Capítulo V. El conflicto con el Cardenal Ilundain: la desorganización de la Cofradía.

 

                        Ya hemos trazado algunos rasgos sobre la personalidad y las ideas políticas del Arzobispo y luego cardenal Don Eustaquio Ilundain. Hay que añadir que uno de sus empeños más pertinaces fue el de moralizar las costumbres y purificar la vida de las asociaciones religiosas, especialmente de las hermandades de Semana Santa. Un primer choque con estas fue causado por un ruego apremiante suyo, publicado en el Boletín Oficial Eclesiástico del Arzobispado el 6 de mayo de 1926, que fue convertido en Decreto el día 15 del mismo mes, al entender el prelado, «a ciencia cierta y por pública noticia, que algunas entidades en Nuestra diócesis, aun en la ciudad de Sevilla» no habían secundado aquel. En el mencionado ruego, como recuerda Ilundain en el preámbulo del decreto, «execrábamos y reprobábamos el abuso de colocar cruces, llamadas de Mayo, en lugares profanos…, celebrándose fiestas licenciosas o bailes escandalosos y otros excesos, que no son la verdadera tradición andaluza sino una profanación de la cruz», señalando que de esta profanación eran responsables algunas cofradías que, incluso luego de publicado el ruego, «tienen colocadas cruces en varios lugares con objeto de reunir recursos pecuniarios, e invitan a esos lugares a toda clase de personas, y se organizan delante de la Cruz, ex professo, fiestas, diversiones y bailes de todo género con circunstancias que no puede aprobar el buen sentido cristiano» . Visto lo cual, y bajo amenaza de «disolución y supresión canónica» se decreta para “todas y cada una de las Hermandades o Cofradías o Asociaciones religiosas de Nuestra diócesis» la prohibición de “colocar las llamadas Cruces de Mayo, ni símbolo religioso alguno en ningún lugar profano, especialmente en teatros, casinos, centros de recreo, salones de baile o restaurant», ordenando que las existentes sean retiradas dentro de un plazo de 48 horas; así como que se «hagan colectas, ni reúnan limosnas, ni colecten donativos en lugares que no sean sagrados o fuera de sus actos de culto religioso, aunque no hubiere bailes ni diversiones en dichos lugares» .

 

                        El Decreto no cayó nada bien entre los cofrades sevillanos, acostumbrados a ingeniárselas con los más diversos procedimientos para conseguir fondos, entre otras cosas porque no se trataba sólo de prohibir la organización de cruces de mayo sino cualquier otra forma de obtención de limosnas mediante rifas, organización de festivales, postulaciones públicas y otros procedimientos no ligados directamente a actos de culto.

 

                        En los años siguientes, el Arzobispo continuó su cruzada contra los «abusos» que, según él, existían en las cofradías, decretando nuevas prohibiciones: la de participación de las mujeres en las procesiones de Semana Santa, la de cantar saetas, incumplir horarios, y otras, que tensionaron las relaciones entre las hermandades e Ilundain. Pero nada fue comparable con el clamor que suscitó el llamado «Decreto de los Prelados», de 4 de febrero de 1930. Su título completo era «Decreto de los Prelados de las Diócesis de esta Provincia Eclesiástica de Sevilla para regular las elecciones que las Cofradías y Hermandades hagan de sus Juntas Directivas de Gobierno» y en él se volvía a incidir sobre el tema anterior, reiterándose la prohibición contra los «abusos» que estas seguían haciendo de organizar festivales, espectáculos, diversiones, y otros tipos de actos profanos; se prescribía la obligatoriedad de que a los cabildos de elecciones asistiera el Director Espiritual, Párroco, o Superior de la Comunidad Religiosa bajo cuya jurisdicción estuviera cada hermandad; y se ponía un límite de cinco años para el ejercicio de cualquier cargo en las juntas.

 

                        Fue, sobre todo, este último precepto el que soliviantó los ánimos. En principio, el objetivo era positivo y muy razonable, ya que tendía a dificultar la patrimonialización que antes hemos señalado como situación generalizada en la mayor parte de las cofradías. Era, pues, una medida democratizadora, muy a tono con los tiempos que se inauguraban –caída de la Dictadura y restablecimiento de la normalidad constitucional–. Pretendía «que las hermandades dejasen de ser un coto cerrado donde los señores ‘pudientes y de crédito’, miembros perennes de las juntas de gobierno, obrasen a su antojo en contrapartida de sostener económicamente a las cofradías» (201). Pero no tenía en cuenta dos factores muy importantes. El primero era precisamente la situación existente en las hermandades, acostumbradas desde siempre a estar regidas durante mucho tiempo por unas mismas personas, en quienes el resto delegaba, mediante el voto o la pasividad, las responsabilidades de gobierno, incluida tácitamente la obligación de contribuir económicamente a la realización de mejoras e innovaciones que suponían inversiones y, más frecuentemente, endeudamiento por lo menos a medio plazo. Y el segundo, y no menor, que al hacer obligatorios los cambios la medida se percibía, más allá de sus posibles intenciones, como un recorte autoritario a la libre voluntad, democráticamente expresada con el voto, de los cofrades de cada hermandad para darse la junta de oficiales que mejor les pareciera. El Decreto era sentido, pues, como un arbitrario baculazo .

