Capítulo V. El borrascoso final de una mayordomía.

 

                        En septiembre de 1923 el general Primo de Rivera dio el golpe de estado que abrió la primera Dictadura del siglo XX en España. Anulada la Constitución, clausuradas las Cortes y prohibidos los partidos y sindicatos, dos instituciones, además del ejército, fueron las que apoyaron más entusiásticamente al jerezano y su «nuevo régimen»: la Monarquía y la Iglesia. Ambas tendrían que asumir en la década siguiente los costos de este apoyo a la ruptura de la legalidad constitucional. Ilundain fue especialmente activo en favor de la Dictadura y en el fomento del partido único que esta intentaba construir, la llamada Unión Patriótica, siendo designado como uno de los miembros de la Asamblea Nacional Consultiva. El Congreso Mariano Internacional de 1929 sería, en este sentido, el correlato religioso de la Exposición Iberoamericana. Esta postura política del Arzobispo, cardenal desde 1925, no sería ajena, como veremos más adelante, al desarrollo del agrio conflicto que tuvo en 1930 con la hermandad de la Virgen de los Ángeles.

 

                        Pero antes que este se produjera, la propia cofradía había de sufrir una nueva crisis de crecimiento, que desembocó en el final de la larga etapa de los 28 años de mayordomía del que fuera primer hombre fuerte de la hermandad en este siglo: Enrique Gallart.

 

                        Como ya sabemos, Gallart había entrado en la cofradía en la reorganización de 1896, cuando esta se convirtió finalmente en hermandad de blancos, y asumido la mayordomía ese mismo año. Tanto en lo positivo como en lo negativo, había sido desde entonces el responsable central, a veces casi único en la práctica, de cuanto se hizo en la corporación. Ello no era un caso excepcional en las cofradías sevillanas de la época; antes al contrario, casi todas ellas tenían una persona o familia, o a lo más dos o tres familias, que las patrimoniolizaban actuando como centros de decisión en las mismas y como referencia externa de ellas. En ciertas hermandades, estos mismos ejecutivos –estimo que se puede aplicar justamente este término– poseían un status económico-social alto y entonces no sólo monopolizaban el poder de decisión sino eran también los motores económicos de sus respectivas corporaciones, pero otras veces, como ocurría en Los Negritos, ello no era así, y los «dueños» de la cofradía tenían que buscar fondos por diversos procedimientos y tratar de conseguir lo que durante mucho tiempo se denominó en el argot cofradiero un «caballo blanco»: alguien dispuesto a realizar donaciones de importancia sin inmiscuirse demasiado en el gobierno de la hermandad sino delegando este en el ejecutivo que ya lo poseía y ahora se fortalecía mediante su influencia exclusiva en el benefactor de la corporación.

 

                        Gallart era un empleado de los juzgados que no contaba con patrimonio significativo ni era persona notable en la ciudad, contrariamente a lo que, al menos desde la segunda mitad de los años diez, ocurría, por ejemplo, en la cercana cofradía de San Roque, que había conseguido acercar a la familia de los Concha y Sierra, grandes propietarios y ganaderos, emparentada a través de una de sus hijas con Manuel Sarasúa, que era el hombre fuerte de la hermandad y estaba ascendiendo velozmente en la escala social sevillana, sobre la base de su liderazgo en los grupos políticos católicos de la derecha más conservadora, hasta el punto de convertirse, desde comienzos de la Dictadura, en Presidente de la Diputación Provincial. Las diferencias que ello suponía se reflejaban no tanto en la riqueza de los pasos –el valor del palio y manto de Los Negritos era en esta época más alto que los de San Roque– sino, sobre todo, en el valor de las alhajas que se prestaban a cada Dolorosa para su salida en Semana Santa, una costumbre que comenzó poco antes de 1850 y se mantuvo durante más de un siglo, hasta los años setenta del siglo XX, precisamente durante toda la época en que más vigente estuvo este modelo patrimonial –en la práctica, no en lo jurídico– de organización y gobierno de las hermandades.

