tipo de discrepancia. Pero, contrariamente a las otras dos etapas autoritarias anteriores, ahora la cofradía progresó, incluso espectacularmente, en realizaciones.

 

                        En mayo del 52, tras los problemas con los dos anteriores mayordomos, Luis Rivas pasa a hacerse cargo de la mayordomía y, rápidamente, Juan Miguel Sánchez es nombrado Director Artístico, con derecho de asistencia a las Juntas con voz y voto. Desde enero del 53, la Capilla permanece abierta todos los domingos y festivos de 10 a 1, lo que supone toda una novedad y permite que las Imágenes puedan ser visitadas libremente al menos una vez a la semana; y el Jueves Santo del mismo año se estrena un estandarte ricamente bordado en oro sobre terciopelo azul, donación de Don Enrique, aprobándose también la realización del proyecto de nuevo retablo para la Virgen de los Ángeles.

 

                         En 1954, de nuevo Don Enrique costea otra insignia, el Senatus, también de terciopelo azul bordado en oro, y al tener que dejar el cargo de Alcalde, por cumplir cuatro años en el desempeño del mismo, es nombrado Teniente de Hermano Mayor. En este año se cumplían el Cuarto Centenario de las primeras Reglas conocidas de la Hermandad y el Primero de la proclamación del dogma de la Inmaculada. Para celebrarlos, se acordó situar como hermanos número uno y dos de la hermandad, a título perpetuo, a Francisco de Molina y Pedro Francisco Moreno, los negros libres que en el siglo XVII se vendieron para costear cultos a la Concepción sin mancha de María, y completar la túnica blanca y el cíngulo azul-celeste de los nazarenos con un escapulario también azul-celeste, de lanilla. Aunque lentamente, el número de hermanos iba ya en constante aumento, lo que también se reflejaba en el cuerpo de nazarenos de los dos últimos años, por lo que se realiza una petición al Consejo de Cofradías de 5 minutos más de paso por la carrera oficial, así como de 30 minutos más de tiempo en la entrada.

 

                        El 8 de Junio del mismo año, el Cristo de la Fundación, la Virgen de los Ángeles y San Benito de Palermo han de ser trasladados a San Roque para proceder a la obra de cambio de varias de las vigas del techo de la capilla, que eran de hierro y estaban parcialmente carcomidas por la acción del yeso, amenazando hundirse. En la parroquia, desde el domingo siguiente, hubo misa todos los domingos y festivos ante el altar provisional de los Titulares y ejercicio los jueves, lo cual dinamizó el contacto entre los cofrades. Nueve meses se prolongaría esta situación provisional, hasta el 12 de marzo del año siguiente, en que se realiza el regreso en Vía Crucis a la Capilla. También hubo de renovarse la campana de esta, que era de 1685 y estaba dañada, siendo costeado su importe por los hermanos García Carnerero, que actuaron de padrinos en la bendición.

 

                        El 21 de Enero del 55, renovando antiguas tradiciones, una comisión de la hermandad visita al recientemente nombrado Arzobispo-Coadjutor y Administrador Apostólico, Don Jose María Bueno Monreal, que acepta ser Hermano Mayor, nombrando como Delegado al párroco de San Roque y Director Espiritual de la cofradía, que entonces lo era Don Diego Guzmán y Pavón. También se ofrece a realizar personalmente la bendición tras la finalización de las obras que estaban en curso en la Capilla y autoriza en esta la celebración de la misa los domingos y festivos, lo que tiene lugar desde el 11 de abril siguiente, comenzándose también a realizarse cultos todos los viernes. En agradecimiento, la hermandad dona al Arzobispado, para la parroquia de los Remedios, la pila bautismal existente en la capilla desde hacía siglos, lo que supuso una merma no suficientemente valorada de su patrimonio histórico.

 

                        El año 56 se suscitó un grave problema por razones del todo ajenas a la hermandad: tras 50 años de volver a hacer estación el Jueves Santo, que era el día de salida en el siglo XVI, peligraba su continuidad en dicho día, como resultado de la Reforma Litúrgica dictada por Pio XII respecto al Triduo Sacro de la Semana Mayor. El Papa había dispuesto que el Sábado pasara desde ser de Gloria a constituir un día de riguroso luto, con la vigilia pascual en su noche convertida en centro de toda la Semana, al celebrarse en ella la Resurrección. Y el Jueves Santo era subrayado como día de la Eucaristía y del Amor Fraterno, pasándose los Oficios de la mañana a la tarde, con lo que en Sevilla se acortaban sobremanera las horas de las tradicionales visitas a los Monumentos y venían a coincidir estas, en su horario, con el de las hermandades de esa tarde. El problema era importante, y difícilmente soluble, porque las autoridades eclesiásticas enfatizaban la necesidad –aunque no fuese formalmente declarada precepto– de la asistencia a los Oficios de todos los fieles, incluidos, claro está, los cofrades. Y rápidamente se consideró que los desfiles procesionales «distraían» de esa obligación a los creyentes y podían impedir la participación en ellos de quienes realizaran su estación de penitencia a primeras horas de la tarde.

 

                        En un primer momento, se sugirió solicitar a Roma hiciese una excepción con Sevilla en cuanto a que permanecieran los Oficios del Jueves por la mañana, pero el Arzobispado no consideró adecuado tramitar la petición, a pesar de que esta era factible según las normas de la Santa Sede. Ante ello, el Consejo de Cofradías y el Arzobispado consideraron dos opciones: «liberar» totalmente de cofradías el Jueves Santo o reducir su número, trasladando a algunas de ellas a otros días. Aquel año se optó por lo segundo, pidiéndose el parecer de las hermandades potencialmente afectadas, que eran las primeras de la tarde. La antigua de los negros planteó dos posibilidades, ambas sobre la base incuestionable de no cambiar por ningún concepto el día de la estación a menos que eso mismo hiciesen todas: la primera era comprometerse a aceptar el lugar y hora que se le determinase; la segunda, verificar la salida tras asistir corporativamente a la celebración de los Oficios, pasando por la carrera oficial inmediatamente detrás de la hermandad de Pasión, que era la última del día.