 

                        Como resultado casi inmediato, una vez transcurrida la Semana Santa de aquel año, se produjeron en no pocas cofradías dimisiones en cadena y las actividades de muchos bordadores, orfebres y tallistas se ralentizó ante el incierto futuro de las obras en realización si cambiaban las personas que las habían encargado. Tanto en la prensa diaria como en publicaciones del tipo de la mensual Boletín del Capillita, vieron la luz artículos y cartas en algunos de los cuales se ponía de manifiesto lo «amargamente doloridas y apesadumbradas» que estaban las cofradías por el Decreto y su forma de redacción, señalándose los problemas especialmente económicos que de él se derivarían causando «graves daños a las sagradas tradiciones de Semana Santa», mientras que en otros, y sobre todo en octavillas anónimas, se lanzaban ataques directos contra el Arzobispo que incluso exigían su cese o retiro «en plan de penitencia a un convento, como se pidió en el Congreso de los Diputados a raíz de los crímenes de Osera, en 1912, o a los montes de Pamplona y cerca del Banco Navarro, donde guarda el dinero que no llega a Roma y que conduce por el camino del infierno» . Incluso muchos de quienes condenaban, al menos públicamente, este y otros ataques y sarcasmos contra Ilundain, afirmaban la necesidad de defender a las cofradías «incluso de los ataques que canónica y fundamentalmente les dirija desde su severo sitial la eminentísima persona que rige los destinos espirituales de esta Archidiócesis”. Y otros presagiaban el fracaso de la medida, porque «quien ataque a las cofradías sevillanas se estrellará definitivamente, en este mundo y en el otro: que para eso María Santísima, la protectora de esta tierra, mira por el bien de todos”.

                        En alguna cofradía importante, la tensión producida no sólo por el Decreto sino por la intervención directa del cardenal tratando de imponer como Hermano Mayor a una persona de su confianza, desembocó en conflicto abierto, incluso con alteraciones de orden público y denuncias en los juzgados, como ocurriera en la hermandad de la Macarena, pero en la de Los Negritos el Decreto habría de tener una consecuencia insospechada para el arzobispo que originó un directo enfrentamiento entre este y la cofradía.

 

                         En efecto, el 30 de Mayo de 1930, como era preceptivo, la hermandad celebró cabildo general de cuentas y elecciones, bajo la presidencia del Vicepresidente, párroco de San Roque, al no haber en ese momento Delegado del Arzobispo-Hermano Mayor. Afortunadamente, contamos con una copia del acta, por la que podemos conocer fielmente su desarrollo. Después de aprobarse las cuentas –en las cuales se recogían las 3.183 pesetas de los dos plazos de la subvención del Ayuntamiento y se informaba que aún se debían al taller de Juan Manuel Rodríguez Ojeda 1.025 «del resto de palio y manto» –, el Alcalde, Don Rodrigo Garcia de la Villa, que ostentaba el cargo desde la elección ya comentada de 1925, tomó la palabra para recordar los preceptos contenidos en el Decreto Arzobispal de febrero y la obligatoriedad de atenerse a él en todos sus extremos, «muy principalmente en cuanto a las condiciones de los elegidos, sin que pueda reelegirse para un cargo a persona que lleve cinco años desempeñándolo» . Por ello –añadía– «el cargo de Hermano Mayor que por nuestras Reglas debe desempeñar el Arzobispo de la Diócesis, debe proveerse en otro hermano, en razón a intervenir con exceso aquel tiempo», proponiendo «se hiciera expresa constancia en el acta del sentimiento de la Hermandad por verse privada de la inmediata dirección de su Hermano Mayor Perpetuo, y que lo mismo sucedía con los demás cargos de la Junta”.

 

                        Alarmado el cura párroco, al ver como la interpretación textual del Decreto equivalía al cese del cardenal como Hermano Mayor, intentó impedirlo por un doble procedimiento: aduciendo que el límite de los cinco años debía considerarse no respecto al pasado sino en relación al futuro, y proponiendo la reelección por aclamación del Arzobispo para solicitar luego aclaraciones al respecto. Ambos argumentos fueron desmontados por el propio García de la Villa, quien afirmó que «el precepto es suficientemente claro, por lo que no necesita de interpretación ni aclaración alguna», añadiendo que «de hacer lo que la Presidencia propone se cometería una doble falta: la de elegir a quien lleva más de cinco años y la de hacer llegar al Prelado la visión de que no están claras sus disposiciones”. Inmediatamente, varios de los asistentes proponen «que se elija por aclamación para el cargo de Hermano Mayor al señor García de la Villa», lo que aceptan todos a excepción del párroco, el cual defiende ahora que las normas no deben aplicarse al Arzobispo, que es quien debe seguir ostentando el cargo, pues otro cosa significaría, cuando menos, «una desatención con el Prelado que no puede pasar sin su protesta”.

 

                        A lo anterior contesta el Alcalde saliente y ya propuesto nuevo Hermano Mayor, replicando que «muy lejos de esa desatención, lo que hace la Hermandad es prestar exacto y reverente acatamiento a lo que el Prelado manda», insistiendo en que es sólo por ese deber de acatamiento por lo que la hermandad ha de prescindir del Arzobispo «con profundo sentimiento», y rogando encarecidamente no se le votase a él como Hermano Mayor, ya que en modo alguno aceptaría el cargo, ya que «ello permitiría a cualquiera dudar de la pureza de su intención al sostener la tesis que viene sosteniendo» . Realizada la votación secreta para el puesto de Hermano Mayor, los veinte votos válidos dieron el siguiente resultado:

             Su Ema. Rvma. el Sr. Cardenal-Arzobispo: 5 votos.