 

                        Ello es generalizable al conjunto de las cofradías sevillanas de la época: las diferencias de nivel social, no tanto entre los respectivos conjuntos de hermanos pero sí entre las reducidas familias que las patrimoniolizan, se reflejan no principalmente en los pasos mismos, aunque también las haya evidentes, sobre todo en cuanto a las innovaciones y estrenos, que en algunas son más posibles y frecuentes que en otras, sino sobre todo en el valor de las alhajas que pueden conseguir les sean cedidas el día de la salida. Así, por ejemplo, en el año 24, mientras a las alhajas que lleva la Virgen de los Ángeles se les calcula un valor de 35.000 pesetas –era la camarera Doña Adela Maestro Amado–, las que luce la Virgen de San Roque ascienden a 200.000 –de las familias Sarasúa y Concha y Sierra–; aunque las Vírgenes de varias cofradías superaban con mucho estas cifras: la del Gran Poder llevaba encima 800.000 pesetas, la del Valle 600.000, la Soledad 500.000, las de Pasión, el Silencio y Esperanza de Triana 400.000, La Macarena y la de San Isidoro 350.000…; valor en todos los casos mucho más alto al del total de enseres propiedad de cada una de esas hermandades.

 

                        En correspondencia con la discreta dimensión social y las restringidas posibilidades de acceder a redes sociales importantes que tenía Gallart, la hermandad de la Virgen de los Ángeles permaneció durante los últimos años del siglo XIX y casi todo el primer cuarto del XX como una hermandad reducida en cuanto a número de integrantes y cuerpo de nazarenos, con poca influencia en la ciudad y no demasiada en el barrio –porque, a pesar de seguir siendo la Imagen Titular la de mayor devoción en este, incluso la posibilidad de visitarla no era cotidiana–, y con una vida corporativa casi restringida a los cultos principales en épocas muy concretas: el Triduo y Jubileo de Agosto, el Quinario de Cuaresma y la estación de penitencia. Pese a ello, también hay que reconocer que hubo logros no pequeños, en los cuales no debemos regatear el mérito de Gallart: la vuelta al Jueves Santo, la consecución del paso de palio obra del famoso Juan Manuel Rodríguez Ojeda, y el fin del control casi absoluto que los clérigos –canónigos-delegados del Arzobispo y curas de San Roque– habían tenido sobre la hermandad durante toda la fase de transición de esta de ser cofradía étnica a convertirse en hermandad con base territorial, de barrio.

 

                        Pero en este como en similares casos, la situación no es posible mantenerla perpetuamente: otras personas quieren ejercer su derecho a intervenir también en las decisiones en la vida de la corporación, ello hace que se haga aún más férreo el control de esta por el hombre fuerte –acusado de cacique — y sus adláteres, al sentir como una agresión el cuestionamiento de sus actuaciones, en realidad de su poder absoluto, y se entra así en una espiral que precipita los acontecimientos y desata las pasiones y enfrentamientos. Es esta una dinámica no privativa de las hermandades sino aplicable asimismo a otras asociaciones de diverso tipo y con diferentes funciones explícitas, pero que ha sido casi la norma en las cofradías sevillanas desde mediados del siglo XIX hasta al menos el segundo tercio del siglo XX. Y la antigua de los negros no ha sido en esto ninguna excepción.

 

                        El hecho que precipitó aquí el conflicto fue la admisión, calificada como irregular por Gallart, de un número muy alto de nuevos hermanos el año 1924. Hasta ese momento, desde la propia hermandad se reconocía que esta sólo contaba con 80 hermanos y 5 hermanas, aunque los que estaban al día en el pago de las cuotas no debían ser más de «25 ó 30 hermanos por término medio». En el libro de altas, tras el boom ya señalado del cuatrienio 1914-17, en que ingresaron 131 nuevos hermanos, no existe ninguna otra anotación hasta el 31 de mayo del año 23, en que se inscribe a 16, y luego el 25 de mayo de 1924, en que ingresan a la vez otros 32. De nuevo hay que pensar que no se ponía excesiva atención en el tema del Libro de Hermanos.