 

                        El Consejo optó por lo primero, aplicando un retraso de una hora a las cofradías de la Madrugada y determinando que la hermandad fuese la primera del Jueves, teniendo que estar su Cruz de Guía en la Campana a las 8 de la tarde. No se fijaba la hora de salida de la Capilla, pero sí se indicó que debía efectuarse una vez terminados los Oficios. Tanto la hermandad que hasta entonces precedía a la de Los Negritos como la que iba detrás de ella fueron desplazadas, La Trinidad al Sábado Santo, que por primera vez pasaba a ser día de cofradías –antecediendo al Santo Entierro, que se pretendía hiciera estación todos los años, y a la Soledad de San Lorenzo– y la de Los Caballos al Viernes por la tarde –entre la Soledad de San Buenaventura y El Cachorro–. El esfuerzo que hubo de realizar la cofradía aquel año fue enorme: todos los nazarenos salieron formados de la Capilla para asistir en la parroquia a los Oficios de las 5 de la tarde, que duraron más de una hora, volvieron luego a la Capilla para organizar el reparto de cirios e insignias, y se efectuó la salida a las seis y media –dos horas después de lo usual en años anteriores–, con el compromiso de estar en la Campana a las 8, lo que se logró con un andar rápido de los costaleros. La entrada se realizó sobre la una de la noche. Aquel año, como seguía prohibida la salida de niños como nazarenos, hubo un numeroso grupo de hermanos monaguillos ante el paso de la Virgen. Tras este fueron la Banda de cornetas La Giralda y la de Música de Salteras, cobrando la primera 1.000 pesetas y la segunda 2.200.

 

                        El esfuerzo del año 56 no tuvo que ser repetido en el siguiente, en que se aceptó la coexistencia el Jueves Santo, en unas mismas horas, de los Oficios en las iglesias y algunas cofradías en las calles, adelantándose de nuevo el horario de estas. Pero ello se preveía, no obstante, sólo por un año, ya que en el pleno de hermandades celebrado el 11 de marzo, para tratar sobre «la conveniencia de suprimir las cofradías del Jueves Santo, habida cuenta de las disposiciones derivadas de la nueva liturgia y que al acoplarlas a nuestras tradiciones ha creado varios problemas», las cofradías, o al menos sus representantes presentes, se plegaron a la sugerencia del Arzobispo Bueno Monreal, favorable a dicha supresión, aprobándola aunque con la consideración de que debería hacerse tras un cuidadoso estudio de los reajustes «y haciendo la propaganda y ambiente necesario a esta trascendental medida» . Además, «para evitar los perjuicios económicos que pudieran causarse a determinados sectores», la eliminación de cofradías el Jueves Santo «tendría que ser general, por lo menos, en toda Andalucía”. La posición de la hermandad en las reuniones habidas fue la de apoyar la propuesta siempre que esta afectara a todas las cofradías sevillanas del Jueves Santo en bloque.

 

                        Pero, creemos que afortunadamente para la Semana Santa sevillana, la idea, aunque aprobada por el plenario de Hermanos Mayores, no saldría adelante, y el año 59 incluso se permitió a la cofradía de Santa Catalina volver al Jueves, situándose, como antes lo hacía, detrás de la antigua de los negros. Como ambas tuvieron los tres años anteriores la misma cuadrilla de costaleros, la de Ariza, se llegó al acuerdo de que este siguiera con Los Caballos y Los Negros contratara otra distinta, que fue la de Salvador Dorado «el penitente», al que nos referiremos más adelante. De todos modos, durante unos años, el Jueves Santo fue un día sin duda devaluado respecto a su brillantez anterior de jornada eje de la Semana Santa, sobre todo al perder su categoría de día festivo a todos los efectos –que luego habría de recuperar en Andalucía por decisión de la Junta autonómica– y convertirse en casi una antesala de la Madrugada, descendiendo espectacularmente el número de mujeres con mantilla, el de nazarenos comparativamente con varios otros días de la Semana Mayor, y declinando otros signos tradicionales de este Jueves del que se decía «reluce más que el sol» . No obstante esto, el día lentamente recobraría una gran parte de su brillantez tradicional, al rechazarse otras iniciativas como la que tuvo lugar el año 63 de creación de una «segunda Madrugada» el Martes Santo, a la que se pretendía enviar a algunas cofradías del Jueves, incluida la de Los Negritos, recuperar más tarde su carácter festivo –refrendado por la Junta Autonómica– y aplacarse el apasionamiento, un tanto intolerante respecto a las tradiciones locales, con que fue emprendida la reforma litúrgica del 56 y la posterior del Vaticano II.

 

                        También el año 56 pudo lograrse una de las mayores aspiraciones que desde años atrás tenía la hermandad: el estreno en el Triduo de un nuevo retablo para la Virgen de los Ángeles, de madera dorada, cuyo diseño fue de Juan Miguel Sánchez, el cual debía ser complementado con un conjunto de pinturas murales en todo el presbiterio por parte del mismo Juan Miguel aunque este nunca las realizaría. Y se plantearon varios proyectos más: terminación de los respiraderos y ejecución de jarras entrevarales para el paso de palio, encargo de proyecto para nuevos candelabros de cola y realización de faroles y vara para el Simpecado. Pero, sobre todo, comenzó la gestación del nuevo manto.