                        Don Rodrigo Fernández y García de la Villa: 8 votos.

                        Don Antonio Soriano Hernández:                 4 votos.

  1. Salvador Franco de Pro (cura de San Roque): 1 voto.

                        Don José Palma Pérez:                                             1 voto.

                        Don Natalio Torres:                                      1 voto.

                        No habiendo resultado mayoría absoluta, se repite la votación, dando el siguiente resultado:

                        Don Salvador Franco de Pro (cura de San Roque): 11 votos.

                        Otros hermanos:                                                       9 votos.

                       

                        Como ahora sí se contaba con mayoría absoluta, Don Salvador Franco quedó elegido Hermano Mayor, pero en ese mismo momento, tras mostrar su agradecimiento, anunció su renuncia al cargo caso que la elección fuera aprobada por el Arzobispo.

 

                        Todos los demás cargos, salvo el de Alcalde, resultaron elegidos por aclamación, completándose la Junta con los siguientes hermanos:

                        Vice-Presidente:         D. José Palma Pérez.

                        Alcalde:                      D. Antonio Soriano.

                        Mayordomo:               D. Antonio Herrero Dobarganes

                        Secretario 1º:  D. Joaquín López Guerrero.

                        Secretario 2º:  D. Manuel Pineda Ojeda.

                        Celador:                     D. Santiago Herrero Dobarganes

                        Prioste 1º:                   D. Juan de Dios Rey Rodríguez.

                        Prioste 2º:                   D. Antonio Quesada Montaño.

                        Consiliarios:   D. Juan Laverán Moreno.

  1. José Caro Varas.
  2. Enrique García Carnerero.
  3. Francisco Núñez.
  4. Francisco Clavero.
  5. José Gómez Garrido.

                        Fiscal 1º:                    D. Manuel Salinas Vargas-Machuca.

                        Fiscal 2º:                    D. Manuel Carranco Palma.

                        Diputado Mayor:        D. Antonio Ruiz Carranco.

                        Diputados de Gobierno: D. Luis Rivas, D. Luis Jiménez, D. José                                                              Gómez Gascón, D. Joaquín Soto y D.                                                                     Manuel Anglada.

 

                        Entre los anteriores figuran ya Don Enrique García Carnerero y Don Luis Rivas, personajes que tendrán el protagonismo un cuarto de siglo más tarde.

 

                        También fueron designados 31 Diputados de Insignias sin que formen parte de la Junta.

 

                        El 2 de Junio, Don Salvador Franco de Pro dirige al cardenal una comunicación con los resultados del cabildo, para su conocimiento «y no para su aprobación, por adolecer a mi juicio de evidentes defectos de nulidad», subrayando su postura, que dice expresada en el cabildo aunque ello no fuera así exactamente, de que «el cargo de Hermano Mayor efectivo en esta Hermandad no es elegible», y que «lo mismo y por igual razón ocurre con el cargo que llaman de Vice-Presidente, el que ha de radicar en todo tiempo en la persona que ejerza el cargo de Párroco de San Roque».

 

                        Al día siguiente mismo, el Arzobispo escribe al párroco comunicándole varias resoluciones. Reconoce que «es lógico que en la Junta o Cabildo celebrado para elegir la nueva Junta de Gobierno se haya suscitado la cuestión referente al cargo de Hermano Mayor y Hermano Vicepresidente, para saber si atendidas las Reglas y visto el Decreto de los Prelados procedía o no nombrar nuevas personas para ambos cargos», entendiendo que podría interpretarse perfectamente, «atendida la letra del Decreto», que no puede haber reelección de cargos que no fueron previamente elegidos, como son los dos citados en esta hermandad. Ello no obstante, y subrayando el espíritu que animaba al susodicho Decreto, «Nos, que somos la persona a quien afecta la interpretación del Decreto de 4 de Febrero… declaramos que ha de aplicarse aún al cargo de Hermano Mayor de esta cofradía», por lo que ordena que sean modificadas las Reglas de esta «en el sentido de que tanto el cargo de Hermano Mayor como el cargo de Hermano Vicepresidente serán cargos electivos en lo sucesivo, sujetos por lo tanto a las prescripciones del Decreto de 4 de Febrero del año de 1930 sobre Elecciones de Juntas de Gobierno, pero que el Excmo. Sr. Arzobispo de Sevilla será siempre Protector de esta Hermandad, y el Sr. Párroco de San Roque será siempre el Director Espiritual, con los deberes y derechos propios de tal, según los cánones”.

 

                        La supuesta renuncia y posible proceder consecuente del cardenal son engañosos: él mismo lo insinúa al final del párrafo anterior cuando menciona los cánones y establece la función de Protector, que no existía hasta entonces más que protocolariamente. Y ello se ratifica cuando dice al párroco que «aunque no sigamos ejerciendo el cargo de Hermano Mayor en la Junta de Gobierno de la Hermandad del Smo. Cristo de la Fundación, no por eso quedará mermada en lo más mínimo Nuestra Autoridadad de Prelado en lo que afecta a dicha Hermandad y su Junta de Gobierno”. Es decir, hay una renuncia formal pero se anuncia que la intervención real podrá ser mayor que hasta entonces. Todo ello muy de acuerdo con la peculiar personalidad de Ilundain.