 

                        Según la versión de Gallart y otros nueve cofrades –que firman un escrito al Arzobispo el 26 de mayo de 1924–, el día anterior celebró la hermandad un cabildo convocado «con el fin y propósito de recibir en el seno de la referida congregación a los nuevos hermanos que de anterior lo tenían solicitado» ; cabildo cuyo desarrollo califican de «atropello a los acuerdos de Cabildos anteriores y una burla a las costumbres de esta Hermandad», ya que, afirman, luego de producirse un «escándalo impropio de esta hermandad, que siempre ha llevado un trazado de conducta digna de todo elogio», al ser leída la relación de los nuevos hermanos, por haber protestas respecto a algunos de ellos, «el Sr. Presidente –que era Don Antonio Guerra, Delegado del Arzobispo–, sin más explicaciones ni dar cuenta de otros asuntos que se debían tratar, quiso, y así lo afirmó, dar por recibidos a los nuevos solicitantes con el fin y solo propósito de hacer una maniobra en las próximas elecciones a fin de obtener por los procedimientos que antes les referimos una mayoría en las mismas« . Ante todo ello, y considerando «nula la dicha admisión de hermanos», solicitan del prelado «dé la oportuna orden a fin que sea anulado dicho cabildo y acuerdo, que consideramos ilegal» y designe como nuevo Delegado a «una persona debidamente autorizada, que encauce a esta Hermandad a los fines para que fue creada”.

 

                        El núcleo de la cuestión, que luego entraría en una maraña de discusiones epistolares sobre cuestiones formales de procedimiento en la admisión y juramento de nuevos hermanos, era realmente el tema de las elecciones, las cuales fueron efectivamente convocadas por el Presidente para cuatro días más tarde. El propio Gallart y los firmantes del anterior escrito elevan otro al Arzobispado, el 3 de Junio, donde exponen con detalle su versión sobre este cabildo, según ellos totalmente ilegal, en el que fueron desplazados del gobierno de la cofradía mediante las que llaman «argucias políticas» y «manejos del censo electoral» para conseguir mayoría de votos.

 

                        «Acudimos –afirman– al cabildo animados del deseo y amor a nuestra Hermandad, cual lo hemos hecho siempre, y con sorpresa enorme, con verdadero dolor y pena, pudimos observar cómo el Sr. Delegado, apartándose de las más elementales normas de prudencia y austeridad, «muñía» (justo es decirlo, puesto que la verdad es justicia) la elección entre los hermanos solicitantes, que sin derecho alguno acudieron a su llamamiento, dispuestos a votar y a sustituir, en su anómala irrupción, a los que tras muchos años de esfuerzos y sacrificios consiguieron elevar a la Hermandad a la altura en que hoy se encuentra» .

 

                        En las descalificaciones al Delegado de Hermano Mayor y a quienes salieron elegidos para la nueva Junta de Oficiales, los desplazados enfatizan la crítica a las actuaciones que, según ellos, remedaban a las del que definen como «nuestro desacreditado Parlamento», acusando, además, directamente a «un político ex-albista« de acaudillar el asalto a la junta de la Hermandad en connivencia con el Delegado. Recordemos que estamos en el primer año de la Dictadura y que Gallart y sus seguidores no es extraño consideraran favorable a sus intereses intentar legitimar sus planteamientos sobre la base del desprestigio de la democracia, del «parlamentarismo», que consideraban negativa dentro de la hermandad –en realidad lo era para su modelo patrimonialista de esta–, por coincidir estos presupuestos con los del régimen político construido sobre el golpe de estado del año 23.