 

                        La idea primera respecto al nuevo manto surgió del ofrecimiento de un hermano, Serafín Méndez, de donar a la hermandad un manto liso de salida de tisú de oro celeste para la Virgen de los Ángeles. Dicho hermano falleció en un accidente y la familia, en su recuerdo, realizó la donación tras obtener los metros suficientes de tejido, que hubo que gestionar en Valencia. Una vez el tisú en poder de la hermandad, en otoño del 57 el Asesor Artístico, Juan Miguel Sánchez, «se comprometió a hacer y dirigir el dibujo y bordado del nuevo manto» y Don Enrique a encabezar el pago de dichos bordados. Otra opción podría haber sido pasar a nuevo terciopelo y restaurar los bordados del deteriorado manto de Juan Manuel Rodríguez Ojeda, pero la decisión fue la de confeccionar uno nuevo. Ello se debió no sólo a la materialidad de la posesión del tisú para el mismo sino, sobre todo, al interés de Juan Miguel Sánchez por realizar una obra que pensaba sería única y distinta en el mundo de las cofradías sevillanas, y a su entusiasmo por transmitir ese mismo interés, lográndolo, a quien únicamente podía hacerla realidad: Don Enrique García Carnerero. El apoyo de Luis Rivas, el otro vértice del triángulo, fue también total, no principalmente porque estuviera muy convencido de la sensibilidad «cofradiera» de su cuñado –sabía que este no iba a diseñar un manto «de estilo sevillano», es decir juanmanuelino, y que ello iba a levantar ampollas desde la perspectiva del gusto cofradiero autodefinido como ortodoxo–, sino porque era consciente que la hermandad se encontraba ante una posibilidad seguramente única que había que aprovechar. El boceto del dibujo de Juan Miguel se aprobó en Junta del 4 de mayo del 58, «por su acierto, buen gusto, originalidad y arte», y el lugar de realización de la obra no tuvo problema alguno: el taller que las Religiosas Trinitarias tenían en su convento-colegio para niñas huérfanas o desamparadas situado en el barrio, frente a los Pisos de Pinillos y a la espalda de la vía del ferrocarril, ya que Don Enrique era un importante benefactor de dicha comunidad, a la que había costeado una amplia iglesia en años anteriores; y ello garantizaba tanto que la continuación de la protección a las monjas supusiera a la vez un beneficio para la cofradía, como que el manto fuera realmente una obra de autor, sólo posible si el diseñador podía realmente dirigir los trabajos y no dejar simplemente su dibujo en manos y a la interpretación del maestro o maestra de bordados, como habría ocurrido en cualquier otro taller o circunstancia. Por ello, también, fue posible, durante los más de dos años que duró su realización, el que se reformara constantemente, sobre la marcha, cuanto se iba haciendo, hasta dejar satisfecho al artista, y que su costo total fuera de millón y medio de pesetas; un costo muy alto para la época –el presupuesto inicial fue de 300.000– pero sin duda menor al que habría resultado en cualquier otro taller, además de que ninguno se hubiera plegado a las condiciones de su realización.

 

                         Mientras el manto estaba en marcha, y hasta el año 1961 en que por fin pudo estrenarse, la hermandad continuó su lento pero permanente ascenso y se produjeron nuevas iniciativas. Una de ellas fue la de rescatar «la antigua y tradicional Velada de los tres primeros días de Agosto», organizándola ahora conjuntamente con la hermandad filial de la Virgen de la Sierra, Patrona de Cabra, que se había creado hacía poco en la parroquia y con la que se tenían muy buenas relaciones. Pero las gestiones no tuvieron éxito. Sí lo tuvo la participación en la restauración del histórico Vía Crucis a la Cruz del Campo, tan ligado históricamente a la cofradía. Por esta vinculación, para el mosaico de cerámica representativo de la XII Estación, Cristo muerto en la cruz, que se colocó en la pared de una casa contigua al templete, se escogió al Cristo de la Fundación, y la Cruz de la Toallas encabezó la procesión durante los años en que esta se efectuó, a partir de 1957. También, a finales del 58, y por iniciativa de dos cofrades –uno de ellos el mulato Juan Gualberto Lugo Machín, hermano del famoso cantante cubano y miembro de la Junta de la cofradía– el cardenal de La Habana, Monseñor Artega, donó una imagen de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba, en su iconografía tradicional de protectora de los tres Juanes que reman en su frágil barquilla en medio de la tempestad: Juan blanco, Juan mulato y Juan negro; símbolos de la multiétnica identidad de la isla caribeña.

 

                        Durante dos años consecutivos, 1958 y 59, la cofradía, tras aplazar media hora la salida –que tenía fijada entonces a las 5,30–, por estar lloviznando, hubo de refugiarse en la iglesia de la Universidad, antes de llegar a la Campana, al caer sobre ella fuertes aguaceros. En ambos casos, tras más de dos horas de permanencia en dicho templo, se acordó, en Cabildo de Oficiales de emergencia, volver a la Capilla por idéntico itinerario al ya realizado, sin completar la estación. El primero de dichos años, el acta del cabildo «universitario» dejó constancia de la satisfacción por «el orden y disciplina demostrado por el cuerpo de nazarenos, que estoicamente ha soportado la gran cantidad de agua caída encima sin que ni uno sólo haya abandonado su sitio en la procesión”. También el año 58 hubo felicitación posterior a José Garduño «por el buen gusto con que ha vestido a nuestra Amantísima Titular», lo que continuaría realizando hasta el presente durante ya casi cuarenta años. (Este vestidor, de profesión fotógrafo de galería, ha venido también realizando la misma función en la cofradía de la Macarena, por lo que su sello es evidente en ambas Dolorosas, tan distintas entre sí).