 

                        Por otra parte, el prelado resuelve se repita de nuevo el cabildo de elecciones, negando validez al anterior, formalmente no sobre la base de que en él fuera cesado sin consulta previa sobre su interpretación del tan citado Decreto, sino por el incumplimiento de una norma menor del citado Decreto que prescribía que «cada cargo debía ser objeto de elección por votaciones secretas sucesivas», mientras en el cabildo del día 30 todos ellos, salvo los de Hermano Mayor y Alcalde, lo habían sido «por aclamación» . Sólo cuando estuvieren subsanados este y algunos otros defectos de forma, «decretaremos lo que estimemos procedente respecto a la aprobación de la elecciones de nueva Junta de Gobierno».

 

                        La resolución del cardenal fue cumplida y el 12 de Julio se celebró Cabildo Extraordinario, «con sujeción estricta a lo preceptuado» y sin entrar en más discusiones interpretativas. Como era de esperar, vistos los antecedentes, fue elegido Hermano Mayor Don Rodrigo Fernández y García de la Villa, quedando el resto de la Junta con pocas variantes respecto a la elegida el 30 de mayo, aunque con algunos cambios de puestos y la reducción a dos del número de Diputados de Gobierno, para cumplir la norma de que el total de oficiales no llegara a veinte. Esta fue la Junta de Gobierno elevada para su aprobación al Arzobispo, con la firma del propio párroco, que ya se titula Director Espiritual:

            Hermano Mayor:                   D. Rodrigo Fernández y García de la Villa.

            Teniente de Hno. Mayor: D. Antonio Ruiz Carranco.

            Alcalde:                                  D. Antonio Soriano Hernández

            Mayordomo 1º:                      D. Antonio Herrero Dobarganes.

            Mayordomo 2º:                      D. Santiago Herrero Dobarganes.

            Prioste 1º:                              D. José Palma Pérez.

            Prioste 2º:                              D. Juan de Dios Rey Rodríguez

            Fiscal 1º:                                D. José Gómez Garrido.

            Fiscal 2º:                                D. José Oliva Alonso

            Celador:                                 D. Manuel Salinas Vargas-Machuca.

            Secretario 1º:              D. Joaquín López Guerrero.

            Secretario 2º:              D. Manuel Pineda Ojeda.

            Consiliarios:               D. Enrique García Carnerero.

  1. Juan Laverán Moreno.
  2. Francisco Núñez Ruiz.
  3. Antonio Quesada Montaño.

            Diputado Mayor de Gobierno:          D. Manuel Berlanga.

            Diputados de Gobierno:        D. Manuel Carranco y D. Manuel Anglada.

           

                        Por primera vez tras 165 años, la hermandad parecía que iba a tener un Hermano Mayor distinto al Arzobispo. Sin embargo, ello no fue así, porque Ilundain no estaba dispuesto –por razones tanto pastorales como políticas y personales, todas ellas enlazadas– a que la hermandad, y sobre todo Don Rodrigo, se salieran con la suya y puso nuevos obstáculos a la aprobación de la Junta recién elegida.

 

                        El 14 de Julio, desde el Arzobispado se envía al párroco un oficio pidiéndole información «con toda reserva y en conciencia» sobre las personas elegidas, principalmente sobre «su moralidad y si oyen Misa todos los días festivos y comulgan por la Pascua o Cuaresma y tienen intachable honradez administrativa todos ellos», así como sobre el cumplimiento de las normas del Decreto. La contestación no se hizo esperar, ya que tiene fecha del siguiente. En ella, Don Salvador Franco expone que, a excepción de tres miembros de la Junta, los restantes no son feligreses de la parroquia, y a algunos desconoce totalmente, pero que «no le consta que falte a ninguno de los Sres. elegidos las cualidades que exige la norma primera del Decreto de 4 de Febrero último sobre Hermandades, pudiendo afirmar, en lo que se refiere al precepto de oír Misa todos los domingos y días festivos, que muchos de ellos lo cumplen aquí, en esta Iglesia, no pudiendo decir lo propio en lo que respecta a si cumplen o no con el de comulgar por la Pascua o Cuaresma, por no constarme ciertamente nada sobre este extremo» . Añade asimismo que «tampoco le consta nada en contra de la intachable honradez administrativa de los mismos, sobre todo de los que más directamente han de intervenir, en el caso de que sea confirmada esta elección por V. Ema. Rvma., en la de esta Hermandad, por conocerlos personalmente desde hace muchos años”; y manifiesta que la elección se efectuó, en todos sus externos y antecedentes, «con estricta sujeción a lo prescrito».

 

                         Lejos estaba el cura de San Roque, cuando respondió en estos términos favorables a la información que le pedía el cardenal-arzobispo, de imaginar las intenciones de este. Pensaba Don Salvador que, cumplido el trámite de su informa, los resultados de la elección iban a ser confirmados por Palacio, como era usual, sin más complicaciones. Pero se equivocaba o no conocía bien el carácter de Ilundain y lo difícil que para este era olvidar lo que, a ciencia cierta, consideraba un agravio colectivo de la hermandad y personal de un adversario político, Don Rodrigo Fernández y Garcia de la Villa, quien, además, tras la caída de la Dictadura, había vuelto a la vida política activa ahora en posiciones más abiertamente favorables a la instauración de la República. Además, el prelado estaba empeñado en fortalecer su autoridad sobre la totalidad de las cofradías sevillanas, por lo que su actuación respecto a la modesta de Los Negritos podía tener efectos ejemplarizantes y suponer un escarmiento disuasorio para mucha otras.