 

                        En sus propias palabras: «Indignados los espíritus más rectos de un buen número de hermanos, que nunca creyeron que las argucias de la política de los hombres, que los manejos de un censo electoral, pudiera hacerse en asuntos sagrados tal y como se manejan y hacen las elecciones para cargos concejiles y parlamentarios, acudillados aquellos hermanos en ciernes por un acreditado político ex-albista, harto conocedor de estos menesteres, el hermano Mayordomo, en sus deseos de evitar un espectáculo impropio de la santidad del acto y del lugar del hecho, solicitó del Delegado la suspensión del cabildo…, y entonces surgió algo que, justo es decirlo, pugna con el lugar y el acto: el Sr. Delegado, con la campanilla en la mano, haciendo un remedo azás ridículo de la actuación de los Presidentes de nuestro desacreditado Parlamento, negó la palabra al hermano Mayordomo, aduciendo que lo hacía por sí y ante sí, rebelando, y con verdadera pena lo suscribimos, los más salientes rasgos de una ira desacompasada y de un desmedido arrebato de espíritu, tan impropio de su cargo y condición. Y fue entonces cuando, como único caso quizá en los nefastos días de luchas en los cabildos de las Hermandades, surgió, de entre el grupo de hermanos que protestaban, el apóstrofe de cacique dirigido al Sr. Presidente, quien perdido el timón y la brújula convirtió lo que debe ser amor y santidad, paz y concordia entre los cofrades, en verdadero campo de Agramante donde surgieron insultos soeces y frases más propias de una logia que de un cabildo entre cristianos católicos apostólicos romanos» .

 

                        Tras esta descripción, muy a lo vivo, de su vivencia del cabildo, los firmantes insisten al Arzobispo para que este declare nulo el primer cabildo en que se aceptaron de forma irregular las nuevas solicitudes, nulo el juramento de los nuevos supuestos hermanos, por haberse este tomado por el Presidente y no por el Alcalde y Secretario de la hermandad, y nula también, por consiguiente, la votación realizada en el cabildo de elecciones del día 29 al que aquellos «concurrieron en mayoría”. Y se aduce también, aunque no había norma alguna en este sentido en las Reglas ni en las Bases de 1896, que, aunque se declarara válido el juramento, la votación seguiría siendo ilegal, «por existir acuerdo, no reflejado en las actas anteriores por caprichos ya explicables del Señor Delegado Presidente, de que los hermanos admitidos no podrán emitir sufragios en elecciones hasta que no se celebrase el primer cabildo después de la admisión; acuerdo tomado en Junta de Oficiales para impedir las maquinaciones de que hemos sido objeto y que preveíamos con anterioridad al día de la elección» .

 

                        Parece claro que se disputaban el gobierno de la hermandad dos grupos o facciones: uno, restringido, en torno a Gallart y con un fuerte sentido, ya señalado, patrimonialista de esta, por haber monopolizado durante 28 años todas las decisiones, y otro más amplio y de formación más reciente, que pretendía abrir una nueva etapa en la vida de la corporación y que habría sido obstaculizado en sus posibilidades de actuación, e incluso de ingreso en la cofradía, por aquel. Este grupo, además de por su número, se garantizó el triunfo en el cabildo de elecciones al conseguir el apoyo del Delegado del Arzobispo, harto ya de los procedimientos que él mismo denomina «caciquiles» de Gallart, al que define como «dueño» de la cofradía.

 

