Cap. IV.  De 1833 a 1849: la hermandad en las épocas del radicalismo liberal y la guerra carlista y del moderantismo.

                        En el año 31 había ya habido en Cádiz un pronunciamiento liberal –que motivó no existiera dicho año la laxitud con la que, en los anteriores, las autoridades habían contemplado la orden de prohibición de rostros cubiertos en las cofradías sevillanas, por lo que no salió ninguna–, pero sería con la muerte de Fernando VII y el comienzo de la regencia de María Cristina cuando se produjo la definitiva vuelta al poder de los liberales. Enseguida se abre en el norte de la Península la primera guerra carlista, que al principio no llegó a afectar a Andalucía, pero sí ya más avanzada la década de los treinta. Conviene no entender, como se hace muchas veces a la ligera, que las guerras carlistas fueron solamente un conflicto dinástico entre los partidarios de la sucesión en el trono de la hija del rey desaparecido, la entonces niña Isabel (la que sería Isabel II), o de su hermano Carlos María Isidro (denominado por sus seguidores Carlos V), sino que fueron verdaderas guerras civiles, no sólo bélicas sino, sobre todo, político-ideológicas, por lo que se dieron tanto en los frentes de batalla como en las retaguardias.

                        El bando isabelino agrupaba a los liberales,–herederos de los antiguos ilustrados– defensores de la monarquía constitucional y de la separación de la lglesia y el Estado, y en el carlista se unían los conservadores, que seguían defendiendo la monarquía absoluta y eran ultramontanos defensores de la fusión del Trono y el Altar. La política desamortizadora de los sucesivos gobiernos liberales de las Regencias de María Cristina y Espartero, en especial en los breves periodos de supremacía del partido progresista (1835-37 y 1840-43), si bien no iban dirigidas exclusivamente contra la Iglesia, ya que tuvieron una pluralidad de objetivos –entre ellos el de intentar solucionar los problemas de la Hacienda Pública– y los Municipios también perdieron la mayor parte de sus bienes comunales y de propios, convirtiéndose por ello muchos pequeños campesinos en jornaleros sin tierras, sí supusieron para aquella la pérdida de sus principales fuentes de poder económico, al ser expropiados y puestos rápidamente a la venta todos los bienes rústicos y urbanos, primero de las órdenes religiosas, en virtud sobre todo de los decretos desamortizadores de Mendizábal en 1836 –que también ordenaban su disolución–, y luego también del clero secular, en 1841.

 

                        De ahí que, durante muchos años, se opusieran con especial ferocidad carlistas e isabelinos, es decir, clericales y anticlericales, conservadores y liberales, oscurantistas e ilustrados, en un enfrentamiento en el que pocos podían ser neutrales. En Sevilla, el Arzobispo Cienfuegos fue desterrado en febrero del año 36, tras un registro de su Palacio en el que se encontró, real o supuestamente era lo de menos, propaganda carlista inductora de la sublevación, y la ciudad estuvo en estado de guerra en 1838 y 1839, ante el temor de ser atacada por el ejército carlista, realizándose fortificaciones y tapiándose casi todas las puertas de la muralla –lo que obligó, por ejemplo, a la cofradía de San Bernardo, que tras muchos años de no hacer estación la realizó el segundo de dichos años, junto con otras tres hermandades, a entrar en la ciudad no por la Puerta de Carmona, que era por donde entonces y durante mucho tiempo después lo hacía, sino por la de la Carne, debido a «estar las otras puertas tapiadas por las fortificaciones, por lo que tuvieron que quitar al Señor y tenderlo en el paso, y a la Virgen le quitaron el palio y la corona» (104)–. Aunque Sevilla fue incluso bombardeada en 1843, el final de la Regencia del general Espartero significó el comienzo de la consolidación de los moderados, que se presentaban como un término medio entre el absolutismo carlista y el ala progresista de los liberales. En 1844, ya en el poder, crean el cuerpo de la Guardia Civil, con el objetivo principal de garantizar el nuevo orden en el campo, reprimendo las protestas de los campesinos despojados del acceso a la tierra que son definidos como delincuentes o rebeldes, y, al año siguiente, se aprueba una Constitución, muy tibia, que redujo al mínimo las libertades cívicas, ya que consideraba al pueblo como «menor de edad», incapaz por tanto de practicar la soberanía, excluía por ello de la participación política a la inmensa mayoría de la población –en 1858, todavía tenía derecho al voto sólo el 1,02% de esta–, reservándola sólo para aquellos que tuvieran una renta anual de al menos 4.800 reales o un sueldo de 8.000, y establecía un Senado no electivo con puestos vitalicios que fueron ocupados, sobre todo, por militares de talante conservador.