                       

                         El mismo día de recibir la respuesta del cura, el Arzobispo, que sin ninguna duda llevaba personalmente el tema, pide tanto al Hermano Mayor electo como otra vez al párroco «faciliten la comprobación de lo prescrito en la norma primera apartado c) del Decreto de 4 de Febrero que regula las elecciones de las Juntas de Gobierno», para que «una vez cumplida esta Nuestra indicación podamos proceder a la aprobación».

¿Qué tipo de comprobación pedía ahora Su Eminencia, referida al apartado c) de la norma 1a. del famoso Decreto? Pues nada menos que un certificado a presentar por cada uno de los miembros de la Junta electa, que debía ir firmado por el cura de la feligresía donde viviera cada uno, de haber cumplido el precepto pascual y asistir a la misa dominical. Como escribe el propio Don Rodrigo, en carta al párroco y Director Espiritual, «nada consta en contrario con respecto a ninguno de estos señores, pero no es posible determinar la pública constancia del cumplimiento de estas obligaciones, de una parte por indeterminación de las pruebas que hubieren de acreditarlo, y de otra por la inexistencia de la formalidad, de precisión de día y de determinación de lugar en donde tales obligaciones hayan de tener cumplimiento”. Dado que estos preceptos pueden cumplirse en cualquier templo, «resulta imposible el acreditar de una manera cierta el cumplimiento constante de estos mandamientos».

 

                        El escrito del electo Hermano Mayor al párroco fue enviado por este al día siguiente, sin añadido ni comentario alguno, al Arzobispo, el cual, también con rapidez inusitada, le contesta que «es sumamente fácil a los fieles cuando tengan que acreditar, como ocurre en el caso presente, que han cumplido con el precepto pascual, hacerlo constar. Basta con que se ajusten a lo prescrito en el canon 859 del Código Canónico vigente. En este canon, a la vez que se concede facultad para cumplir con el precepto de la comunión pascual en parroquia que no sea la suya, se prescribe, en el párrafo 3 de dicho canon lo siguiente: ‘Los que hayan cumplido con el precepto de la comunión pascual en parroquia que no sea la suya cuiden acreditarlo ante su propio párroco». Por consiguiente, aunque hayan comulgado en el tiempo de Cuaresma o Pascua en otras iglesias distintas de la propia parroquial de cada uno de los individuos designados para la nueva Junta de Gobierno de la Hermandad, acredítenlo ante su propio párroco y exíjanle que él, a su vez, extienda el oportuno testimonio ante Vd. como Director Espiritual de la Hermandad para constancia del Prelado. Cuando este requisito se haya cumplido, me será muy grato aprobar la elección de Junta, siempre que por otra parte conste que oyen Misa los días festivos… Aclarado cuanto pudiera ser necesario aclarar, espero respuesta definitiva para proceder según sea y juzguemos oportuno en este caso».

 

                        La explicación anterior del cardenal, juez y parte en el problema, rezuma ironía, conscientemente o no, y refleja bien a las claras cual era la decisión que, posiblemente desde semanas antes, tenía al respecto. Era imposible, por anacrónico, estar obsoleto y chocar con el propio sentido de la dignidad de las personas tal como esta era ya socialmente definida a la altura de finales del primer tercio del siglo XX, la puesta en práctica del canon exhumado y empuñado como un arma por Su Eminencia, por muy formalmente vigente que este se encontrara. Pero precisamente el hecho de estar formalmente vigente, aunque fuera en completo desuso, le daba la posibilidad de tener una coartada legal en la que basar su rechazo a la hermandad y a la Junta elegida sin que este apareciera como completamente arbitrario.

 

                        El cura de la parroquia, a partir de la comunicación anterior, parece ya darse cuenta de hacia donde quería ir su superior. En su escrito de fecha 21, transmite la contestación de los oficiales electos a la indicación arzobispal. En dicha contestación, estos exponen que todos ellos, «sumisos siempre a las disposiciones de la Iglesia, habrían a su debido tiempo cumplido con el requisito canónico de presentación de cédula del cumplimiento pascual a sus respectivos Párrocos, de no haber sido para ellos cosa esta que absolutamente ignoraban y que hoy ya, por el tiempo transcurrido, y también porque lo hicieron en iglesias donde no eran conocidos, les es de todo punto imposible», aunque se comprometen «en lo sucesivo a pedir la cédula comprobatoria, que presentarán a sus respectivos Párrocos y al Director Espiritual» . El párroco señala, al respecto, lo que parecen ser «buenas disposiciones de estos hermanos», pero hace a continuación una apostilla, destinada sin duda a satisfacer al cardenal: «aunque nada pueda dar por cierto en conciencia, porque realmente, positivamente, nada sobre ello me consta, estimo mi deber significar a V. E. R. mis sospechas, por lo que de las entrevistas habidas en estos días he podido deducir, que, a excepción de un número muy reducido de estos señores, los demás tienen abandonado este deber de todo verdadero católico que dice relación al precepto pascual, no porque sean refractarios a ello sino por esa total indiferencia que tanto predomina en nuestra ciudad y que tan mal hermana con los entusiasmos religiosos y los sacrificios de toda índole que estos señores cofrades se imponen para llevar adelante sus Hermandades» . A ello añade que «la comunión en el día de la Función de su anual Quinario se reducía a la de tres o cuatro hermanos, y siempre de los más jóvenes», si bien, posiblemente para compensar, en el último párrafo de su escrito expresa su esperanza de «conseguir de ellos lo que, por mucho que aseguren ser cierto, me temo no lo sea, aunque sí lo sea el que siguen Misa los Domingos y días festivos, por lo menos por parte de los que aquí, en esta Iglesia, cumplen con ese precepto» . Pese a sus ambivalentes comentarios, al final se decide a hacer una propuesta concreta conciliadora al arzobispo: «yo me atrevería a suplicar a V. Ema. Rvma. que preste su superior aprobación a la Junta de Gobierno elegida, aun haciéndolo con el añadido de las advertencias pertinentes, salvo que V. E. R., en su superior y más claro criterio, entienda como mejor otra resolución».