                         No obstante el resultado de las elecciones, Gallart y su junta saliente se negaban a entregar las cuentas y el Inventario, y ni siquiera las llaves de la Capilla y la casa, al no reconocer a «la Junta elegida arbitrariamente» y pedir que nada se hiciese hasta la resolución de los recursos presentados ante el Arzobispado. A este acude el Delegado, dada la cercanía de la Fiesta de Agosto y la situación caótica de la corporación en ese momento, con la existencia de dos juntas de facto, presentándole una detallada relación de lo acontecido y de las que son, en su opinión, las raíces del problema. Tras explicar el procedimiento de admisión de nuevos hermanos, descalificando las razones aducidas por aquel, señala que en la junta del 25 de mayo fueron admitidos 107 nuevos hermanos, por lo que «el Mayordomo saliente, alarmado con las numerosas solicitudes de individuos del barrio que pedían su ingreso en la Hermandad, y temiendo que se le escapara de sus manos la Mayordomía, que es lo que siempre ha defendido, buscaba una ocasión para enmarañar y alejar esa salida, y ha creído encontrarla en una cosa tan pequeña como la ocurrida en el Cabildo General que nos ocupa –del día 29–« . Esta consistió, según sigue exponiendo en su escrito, en que «los amigos de Gallart» habían propuesto a «dos individuos de conducta muy dudosa para su admisión, con el fin indiscutible de que alborotaran en nuestra corporación; uno de ellos, según manifestaciones que hicieron en aquella Junta, tildado de sindicalista peligroso, y el otro un revoltoso que los hermanos de la cofradía de San Roque tuvieron que echar por el escándalo que promovió en la procesión de Semana Santa el año anterior, emborrachando a los costaleros de uno de los pasos y dando un espectáculo vergonzoso». La insistencia del segundo, «un tal Burnes» en ser admitido, ahora con el respaldo de la firma del propio Gallart, fue lo que desencadenó la protesta en el Cabildo General «de los hermanos del barrio que conocen a dicho individuo por convivir con él, al oír su nombre», provocándose entonces un ruidoso incidente donde «todos hablaban y se increpaban» . Ante esto, «no conviniendo levantar la sesión, como querían Gallart y los suyos, porque quedaba en suspenso la ratificación de los nuevos hermanos, el dicente mandó y logró que callaran todos y, hecho el silencio, preguntó al cabildo si se aprobaba esta última acta, a lo que contestaron todos afirmativamente. Acto seguido, y en medio del mayor silencio, se rezaron las preces acostumbradas, o sean tres Padre Nuestro con sus Ave María, el Requiem eternam dona eis Domine y el Requiescant in pace por los hermanos difuntos, con lo que terminó la sesión. Esto es lo que ha motivado la protesta del Sr. Gallart y sus amigos, los Gutiérrez, padre, hijos, sobrinos y demás parientes, una decena de individuos que ni son del barrio, ni están en la Hermandad más que para servir a Gallart y en un incidente del que han sido causantes» .

 

                        No concluye el Delegado su alegato sin pasar revista a la, según él, nefasta actuación del repetidamente citado Gallart en la cofradía. El ha sido «Mayordomo efectivo y además Presidente, Secretario y la Corporación en pleno…, y, a excepción de unos seis u ocho años –de los 28 de su Mayordomía–, que hubo en distintos tiempos dos o tres Secretarios, que salieron del cargo echados y de mala manera, todos los otros años ha firmado como tal Gallart. Las cuentas de todos esos años las firmó él, y las actas de los cabildos en que se aprueban esas cuentas y los cabildos de elecciones las firma él también…, y así se dice, por las personas que conocen cómo ha marchado esta Hermandad, que muchos de esos cabildos que aparecen en las actas no se han celebrado y son figurados, y hay al menos cinco años, del 12 de Julio de 1908 al 22 de Junio de 1913, que ni se ocupó un rato siquiera en extender algunas actas para llenar sus grandes huecos…; y en otra acta (de 5 de Abril de 1919), de cabildo que preside el mismo Gallart y asisten cinco hermanos, entre otras cosas se acuerda expulsar a nueve hermanos. Y así podríamos entresacar muchas otras que ha dejado escritas este Mayordomo-Secretario”.

 

                        El 9 de Julio, Ilundain dicta una resolución sobre el caso en la que, basándose en una serie de considerandos, decreta «que deben ser tenidos como hermanos legalmente admitidos los que lo fueron en el cabildo del día 25 de Mayo último”; «que es legítima la elección y nombramiento de Oficiales hecho por el cabildo del día 29 de Mayo; y en su consecuencia que han cesado ya en sus cargos y Oficios las personas que anteriormente a esa fecha los poseían”. Y que, por ello, «el Sr. Mayordomo anterior D. Enrique Gallart debe hacer inmediatamente entrega de todo cuanto pertenece a la Hermandad, para lo cual señalamos seis días de término”.