 

                        Dicha Constitución ponía las bases para un paulatino entendimiento entre el Estado y la Iglesia, pues, aunque apenas hubo marcha atrás en el tema de los bienes expropiados y de la prohibición de las órdenes religiosas tradicionales, la ideología del liberalismo moderado contemplaba la religión como necesaria socialmente para garantizar la moral pública y el respeto a la propiedad. Todo ello tuvo expresión jurídica en el Concordato con la Santa Sede de 1851, en el cual, si bien no se devolvía a la Iglesia su poder económico, ya que eran respetadas todas las compras que se habían realizado de bienes desamortizados, se entregaba a esta un muy importante poder moral y sobre las conciencias, al establecer el principio de unidad Católica y reconocer la potestad de las autoridades eclesiásticas para «velar por la pureza de la doctrina de la fe y de las costumbres y sobre la educación religiosa de la juventud, aun en las escuelas públicas», además de indemnizarla por las propiedades perdidas, mediante la fijación de una dotación estatal anual «de culto y clero».

 

                         Difíciles fueron para la cofradía de los morenos, como para todas las de la ciudad, la década de inestabilidad política y choque frontal entre el Estado y la Iglesia inaugurada en 1833; lo que se acentuaba en este caso dada la fragilidad de su situación económica y en cuanto a número de cofrades. Pero no es verdad, como alguien ha escrito, que la hermandad quedase abandonada. Lo único realmente cierto es que los cabildos que indudablemente se tuvieron –como lo demuestra el que se conserven las cuentas presentadas a algunos de ellos– no fueron reflejados en el Libro de Acuerdos entre 1833 y 1846, por alguna razón que por ahora desconocemos, si bien es probable que fuera por negligencia en el cumplimiento de sus funciones del Secretario que se designara tras la desaparición de quienes habían cubierto el cargo en las etapas anteriores, que tan favorecedores fueron de la hermandad y tan celosamente habían desempeñado el cargo. Dicho secretario, al menos durante algún tiempo, debió ser un tal Francisco Inciarte del que nada sabemos. Esta hipótesis creemos viene confirmada por el hecho de que también faltan los asentamientos en prácticamente los mismos años en el libro de recibimiento de hermanos. Para entender todo esto conviene no olvidar la turbulencia de los tiempos para cuanto tuviera que ver con lo religioso, y el propio hecho de la inexistencia de Hermano Mayor al haber sido desterrado el Arzobispo. Cabe, por ello, la posibilidad de que los negros realizaran menos cabildos que en la fase inmediata precedente, aunque esto dista mucho de estar comprobado. Pero lo que sí sabemos, con toda certeza, es que la hermandad continuó estando activa y realizando sus Fiestas principales, e incluso aumentó sus cultos, como lo demuestran los testimonios que han llegado hasta nosotros referidos a cuentas y otros extremos.

 

                        Se conserva, por ejemplo, la cuenta del ejercicio de 1836, presentada sin duda a cabildo, aunque los acuerdos de este no se pusieran en el Libro, por el mayordomo Ciriaco Suárez. Debemos tener en cuenta que ese fue el año de mayor conflicto de todos: el del destierro del Cardenal-Arzobispo y la publicación en el Boletín Oficial de la Provincia de la Real Orden desamortizadora, con la extinción de monasterios, conventos, colegios y congregaciones de religiosos y religiosas, la conversión de sus propiedades en «bienes nacionales» y el anuncio de su venta. Y, sin embargo, hubo normalidad en el funcionamiento de la cofradía, no sólo en lo económico sino en cuanto al ciclo de cultos, como lo reflejan las propias cuentas. Y es que, al ser los miembros de las hermandad personas de un grupo étnico socialmente marginal, excluido de la vida social y política, esta misma marginación hizo que los acontecimientos de estos años le afectaran en menor grado que a las hermandades cuyos miembros pertenecían a otras clases y estratos sociales involucrados directamente en el conflicto político o con un cierto protagonismo respecto a este.