 

                        Todo fue en vano, Ilundain, el día después de recibir el escrito anterior, dicta un decreto en los siguientes términos:

                        «Sevilla, 22 de Julio de 1930. Visto lo infructuoso de nuestras buenas gestiones, que en reiterados decretos y comunicaciones hemos realizado con el deliberado y sano propósito de poder llegar a aprobar la elección de la nueva Junta de Gobierno designada para la Hermandad del Ssmo. Cristo de la Fundación y Na. Sa. de los Ángeles, venimos en decretar lo siguiente:

            1º) Que no procede que Nos demos la aprobación a la elección de la Junta de Gobierno nombrada por el Cabildo del día 12 del presente mes.

            2º) Que en virtud de las facultades que como Prelado Nos competen, tenemos a bien nombrar y nombras una Delegación Extraordinaria que por el tiempo que estimemos necesario gobierne dicha Hermandad.

            3º) Que al efecto nombramos Delegado extraordinario al Sr. Párroco de San Roque, Don Salvador Franco, quién podrá asociarse de tres Hermanos, piadosos y cumplidores de los preceptos de la Iglesia, que le auxilien en lo referente al cumplimiento de esta Delegación extraordinaria.

            4º) Que el nombrado Sr. Delegado se haga cargo de cuanto se relaciona con la administración de la Hermandad, por ahora.

                        Comuníquese al Sr. Párroco de San Roque y al Hermano Mayor electo. El Cardenal arzobispo de Sevilla».

 

                        A partir de aquí, Don Salvador Franco de Pro, párroco de San Roque y Director Espiritual de la hermandad castigada, se pliega totalmente, como no podía ser menos, a la voluntad de Su Eminencia ya traducida en términos jurídicos. Pocos días más tarde, da cuenta de haber entregado dicho decreto al Hermano Mayor electo y también de su fracaso en conseguir para formar la gestora o Delegación Extraordinaria decretada «tres señores cofrades que reúnan las condiciones que V. Ema. Rvma. determina en su citado decreto”. Todos cuantos fueron requeridos por él para dicho fin «se han negado a ello, sin duda por solidaridad con los de la Junta no aprobada”.

 

                        La situación de la hermandad, y la no tan grave pero también anómala de algunas otras cofradías, estaba en la calle como tema de conversación. Al respecto, en el número 3 del Boletín del Capillita, se incluía el siguiente comentario: «La noticia la hemos conocido hace pocos días y no podemos por lo tanto hacer una amplia información sobre el particular; pero es el rumor que algunas cofradías no harán estación a la Catedral en la próxima Semana Santa. ¿El por qué? Eso es lo que nos ha dado tiempo comprobar. Se asegura que una de ellas pertenece al Miércoles Santo, dos a la tarde del Jueves y una quizá a la Madrugada del Viernes. En lo que pudiera referirse a la cofradía de los Ángeles, conocida por la de los Negritos, continúan las dimisiones y las bajas de hermanos de Mesa y de cirios, y, claro está, en este plan no hay cofradía».

                       

                         La realidad era que un completo vacío se había adueñado de la hermandad desde el verano, ante la resistencia pasiva de los cofrades y la impotencia del cura para poner en marcha la Delegación Extraordinaria encargada, hasta el punto que el cura párroco se dirige al cardenal, el 30 de Enero del año 31, en un largo informe, para poner en su conocimiento la gravedad de la situación, de forma previa a la visita que había solicitado con el fin de pedirle «consejo y dirección acerca de ciertos extremos de no poca monta, por razón de las fechas que están próximas», referidos a la cofradía. En él cuenta cómo, desde el anterior mes de Agosto, ha tratado de obtener el Inventario de bienes de la hermandad, la lista de hermanos y los libros de cuentas sin conseguirlo, por unas u otras causas, teniendo en su poder solamente las llaves de la capilla y sus dependencias y los libros de Reglas antiguo y moderno. Ante esta situación, se sincera con el cardenal, confesándole: «Como ve V. Ema Rvma., por lo que le llevo expuesto, estoy hecho cargo de la Hermandad y no lo estoy; he querido hacer, y nada he hecho, no por falta de tiempo dedicado a este asunto, ni menos de una buena voluntad, sino por las circunstancias especiales que al mismo acompañan”. La situación que dibuja es muy grave: «De no pocos hermanos recibí, una vez que hubo pasado el Jubileo de Agosto, cartas dándose de baja en la Hermandad; otros lo han hecho de palabra; otros, ignoro el número, por lo mismo que no acaban de entregarme la lista de cofrades, nada han dicho, ignorando por consiguiente cual sea su actitud. Algunos de estos me preguntan si se celebrará el quinario y si saldrá la cofradía, contestándoles que si nada se hace no es culpa mía, sino solamente del Mayordomo y del Secretario, y de quienes no han querido todavía, o no han podido, hacer entrega de la Hermandad”. En otras palabras: la hermandad se encontraba totalmente desorganizada de hecho, porque «no tiene un céntimo, tiene en cambio un débito bastante grande; los hermanos nada han pagado los pocos que quedan, porque nadie les ha pasado recibos para ello; las fechas de Quinario y Cofradía se aproximan y ambas cosas cuestan un dineral; el Ayuntamiento oficia diciendo se le manifieste antes del 16 de Febrero si esta Hermandad hará estación; y, por último, la entrega definitiva de la Hermandad no se ha efectuado» . Ante todo lo anterior, pregunta al Prelado, respetuosamente, si «en el caso menos probable de la entrega definitiva, ¿procede que yo inicie los trabajos necesarios para la celebración del Quinario y Salida de la cofradía, o más bien empleo mis esfuerzos y el tiempo en la reorganización de la Hermandad?», ofreciéndole su opinión al respecto en la próxima entrevista y despidiéndose como «su fidelísimo súbdito».