 

                        No por ello quedó cerrado el tema, ya que Gallart y los suyos plantean un recurso contra esta resolución, que es inmediatamente rechazado, sin admitir la audiencia que pedían al Arzobispo, planteándose luego nuevo recurso de alzada, ahora ante la propia Sede, pero sin que ello supusiera, en la interpretación del Arzobispado, suspensión alguna del decreto ya dado.

 

                        En Enero del siguiente año nuevos escritos se intercambian entre Gallart –que conocía bien, por su profesión, las técnicas jurídicas–, el Arzobispado y el Representante de este en la cofradía, que no hacen sino incidir en los argumentos repetidamente expuestos por todas las partes. El primero vuelve a subrayar su «amor a la Hermandad, por la que me he sacrificado durante veintiocho años con desinterés y constancia, en virtud de las reelecciones sucesivas, sin duda porque la Corporación estimaría beneficiosa la actuación de quien en servirla ha puesto sus desvelos, sus más solícitos cuidados y la más escrupulosa diligencia», de lo que pone por testigos a los que fueron párrocos de San Roque y Vicepresidentes de la hermandad a lo largo de todo ese tiempo, Don José González Álvarez, Don Miguel Bernal Zurita y Don Ismael Delgado Rasco, y al que fuera Presidente y Delegado del Arzobispo, el canónigo Don Antonio Pérez Córdoba. Vuelve a repetir, ahora más ampliadamente, la descripción de los hechos sucedidos en los dos cuestionados cabildos y posteriormente a ellos, no coincidente con el informe del Presidente de la cofradía en representación del Arzobispo, Don Antonio Guerra, planteando ahora la supuesta ilicitud de la elección como alcalde de Don Enrique Fernández y García de la Villa, del que se dice no ha prestado juramento como hermano ni es «uno de los hermanos más antiguos y que haya hecho beneficios en favor de la Hermandad, como señalan las Reglas» ; ratificándose, en base a todo ello, la petición de declaración de nulidad de aquellos y, por tanto, de la Junta de gobierno elegida.

 

                        La insistencia de Gallart no pudo menos que sembrar ciertas dudas incluso en un espíritu tan sólido y difícil de variar de sus posiciones como el del Arzobispo Ilundain. A ello ayudó la alusión al nombre del nuevo Alcalde de la hermandad, que era el hermano de un caracterizado político del partido albista, suspendido como los demás, por la Dictadura, el cual había sido concejal del Ayuntamiento sevillano hasta su disolución. La desconfianza de Ilundain respecto a los políticos parlamentarios sembraba una cierta duda sobre el tema de la nueva Junta de la antigua cofradía de los negros, por lo que, por primera vez, pidió información al cura párroco de San Roque, entonces ya Don Salvador Franco de Pro, además de una ampliación de la suya a su propio Delegado, Don Antonio Guerra. El primero de ellos, declaró que, al producirse en el cabildo «grandísimo escándalo», que podía ser «motivo de violencias, que había que evitar a toda costa», se ausentó de la sala, «después de protestar de actitudes tan indignas e impropias de aquel lugar y acto que se celebraba», por lo que «no pude ver por mí lo que siguió a ello», si bien el Delegado de Su Eminencia le informó luego que el cabildo «terminó en debida forma, llegándose a cumplir los fines para que había sido convocado».

 

                        El Delegado del Arzobispo fue mucho más amplio que el Sr. cura en su nuevo escrito, acentuando su visión crítica de cuanto había significado el por tantos años Mayordomo: «Si este señor fuera sincero –escribe– diría que para la Capilla y la Hermandad ha sido lo que el ave de rapiña para la víctima inocente que cae entre sus garras, que la maltrata, hiere y no la deja escapar”. No cree que «su tenacidad en retener para sí la Mayordomía haya sido por fines de lucro, sino por el deseo de satisfacer su vanidad y ser, como de cierta manera aseguraba, el dueño de aquella Iglesia y Corporación», añadiendo que «sin el menor sacrificio pecuniario para él, ha podido satisfacer esa vanidad contando con los recursos de otros y con su habilidad maravillosa”. esta habilidad «para ser Mayordomo tanto tiempo y el dueño de la Corporación ha consistido en que la mayor parte de los hermanos, o los más listos, eran hechura suya, recogidos por él entre los de su profesión o por ella adquiridos para que le sirvieran ciegamente”.