 

                        Finalmente, el Jueves Santo del año 61 la Virgen de los Ángeles estrenó su nuevo manto, cuya noticia había provocado tan gran curiosidad que la hermandad acordó no llevarlo, como era usual en estos casos, a la exposición de estrenos que se hacía, en la última semana de Cuaresma, en el Salón Colón del Ayuntamiento. El objetivo era que, desde el Domingo de Ramos, tuvieran que pasar por la Capilla cuantos quisieran contemplarlo con detenimiento. En los días anteriores, la hermandad fue efectivamente una fiesta, aunque no faltaron problemas al colocar el manto sobre la Imagen, debido a su peso y rigidez. El paso aparecía totalmente reformado: se había realizado una nueva parihuela, de dimensiones algo mayores que la anterior, a la que tuvieron que ser acoplados los respiraderos existentes, y se suprimió el palio antiguo, sustituido por uno de terciopelo azul oscuro, con caídas rectas y flecos de seda de oro, que en su sencillez y seriedad realzaba el brillo del tisú de oro del manto, sus bordados en oro y plata, algunos con mucho relieve, el marfil de las caras y manos de los ángeles y el color de la pedrería de las rosas de pasión. También fueron especialmente comentados los nuevos candelabros situados a ambos lados del manto, entre los dos últimos varales, carentes de «cola» y con palmas, rosas y otros elementos en orfebrería que respondían claramente al mismo diseño que el manto. Su autor material había sido Fernando Marmolejo, sobre dibujo, claro está, de Juan Miguel Sánchez. Dos años después se estrenó la saya de la Virgen, de tisú de un delicado color hueso, finamente bordada en oro y pedrerías también por las Hermanas Trinitarias.

 

                        Era obvio que el manto exigía la realización de todos los demás elementos del paso para que estuvieran en consonancia con él. Así comenzó a bordarse el palio, también en el taller de las Trinitarias, que no fue estrenado hasta que estuvo totalmente concluido, en el año 64. De terciopelo gris-celeste en su techo e interior de las bambalinas, la parte exterior de estas colgaba de una a modo de crestería recta, no de metal sino bordada en plata en forma de moldura, y estaban bordadas en oro sobre fondo de bordados de plata, sin verse prácticamente el terciopelo, recordando claramente la cenefa del manto. Cada uno de los cinco paños de las bambalinas laterales y los tres del frontal y la trasera, todos con calados de gruesa malla de oro en su centro, eran completamente curvos, con un corte semicircular y sencillo fleco de oro, lo que contrastaba con el corte recto o muy mixtilíneo del resto de los palios de la ciudad. En el centro de la bambalina delantera, dos ángeles de perfil, con ricas túnicas de plata y oro sostienen una corona que remata el escudo de la corporación, y en el centro de las caídas traseras, en vez de repetir este mismo motivo hay una corona de espinas y la inscripción Mater Christi . En el techo, la gloria era una paloma, imagen del Espíritu Santo, bordada en plata, muy plana, figurando también cabezas de ángeles de metal plateado y motivos vegetales, todo ello, al igual que ocurría en el manto, con una total simetría. No menos heterodoxos, desde la perspectiva del modelo «juanmanuelino» eran los varales plateados, materializados por Román Seco, muy alejados de ser simples varas repujadas sino reflejando el mismo diseño que los candelabros traseros, con diversos tramos de motivos florales y gruesas macollas doradas, semejando capiteles de palmas. En sus remates, aparecían bustos de ángeles de metal plateado.

 

                        Algo más tarde, en 1970, se estrenó la corona de la Virgen, de plata repujada a dos caras, sobredorada, con esmaltes y pedrería, también materializada por el orfebre Manuel Román Seco. En ella hay abundantes piedras semipreciosas de colores, con predominio del celeste, y la inscripción Regina Angelorum. En lugar de los tradicionales rayos con 12 estrellas, presenta dos series de doce estrellas en doble círculo.

 

                        El conjunto de la obra diseñada por Juan Miguel Sánchez: palio, varales, manto, candelabros traseros de entrevaral, saya y corona, mantenía fielmente el canon de medidas, proporciones y elementos tradicionales en los pasos de palio sevillanos pero rompía claramente con las líneas y el dibujo tradicionales. Por ello, fue durante años muy criticado por los autodeclarados guardianes de la ortodoxia cofradiera como «poco sevillano» (?), aun no discutiéndosele su alto valor intrínseco. Lo más curioso, e incluso divertido, fue que, como no respondía al «barroco sevillano», es decir al estilo impuesto por Rodríguez Ojeda a comienzos de siglo, ni al gótico –los dos únicos que reconocen dichos oráculos– fue adjudicado a estilos como el «bizantino» o inexistentes como el «oriental» (?), cuando la realidad es que se trata de una peculiar combinación del barroco y el art decó desde una sensibilidad claramente pictórica.

 

                        Sea como fuere, el nuevo paso de palio de la Virgen de los Ángeles supuso la quizá única verdadera innovación producida en los pasos de palio de la Semana Santa de Sevilla desde los tiempos de Juan Manuel Rodríguez Ojeda, quien, a su vez, innovó realmente respecto al siglo anterior. En la idea de Juan Miguel Sánchez, los respiraderos y faldones habrían de ser bordados, bajo un grueso moldurón de plata inspirado en los varales, y el conjunto habría de completarse con candelería, jarras y peana en consonancia con lo ya realizado. Pero a su muerte, en septiembre de 1973, estas obras no estaban aún en marcha. Posteriormente, se harían respiraderos de metal plateado, con diseño del hermano de la cofradía Angel López Herrera, tratando de responder a la idea global del paso –fueron realizados por Seco en 1975 y costaron alrededor del millón de pesetas–, y candelería que trató también de inspirarse en los varales, aunque de forma un tanto simplificada –siendo realizada por el orfebre Villarreal y estrenada completa también en 1975–. Las jarras entrevarales y las jarritas delanteras se incorporaron años más tarde, en 1987, y fueron ejecutadas por orfebrería Mallol, donde también se reformaron los basamentos de los varales. Del antiguo paso sólo permanecen hoy la peana y el llamador, que no responden, evidentemente, al estilo del conjunto. Al ser beatificada en 1982, se había añadido una pequeña imagen de plata de Sor Ángela de la Cruz a la delantera.                 