 

                        En un corto memorándum, al final del escrito anterior se transcribe la escueta decisión del cardenal: «En conferencia personal con el Párroco de San Roque el día 2 de Febrero de 1931, le ordenamos:

            1º) Que procure se haga la entrega de lo perteneciente a la Hermandad de Nuestra Señora de los Ángeles (Los Negritos) bajo inventario, y cuide esmeradamente de la conservación bajo su custodia, mientras no se reorganice la cofradía.

            2º) Que por este año, en atención a la situación de la Cofradía se suspendan los cultos del quinario y la procesión en la Semana Santa; y lo comunique así a quien corresponda».

 

                        Nada había que hacer, pues, en un horizonte cercano, ya que el principio de autoridad del cardenal Ilundain estaba por encima de cualquier otra consideración y tampoco era más flexible la posición de los cofrades ante lo que consideraban una evidente represalia y un arbitrario baculazo.

 

                        Pero todavía antes de aquella Semana Santa del 31, en el Boletín antes citado apareció una sorprendente noticia con el título, no menos sorprendente, de«¡No es posible que salgan nazarenos a sueldo!» Decía así:

            «Sabido es que, desgraciadamente, la Hermandad del Santísimo Cristo de la Fundación y Nuestra Señora de los Ángeles, establecida en su capilla del barrio de San Roque, está disuelta, porque su Mesa presentó la dimisión –lo que no es exacto– y baja en la corporación con carácter irrevocable, siguiéndola en esta determinación los demás cofrades, que hicieron entrega al párroco de San Roque de libros, enseres y demás efectos de la Hermandad.

            Próxima ya la Semana Santa, se han hecho gestiones cerca de los dimisionarios para que depongan su actitud y procedan a la organización de la hermandad, sin resultado positivo, toda vez que su resolución está fundada en un alto criterio digno de llos mayores respetos.

            Como consecuencia de esta actitud, han comenzado -según nuestras referencias- las gestiones cerca de una Hermandad del Domingo de Ramos para que en la tarde del Jueves Santo se presten a sacar la cofradía de los Negritos, en evitación de que en un día de tanto lucimiento se desluzca la Semana Santa sin la salida de una cofradía que «queda dentro no por falta de recursos económicos».

            No pretendemos creer en la veracidad de esta noticia, ni muchísimo menos que las cofradías sevillanas lleguen al lamentable caso de tener que hacer estación de penitencia con penitentes «prestados de otras cofradías» o nazarenos «a sueldo»; y, sobre todo, nos resistimos a creer otra cosa que no sea una lamentable oficiosidad merecedora de las mayores protestas. Las cofradías que no puedan o no quieran salir, que no salgan; si la Semana Santa sevillana llega al lamentable caso de reducirse, que se reduzca, pero nunca que los nazarenos sean «transportados», como si fueran siriales, de un lado para otro, en plan de comparsas…».

 

                        Es evidente que la «hermandad del Domingo de Ramos» a que aludía la anterior noticia y comentario era la de San Roque. Con ella, desde casi su fundación y primera salida, en 1902, había habido una cierta pugna, muy explicable, como en los casos semejantes de dos cofradías en una misma parroquia o muy cercanas. Pero en la década de los veinte, sobre todo desde el año 25 en que tomó posesión la nueva Junta de los negros con Don Rodrigo Fernández y García de la Villa como alcalde, la tensión fue creciente, entre estos motivos porque entre este y el Hermano Mayor de San Roque, Don Manuel Sarasúa, había una fuerte confrontación en el plano político. Mientras Sarasúa era un conspicuo líder de la derecha más conservadora sevillana, colaborador activo de la Dictadura y durante años Presidente de la Diputación Provincial, García de la Villa encabezaba –como ya vimos– el Partido Liberal (albista) aliado con los republicanos ya antes del golpe primorriverista, era opositor a la Dictadura y, tras la caída de esta, se convirtió en una de las principales figuras sevillanas del frente antimonárquico.

 

                        Ya hemos escrito páginas atrás que un componente no único pero sí importante de la postura de Ilundain había sido su antipatía hacia lo que representaba políticamente Don Rodrigo, a pesar del contenido totalmente respetuoso de todas las manifestaciones públicas de este hacia el prelado. Antipatía que se tornaba simpatía total respecto a Sarasúa y su cofradía de San Roque. Que esta afirmación no es gratuita lo demuestra que el cardenal navarro hiciera una excepción en la aplicación del famoso Decreto, precisamente con Sarasúa. Este, en enero de 1925, había sido nombrado Hermano Mayor perpetuo, en reconocimiento a su labor en beneficio de la hermandad, y al consultar esta al Arzobispo, en junio de 1930, sobre si era obligatorio sacar a elección el cargo, conocedores ya los cofrades de San Roque de cuanto había ocurrido a los de Los Negritos, la respuesta de quien no había querido hacer en esta hermandad una excepción para sí mismo fue que «no es mi intención revocar este privilegio en el presente caso», confirmando a Don Manuel Sarasúa y Barandiarán de Hermano Mayor «como privilegio personal y vitalicio», no sujeto a las disposiciones de las Reglas sino aprobado por la Autoridad Eclesiástica por él representada. Ilundain no era, pues, tan inflexible de pensamiento como algunos pensaban y se dejaba llevar también por las conveniencias políticas.