«…El individuo que pertenecía a la Hermandad en aquellos tiempos (y algunos de entonces se han admitido ahora) tenía que ser grato al Mayordomo y prestar acatamiento a lo que ordenase; si no, ya podía darse de baja como hicieron muchos, y si continuaba y no era deseable, no se le enviaba el recibo de cuota en tres meses para darle de baja por falta de pago, o se le expulsaba por revoltoso o por conveniencia de la Hermandad”. Todo ello lleva al canónigo a establecer una rotunda conclusión: la hermandad estaba, desde hacía muchos años, bajo una situación de «caciquismo« cuando él fue nombrado Delegado del Arzobispo, en junio de 1923. Entonces «había unos 94 hermanos divididos en dos grupos casi iguales, uno que seguía las inspiraciones del Sr. Gallart y el otro formado por personas modestas de la feligresía que no querían a aquel Mayordomo porque decían era la causa de los disgustos que había siempre en la Corporación y del empobrecimiento de la misma» . Sus intentos para conseguir «una fórmula de arreglo», basada en la retirada de Gallart como mayordomo y el nombramiento para el cargo de uno de los colaboradores de este fracasaron, siendo de nuevo reelegido aquel el año 23, «con una actuación pésima» ulterior, tanto en la cobranza de cuotas, como en la preparación de los cultos y de la estación del Jueves Santo. Era este «el estado deplorable en que se encontraba la Hermandad cuando, debido al celo e interés de algunos hermanos, comenzaron a presentarse solicitudes de algunas personas de la feligresía que deseaban ingresar en ella”.

 

                        Y respecto al nuevo Alcalde, reconoce que no ha prestado juramento y que tampoco «ha intervenido, ni asistido a nada de lo que se relaciona con nuestra Hermandad», hasta el punto que él nunca lo ha visto, pero añade que dicho señor fue presentado por el propio Gallart y que esa misma había sido la situación del Alcalde anterior, señor Valdés Auñón, al que Gallart «llevaba como honor para la Hermandad a todas las comisiones importantes, y que no era bienhechor, ni hermano antiguo, ni había jurado».

 

                        Tras nuevo estudio del expediente por parte del Fiscal General del Arzobispado, este se ratifica en su primer informe, aunque apunta a la posible ilicitud, que no invalidez, de la ocupación del cargo de Alcalde por parte de las dos personas aludidas anteriormente. En vista de ello, Ilundain, por decreto del 14 de mayo de 1925, desestima definitivamente los recursos y peticiones del antiguo Mayordomo, aunque advierte «a Nuestro Sr. Delegado en la Presidencia de la Junta directiva de la Hermandad» que en la siguiente elección, «para evitar todo pretexto de reclamación», tenga en cuenta lo que la Regla «prescribe respecto a las condiciones del Alcalde», aunque ello no se exija en el Derecho Canónico. Con ello, se daba por concluido este largo pleito que cerraba de forma tormentosa la primera época de la vida de la antigua hermandad de los negros en su nueva condición de cofradía de blancos. La situación reflejada en las páginas anteriores, aunque referida concretamente a ella, no era en modo alguno privativa de esta hermandad sino en gran medida generalizable a la mayor parte de las cofradías sevillanas de aquel tiempo, patrimonializadas en su mayoría por una persona, familia o reducido número de familias divididas o no en facciones. Por eso nos hemos detenido, algunos quizá entiendan que demasiado, en los anteriores hechos; pero, contrariamente a los que así piensen, creemos que este caso nos dibuja de forma muy clara un panorama indudablemente mucho más amplio que el reducido círculo al que específicamente se refieren.