 

                        A finales de noviembre de 1961 tuvo lugar la última gran inundación de las muchas que en su historia han afectado a la hermandad. Al desbordarse el arroyo Tamarguillo, gran parte de Sevilla resultó anegada, llegando el agua hasta la Campana y la Puerta de Jerez pero resultando especialmente afectada la Ronda y los barrios de la Calzada y San Bernardo. En la Capilla, el agua volvió a alcanzar, como trece años antes, casi los dos metros de altura, por lo que hubo destrozos y pérdidas de cuantos enseres se encontraban a menos de ese nivel, incluida la Regla de 1554, de la que sólo pudieron rescatarse algunas páginas, muy dañadas por el barro, teniéndose que trasladar las Imágenes a la parroquia durante varias semanas. Tras la vuelta, en febrero, la Capilla se abre ya al culto tres días por semana: los domingos y festivos para la misa de las 11 de la mañana, los viernes para el Rosario y Salve en honor de la Virgen de los Ángeles, y los miércoles para la visita de los santos negros San Benito de Palermo y San Martín de Porres, devoción esta última que se había incorporado desde hacía pocos años al adquirirse una pequeña escultura de escayola del santo de la escoba, respondiendo al incremento general de su devoción por entonces.

 

                        Veintiún meses después de la riada, otra desgracia se abatió sobre la Capilla, aunque esta vez sin consecuencia negativa sino globalmente favorable: en la madrugada del 23 de agosto del 63 se rompieron las cinco primeras viguetas de la cubierta, arrastrando parte del techo raso, a pesar de haber sido colocadas pocos años antes. La noche siguiente fueron trasladados el Cristo y la Virgen a la parroquia, instalándose un altar provisional, con el dosel morado de los cultos, sobre el cancel de la puerta de la calle Recaredo. Y en el cabildo extraordinario de 1º de septiembre se barajaron ya varias posibles soluciones de futuro para la Capilla, todas ellas sobre la base de elevar su suelo al nivel de la calle. Fue Juan Miguel Sánchez quien propuso realizar una nave lateral, en el lado de la epístola, para el Santísimo Cristo de la Fundación. Se nombró una Comisión de Obras y se encargó al arquitecto Don Juan López Sáenz los planos para la reconstrucción. El alma, y el sufragante, de la nueva Capilla no podía ser otro que Don Enrique y este asumió su papel, a la vez que seguía haciendo frente a los costos del nuevo palio.                        

 

                        Más de año y medio durarían las obras de la nueva Capilla, reconstruida desde los cimientos y con nueva fachada. A la nave principal, cuyas proporciones se mantuvieron, así como la falsa media naranja y el cupulín del presbiterio, se añadió una lateral, de igual elevación aunque algo más estrecha y corta, separada de aquella por tres arcos de medio punto, en cuyo fondo se instaló un nuevo retablo barroco para el Cristo, que mantuvo del anterior el sagrario, con la valiosa pintura del Ecce Homo, y los candeleros. Dicha nave permitió también una mayor luminosidad al conjunto de la Capilla, al hacerse en ella tres óculos con cristaleras al patio interior, el central con la imagen de San Enrique. Como ya hemos señalado en otro lugar, es suprimido el retablo de San Benito de Palermo que integraba también las pinturas de San Elesbán y de Santa Efigenia, colocándose al primero de ellos pocos años más tarde, en 1970, un nuevo cuerpo, eliminando su carácter tradicional de escultura de vestir, y situándosele en una repisa que se hizo al efecto en el muro del evangelio. También se reedificó totalmente la casa contigua, para el capiller y oficinas de la hermandad, que se hizo de dos plantas, con fachada de tres cuerpos y tejaroz sobre el balcón central. Y se reformó el patio, del que desapareció el pozo, haciéndose en su parte trasera un almacén para el paso del Señor y otros enseres.              

 

                        En septiembre del 64, al avanzar las obras, se exhumaron los restos de Salvador de la Cruz, inhumándose tres días más tarde, tal como consta en las respectivas Diligencias del Libro de Actas, y poniéndose la misma lápida anterior, a pesar de sus inexactitudes. Días antes del Triduo de 1965, el 15 de Julio, festividad de San Enrique, a las 8,30 de la tarde, el ya cardenal Bueno Monreal bendijo solemnemente la nueva Capilla y ofició en ella Misa de Comunión General. A la noche siguiente, fueron trasladadas las Imágenes en procesión, el Cristo a hombros de los cofrades y la Virgen en unas andas cedidas por la hermandad del Gran Poder, cantándose Tedeum. El domingo 18, a la once de la mañana hubo Misa Solemne de acción de gracias y el 19 Misa de Difuntos. Todos estos días se reparten bolsas de comida a las familias pobres de la feligresía. Y por concesión del cardenal, el Santísimo Sacramento estará ya permanentemente en la Capilla, en la que se celebrará misa diaria, y Don Enrique García Carnerero es distinguido con el título de Hermano Mayor Honorario, única persona con tal nombramiento en toda la historia de la hermandad. Asimismo, Bueno Monreal ofrece a la Virgen de los Ángeles su cruz pectoral.

 

                        Durante dos Jueves Santos, los de 1964 y 1965, la cofradía tuvo que salir de la parroquia, produciéndose ciertos roces con la hermandad de Jesús de las Penas, sobre todo en cuanto a la colocación de los pasos, que el párroco, Don Andrés Cejudo, decidió estuvieran todos en la nave de la epístola. Lo más lógico hubiera sido que se instalaran juntos los dos de cada cofradía, pero al insistir la de San Roque en mantener los suyos en los arcos centrales de la nave, los del Cristo de la Fundación y la Virgen de los Ángeles tuvieron que colocarse a ambos extremos, apareciendo juntos los dos Cristos y las dos Vírgenes, de forma un tanto extraña. Ambos estuvieron exornados con flores también el Domingo de Ramos y la hermandad tomó medidas para garantizar una rampa de madera para la salida del Jueves Santo, por si no era mantenida la del domingo. El primero de dichos años, el cura felicitó a la cofradía «por la ejemplar entrada y estación en el Monumento de la parroquia”.