 

                        Aquella Semana Santa la hermandad del Cristo de la Fundación y la Virgen de los Ángeles fue la única que no hizo estación a la Catedral como ininterrumpidamente, desde 1897, lo venía haciendo, pero tiempo antes se había extendido por el barrio, y por toda Sevilla, el rumor del que se hizo eco el mencionado Boletín de que la cofradía de San Roque estaba dispuesta a hacerse cargo de la salida de aquella «para que no se desluciera el Jueves Santo», pero también, aunque ello no se explicitara, como forma de desprestigio e incluso de humillación de García de la Villa en la ciudad. Tanto más cuanto que aquella Semana Santa la Virgen de Gracia y Esperanza estrenaba «una corona con magnífica pedrería, regalo de la Camarera, la señora de Don Manuel Sarasúa», como recogía la prensa. No se olvide que la Semana Santa del año 31 se desarrolló prácticamente durante una campaña electoral muy caliente políticamente para unas Elecciones Municipales cuya significación desbordaba claramente el nivel municipal, al tener un evidente carácter de plebiscito entre Monarquía o República, dado que eran las primeras tras el periodo anticonstitucional de 1923-30 con el que se había identificado el monarca. Y en campañas políticas, antes y ahora, lamentablemente, parece que todo vale.

 

                        El cardenal Ilundain había optado meses antes. La significación política de Manuel Sarasúa era muy nítida y coherente, y lo sería hasta su muerte en abril de 1935. Había sido concejal, diputado provincial, y varios años Presidente de la Diputación bajo la Dictadura de Primo de Rivera, cargo que seguía ostentando tras la caída del Dictador. Ahora, para las elecciones del 12 de abril de 1931, encabezaba la Candidatura de las Derechas Monárquicas, en la que figuraban también otros Hermanos Mayores de cofradías como Manuel Bermudo. Y durante la República apoyaría el golpe militar del general Sanjurjo el 10 de Agosto de 1932, por lo que le fue ofrecida la Alcaldía –siendo encarcelado por poco tiempo tras el rápido fracaso de la intentona–; fue fundador y miembro del Comité Provincial de Acción Popular, y Presidente de la Federación de Hermandades, de indiscutible ideología conservadora y clara significación política.

 

                        Don Rodrigo Fernández y García de la Villa, por su parte, como ya sabemos, había sido concejal en los últimos Ayuntamientos constitucionales anteriores al golpe de estado del año 23, por el Partido Liberal albista, aliado con los republicanos de Martínez Barrios, y lideraba ahora la lista de la Candidatura Antidinástica por los «Republicanos Autónomos», tal como se acordó en una reunión celebrada en el Centro Republicano de Sevilla de la calle Arguijo.

 

                        El domingo siguiente al de Resurreción se celebraron las elecciones. En el distrito décimo, el candidato más votado fue García de la Villa, que iba en las listas con la etiqueta de republicano, por delante de un socialista y de un radical-socialista, todos ellos en la Coalición Republicano-Socialista y triplicando en votos al primer candidato de Concentración Monárquica. Dos días después, 14 de abril, se proclamaba la República y la bandera tricolor ondeaba en la Plaza Nueva sevillana. El Conde de Halcón y Don Manuel Sarasúa dejan sus cargos respectivamente a Don Hermenegildo Casas y al Sr. Sánchez Suárez, que se hacen cargo de forma provisional de Ayuntamiento y Diputación, en una apresurada ceremonia en la que los alcaldes saliente y entrante se dan la mano en el balcón del Ayuntamiento ante el entusiasmo de la multitud, mientras la banda municipal interpreta repetidamente el Himno de Riego y la Marsellesa.

 

                        El domingo siguiente por la mañana tiene lugar la solemne constitución del nuevo Ayuntamiento de la ciudad, donde es elegido alcalde, por 49 votos y 1 en blanco, Don Rodrigo Fernández y García de la Villa, que concluye su discurso protocolario con las palabras «Hágase todo por España, por Sevilla y por la República» (224). El nuevo alcalde nombró como Secretario Particular al periodista y poeta Antonio Núñez de Herrera, que luego sería autor de uno de los libritos más lúcidos y desveladores de cuantos se hayan escrito sobre la Semana Santa sevillana. Posteriormente, sería elegido Diputado en Cortes, por el Partido Radical, junto al también cofrade Miguel García y Bravo-Ferrer, teniendo un importante protagonismo en la presentación y aprobación de la enmienda al artículo 26 del proyecto de Constitución, que abría la posibilidad de realización de cultos públicos, cuestión no contemplada en el texto inicial elaborado por la ponencia constitucional, posibilitando la continuidad de las estaciones de penitencia de las cofradías sevillanas; aunque esta actuación fuera muy duramente criticada, hasta considerarla casi como una traición a la religión católica, por parte los sectores de más peso en el mundo cofradiero, de inequívoca tendencia conservadora y antirrepublicana.