 

                        A partir de la inauguración de la nueva Capilla y de la regularización de los cultos diarios, la vida de la hermandad se hace más dinámica. En cuanto al paso de la Virgen, ya hemos señalado cómo se va completando, aunque en un tono menor a partir de la muerte de Juan Miguel Sánchez en 1973. Se incorporan también nuevas insignias, entre ellas el Libro de Reglas y la Bandera Pontificia en 1966, que fueron donaciones de hermanos anónimos, el Guión Cardenalicio, con los escudos del fundador de la hermandad, el arzobispo Don Gonzalo de Mena y del cardenal Bueno Monreal, en 19, y cuatro paños de bocinas bordados en oro y plata, con cabezas de ángeles blancos y negros de marfil, costeados por Don Enrique, en 1974 –que importaron 215.000 pesetas–.

 

                        En la estación de penitencia también hubo algunas novedades: en 1966, al inaugurarse el sencillo monumento a Sor Ángela de la Cruz, en los jardíncillos de la esquina de la calle de su nombre con la de Imagen, se acordó que todos los años, al pasar ante él el paso de la Virgen de los Ángeles, se depositara un ramo de flores –lo que fue luego seguido por otras hermandades–; se incorporó ante el paso del Cristo de la Fundación una capilla musical –que salió intermitentemente hasta que quedó institucionalizada de forma definitiva en los años ochenta–; se mantuvo durante varios años como banda de música la de la Cruz Roja, a partir de 1966; y, sobre todo, tuvo lugar un cambio importante porque suponía la desaparición de uno de los componentes más significativos del «estilo» inventado en la inmediata postguerra: se acordó autorizar la salida de niños, encargándose cirios de diversos tamaños y varitas para los más pequeños. Ello ocurría en 1972, asumiendo así la hermandad, oficialmente, uno de los elementos más característicos de las cofradías de barrio. También, y en la misma dirección, dos años más tarde se levantó a los nazarenos la prohibición de abandonar la Capilla hasta la entrada del paso de palio.

                                  

                        Asimismo, pasó a ser algo muy distintivo del caminar del paso de la Virgen de los Ángeles –también en el polo opuesto del «estilo» de los años cuarenta– las peculiares «levantás al tambor» y las mecidas de costero a costero que los costaleros de la cuadrilla de Salvador el penitente imprimían a este, llevándolo entre aplausos por casi todo el recorrido de regreso; aunque ello originó no pocas controversias en algunos sectores de la hermandad y acusaciones de heterodoxia, por no considerarlas «adecuadas».

 

                        Tres marchas procesionales fueron compuestas en honor de la Virgen de los Ángeles en estos años. En 1960, el maestro Antonio Pantión, uno de los mejores compositores de marchas lentas para la Semana Santa sevillana, dedica a la Imagen Titular de la cofradía una composición que fue estrenado el Jueves Santo, siendo también utilizada en las Funciones Principales del Quinario y el Triduo por la capilla musical del señor Villaba, tocada por violines. En el 68, Rafael Fernández entrega a la hermandad la partitura de otra marcha lenta «Nuestra Señora de los Ángeles», y en el 72 Pedro Morales, Director de la Banda del Regimiento de Soria, realiza la marcha de procesión «Virgen de los Ángeles», con profusión de trompetas y tambores y en cuyos sones iniciales se recuerda la famosa canción de Machín «Angelitos negros”. Asimismo, el Cristo de la Fundación recibe de B. Chaves unas coplas con partitura musical para flauta violines y contrabajo, y posteriormente, en 1985, una marcha procesional realizada por Francisco del Toro Zamora.

                       

                         En la segunda mitad de los sesenta y primeros setenta los gastos de la salida sufren un aumento tan rápido que están a punto de generar una crisis económica en la hermandad, al igual que en la mayoría de las cofradías sevillanas, produciéndose algunas tensiones solventadas, con mayores o menores dificultades según los casos, gracias principalmente a la consecución de un aumento significativo de la subvención municipal y al alza del precio de las papeletas de sitio. Las partidas principales sufren un crecimiento muy importante, en especial la de costaleros. En 1958, último año de contrato con Rafael Ariza, este ascendía a 8.880 pesetas –63 costaleros a 110 pesetas, 3 contraguías a 150 y un capataz a 1.500–, pero la cantidad se eleva ya a 65.000 el año 1969 y a 75.000 en 1970, a pesar de que Salvador Dorado no era entonces de los capataces más caros: en doce años, el costo de la cuadrilla se había incrementado en un 850%. Cuatro años más tarde, en 1974, la cantidad era ya de 123.000 y en 1975 de 130.500. Y la misma tendencia, aunque no el mismo ritmo de incremento, tuvieron también los otros tres capítulos de gastos fundamentales: flores, cera y música.

 

                        Los gastos totales ordinarios de la salida ascendieron, en 1975, a 411.141 pesetas –130.563 en costaleros, 98.000 en música, 63.900 en flores, 48.919 en cera, 19.100 en personal de acólitos y servidores, y 50.659 en varios– siendo los ingresos de 406.521 pesetas: 257.250 de cuotas de salida, 94.000 de subvención y 55.271 de limosnas y donativos. Aunque hay que subrayar que no se contabilizan los gastos extraordinarios en reformas y estrenos, se consigue ya un saldo prácticamente equilibrado, contrariamente a lo que ocurría en la segunda mitad de la década anterior. Ello fue obtenido no sólo por el incremento de la subvención municipal –que a partir del inicio de la transición política aumentaría de forma significativa– sino también, y sobre todo, por el aumento del precio de las papeletas de sitio de los nazarenos: estas, en lo que refiere a hermanos con cirio pasaron de las 75 pesetas en 1966 a las 450 del año 76 — un 600% en diez años–, 750 en el 78 y 950 en el 80.

 

                        La economía general de la hermandad, en lo que respecta a gastos ordinarios presenta también unos saldos relativamente equilibrados: en el ejercicio 74-75 los ingresos en las partidas de Cultos y Caridad fueron de 256.320 pesetas –134.867 en las de cultos diarios, Triduo y Quinario y 41.100 en el de caridad– y los gastos de 284.873 en esas mismas partidas; pero la aportación directa de Don Enrique ascendió a casi dos millones: 875.000 para los nuevos respiraderos, 261.000 para las tres nuevas lámparas para la capilla, 50.000 como aportación para la nueva candelería del paso, 85.000 para Caridad y Cultos, 350.000 para las pinturas del presbiterio, 125.000 para las del altar del Cristo, y 150.000 en diversas obras de albañilería.

                       

                        Como se ve, en los últimos meses de 1974 y primeros del 75 Don Enrique hizo posible la realización, pendiente desde hacía casi veinte años, de las pinturas al fresco en el presbiterio que complementaran el retablo de la Virgen de los Ángeles. Las llevó a cabo Rafael Rodríguez, también pintor de los murales de la Basílica de la Macarena, figurando la Anunciación y la Asunción de Nuestra Señora en los lados del evangelio y la epístola respectivamente. Asimismo, se pintaron también al fresco los laterales y la falsa cúpula del altar del Cristo.

           

                         Años antes, en 1970, la cofradía hubo de regresar a la Capilla al poco tiempo de iniciada la estación, cuando el paso de palio se encontraba aún en la calle Recaredo, por apretar la ligera llovizna que caía a la salida, y en 1976 el Consejo de Cofradías adelantó una hora la salida de todas las cofradías del Jueves Santo para hacer lo mismo con el horario de la carrera oficial de la madrugada, por lo que la hermandad tuvo que salir desde ese año a la demasiado temprana hora de las 3 de la tarde.                         

                        En 1977, el Cristo de la Fundación preside el Vía Crucis que, desde años antes, organiza el Consejo General de Cofradías en la Catedral. El 28 de Febrero salió de la Capilla a las 7,30 de la tarde, en procesión que abría la histórica Cruz de las Toallas, recorriendo las calles Guadalupe, Imperial, plaza de San Leandro, Alhóndiga, Cabeza del Rey Don Pedro, Alfalfa, Luchana, San Isidoro –para pasar ante la casa de Don Enrique –, Francos, Plaza del Salvador, Álvarez Quintero, Chicarreros, plaza de San Francisco, Hernando Colón y Plaza de la Virgen de los Reyes, siendo recibido por el cardenal en la Puerta de los Palos a las 8,45. Tras realizarse el Vía Crucis dentro del templo metropolitano, el regreso fue por Mateos Gago –donde fue recibido por la hermandad de Santa Cruz con gran cantidad de hermanos con cirios, entrando el Cristo en la parroquia hasta el altar mayor–, Federico Rubio, Madre de Dios, Levíes, Plaza de las Mercedarias, Vidrio, San Esteban a calle Recaredo.

 

                        El sostenido aumento del número de nazarenos, reflejo del auge de la cofradía y, sobre todo, de su creciente imbricación en el barrio, hizo que tuvieran que encargarse nuevas insignias para aumentar el número de tramos, sobre todo en el paso de Virgen. Así, en 1980 se estrenó una Bandera Negra «que rememora la Santa Seña que se usaba en los cultos de Semana Santa de la Catedral Hispalense», acordándose fuera en el cuerpo de nazarenos del Cristo para pasar la Bandera Pontificia al de Virgen.

 

                        El incremento de la brillantez externa de la hermandad, tanto en su salida del Jueves Santo como en lo referente a la Capilla y cultos internos, era fruto, principalmente, de la ya señalada conjunción de voluntades del tándem Luis Rivas-Don Enrique, complementado hasta su muerte por la creatividad de Juan Miguel Sánchez, pero no hubiera sido posible sin el esfuerzo y el trabajo continuo y casi anónimo de un pequeño grupo de cofrades –algunos antiguos, otros cambiantes– que colaboraban activamente con el primero de aquellos o laboraban fervorosamente en favor de la hermandad a pesar de estar en desacuerdo con la política autoritaria de aquel. La dinamización interna de la hermandad, sin embargo, no alcanzó niveles paralelos a los de su auge externo precisamente por la presencia del hombre fuerte y su obsesión –como la de todos los hombres fuertes en cualquier tipo de asociaciones o instituciones– por tenerlo todo bajo control, dificultando el funcionamiento autónomo de personas o grupos sin su directa dependencia. Así, fue el propio Luis Rivas quien más abiertamente obstaculizó la presencia activa de los dos sectores que en otras cofradías iban teniendo un protagonismo más dinámico: los jóvenes y las mujeres. A su iniciativa, en 1965, a los pocos meses de reinaugurada la Capilla, la Junta de Gobierno acuerda que «las dependencias de la nueva Casa-Hermandad sean utilizadas exclusivamente por los cofrades varones» ; y en 1974, al ser constituidos, realmente a su pesar, un Grupo Joven y una Junta Auxiliar de la Juventud, se autopropone como Delegado –en realidad censor– de la Junta de Gobierno para los mismos, denunciando ya al año siguiente ante esta «la convivencia entre parte femenina y masculina, proponiendo al Cabildo que las hermanas no estén juntas con los varones y se ocupen, con la Camarera, de ayudarle a vestir a la Santísima Virgen y preparar la ropa, limpieza de manteles, etc., es decir, en todo aquello relacionado con la mujer» . Este planteamiento sobre la estricta separación de espacios y tareas de los miembros de la hermandad de uno y otro género suscitó una larga polémica en cabildo de oficiales, acordándose finalmente, aunque sólo por mayoría, «que la parte femenina quede independiente de los varones y poner un escrito al Presidente del Grupo Joven para que proceda en consecuencia» . Poco más de un año después, en enero del 77, Rivas pide directamente, y consigue, también por mayoría, la disolución del Grupo Joven, con la excusa de que ello sería «hasta tanto se hagan las nuevas Reglas o tener órdenes concretas al efecto de la autoridad competente» . Ese mismo año, tras la Semana Santa, un hermano fue sancionado porque con su túnica una mujer había intentado salir de nazareno, siendo sorprendida al pasar lista antes del inicio de la estación.

 

                        Contrastivamente con este poner bajo sospecha a jóvenes y mujeres miembros de la cofradía, fue muy laxa la actitud respecto a las autoridades directamente representativas del régimen franquista, a las que se homenajeó u honró repetidamente con nombramientos especiales sin más razón que la de ostentar cargos políticos, que eran, además, de designación no democrática. Ello, por supuesto, no fue privativo de la hermandad sino algo muy generalizado en la mayor parte de las cofradías sevillanas durante los años sesenta y primeros setenta, debido no tanto a concomitancias político-ideológicas –en todo caso, predominaba en ellas un franquismo sociológico más que político– sino, sobre todo, a la búsqueda de apoyos económicos y/o de publicidad para las propias corporaciones. Realmente, en la hermandad no hubo, como sí sucedió claramente en otras, búsqueda personal de relaciones sociales para prosperar en el ámbito público o de los negocios (249), sino solamente connivencia con el poder para propiciar una actitud favorable de quienes ocupaban este para cuando «pudiera hacer falta», que fue nunca, además. Este objetivo está bien reflejado en la respuesta del propio Rivas a una pregunta que mostraba el desacuerdo al respecto de un miembro de la Junta de Gobierno, ya en 1963, cuando el ministro Secretario General del Movimiento, José Solís, fue invitado a visitar la Capilla y a ser recibido como Hermano de Honor, junto al entonces Gobernador Civil, Utrera Molina: «con ello se conseguirá relacionar a la cofradía con los altos estamentos, con el consiguiente apoyo en los momentos que los necesitemos» . Este apoyo se tradujo, días más tarde del acto, en la concesión de 50.000 pesetas por parte del Gobierno Civil, de los fondos destinados al paro, para obras en el almacén de la hermandad: el objetivo de los altos cargos del Régimen de aparecer estrechamente vinculados con el mundo de las cofradías –aunque ello apenas fuera cierto en la realidad–, como un medio de equilibrar cara a la opinión pública las crecientes dificultades del franquismo, era conseguido con pocos esfuerzos por los jerarcas de segunda fila de este. Y en la otra parte, los costos políticos que ello producía se ponían entre paréntesis con la coartada del «bien de la hermandad».              

 

                        Los nombramientos anteriormente mencionados no fueron los únicos: en la mañana del Jueves Santo de 1970, al bendecir el cardenal Bueno Monreal la nueva corona de la Virgen, participan en la ceremonia, y son recibidos luego de Hermanos de Honor, el Capitán General, el Gobernador Civil-Jefe Provincial del Movimiento y la señora de este. Fue el propio cardenal quien les impondría las medallas, en presencia del entonces Presidente adjunto del Consejo de Cofradías y luego primer obispo de Jerez, Don Rafael Bellido.

 

                        La continuidad de este tipo de nombramientos, prodigado en multitud de cofradías, a veces con el solo propósito de salir en las informaciones de la prensa más adicta al Régimen, sobre todo en el diario ABC, cuando no para propiciar provechos personales, hizo que el prelado dictase a comienzos del 72 unas normas en las que se planteaba la necesidad de consulta previa a la autoridad eclesiástica antes de efectuar nombramientos honoríficos: la Iglesia iniciaba su distanciamiento respecto al franquismo, paradigmáticamente reflejado en Sevilla en el giro editorial de El Correo de Andalucía, crecientemente crítico con la dictadura y favorable a los planteamientos democráticos. Por ello, en Junta de comienzos de marzo del mismo año, tuvo Luis Rivas que desmentir la información publicada en un diario local respecto al recibimiento como Hermano de Honor del nuevo Jefe Superior de Policía de Sevilla, aduciendo que «fue recibido de hermano, pero no de Honor”; una fórmula que no violaba la letra de la norma y que cumplía casi los mismos objetivos que si esta no existiera.

 

                        El 4 de octubre de 1978 fallecía Don Enrique, el más importante benefactor de la hermandad en el siglo XX, único Hermano Mayor Honorario en su historia y Teniente de Hermano Mayor perpetuo en ejercicio. A finales del año anterior había muerto su hermana Asunción y dos años antes su otra hermana Emilia. La hermandad acordó aplicar una misa mensual por su alma durante un año y las Funciones del Quinario y el Triduo por los tres hermanos García Carnerero durante cinco años. Y en la Semana Santa del año 79, como es costumbre en Sevilla en estos casos, la vara dorada iba sobre el respiradero del paso de palio, atada con crespones negros, y otros dos crespones más figuraban en los varales delanteros.

                       

                        A los tres años y medio, superviviente en una hermandad que ya no era la de años antes y en una situación socio-política también muy distinta a la de décadas anteriores, moría repentinamente Luis Rivas, el sábado santo de 1982, sólo poco más de veinticuatro horas después de haber entrado la cofradía, en la que nunca había salido de nazareno a pesar de sus tres décadas de poder personal. El entierro sería en la mañana del Domingo de Resurrección, con solemne misa de cuerpo presente ante el paso de la Virgen, que se levantó a pulso, imperceptiblemente, para despedirle, a la voz esta vez excepcionalmente suave del que fuera su amigo, Salvador “el penitente”.