 

                        El cargo de la cuenta de dicho 36 ascendía a 1.524 reales, y la data a 1.532, por lo que el saldo fue casi equilibrado, no alcanzando el déficit más que 8 reales. En las partidas de entradas, nuevamente falta el tributo del Ayuntamiento, del cual «no se ha cobrado nada, por el embargo del subsidio», al igual que ya ocurriera en el Trienio Liberal. Por ello sólo constan las limosnas del Arzobispo y de la Maestranza –que se mantienen en 500 y 320 reales–, las rentas por el alquiler de salas de la casa contigua –con un total de 540 reales, porque no fue posible cobrar a todos los inquilinos y estaba la accesoria vacía–, y las demandas recogidas por algunos hermanos, las limosnas de los días del Jubileo y las destinadas a San Benito de Palermo –con un monto de 172 reales–. Por su parte, las partidas de gastos son muy similares, en destino y costo, a las reflejadas en la cuenta de 1827 de la que tratamos más arriba respecto a la Función, Jubileo y Procesión de Agosto, Misa Cantada el Viernes de Dolores y Sermón de Pasión del Domingo de Ramos, como también en las partidas de gastos generales y de mantenimiento. Pero demuestran no sólo el mantenimiento sino una intensificación de los cultos: en cada mes se celebra la misa todos los domingos y festivos; también se celebra, aunque de forma sencilla, el Septenario de Dolores, y se recuperan las misas del Día de Difuntos. Asimismo se refleja en ellas que la Congregación de Mujeres permanecía viva, ya que su mayordoma pagó a medias con la hermandad una estera de junco para la Capilla. Y se incrementan, como era de esperar, aunque no supongan cantidades altas, los pagos por impuestos: cada uno de los recibos semestrales firmados por el recaudador municipal de los ramos de alumbrado y limpieza importó, respectivamente, 25 reales y 32 maravedises y 19 con 22, y el de frutos civiles, pagada al administrador de rentas provinciales en concepto de contribución urbana, otros 12.

 

                        En el ejercicio 46-47, el mismo Ciriaco Suárez, aunque entonces fiscal, hubo de presentar las cuentas por haberse tenido que encargar también de la mayordomía a causa de la muerte de Manuel Vélez, que de nuevo había sido elegido para el puesto, aunque se queja de «no haber encontrado si no es atrasos y entorpecimientos”. Como, a pesar de que le había sido levantada la pena de destierro al cardenal Cienfuegos en enero de 1844 –en una de las primeras pruebas del nuevo talante que los moderados de nuevo en el poder querían dar a las relaciones del Estado con la Iglesia–, este no había podido regresar a Sevilla, debido a su estado de salud, faltaron, como en años anteriores desde 1836, los 500 reales de su limosna, permaneciendo la aportación de los tradicionales 320 por parte de los Maestrantes y recaudándose 936 del alquiler de los cuartos de la casa. En cuanto a los gastos, fueron sensiblemente equivalentes a los que reflejan cuentas anteriores, si bien en un nivel algo inferior en lo que respecta a cultos no centrales.

 

                        También se conservan algunos otros testimonios de estos años que sí fueron transcritos en los libros. Entre ellos, una diligencia, firmada por el citado Ciriaco Suárez, en la que consta la concesión de libertad a un esclavo, hermano de la cofradía, por parte de su dueño. Dice así: «Como Mayordomo que soy de la Hermandad de Nuestra Señora de los Ángeles, vulgo de los Negritos, digo que en el año pasado de 1836, a 4 de Junio, el Sr. Cónsul de Holanda me dio un papel dando a entender que Juan José su esclavo era libre. Y para satisfacción de la Hermandad copio el papel en este libro de acuerdos con las palabras siguientes: ‘ Digo yo, Don Jose Antonio Lerdo de Tejada que a mi esclavo Juan José Díaz, hoy día de la fecha le he dado Libertad, y para que pueda acreditarlo donde le convenga le doy el presente en Sevilla a 7 de julio de 1836’. Es copia”. Como veremos más adelante, los citados tendrían posteriormente un cierto protagonismo en la vida de la hermandad.

 

                        El otro hecho, registrado con la firma de «Francisco Inciarte, Secretario» –única vez que está documentado dicho nombre–, refiere a la asistencia de la hermandad a la muerte de la mujer del mayordomo: «Lunes primero de mayo de 1837, a las siete de la noche se le dio la Majestad a nuestra hermana y mujer de nuestro Mayordomo Ciriaco de las Mercedes Suárez. Se llevó el palio de San Esteban, los faroles de las Señoras Mujeres de nuestra Hermandad, y seis cirios de la susodicha y cirios nuestros. Salió de la Parroquia de San Nicolás, le acompañaron varios sacerdotes, unos por convite y otros voluntariamente, y a cuya consecuencia asistió la Hermandad con toda ostentación con el Simpecado”.

 

                        Asimismo, en la documentación existente en el archivo del Palacio Arzobispal con la respuesta de los párrocos a la consulta realizada en 1843 sobre la situación jurídica de todas las hermandades de la provincia, en la collación de San Roque consta «la de los Negritos», «con aprobación Real», contrastando con la situación en que se hallaban todavía la mayor parte de las cofradías sevillanas, incluidas algunas tan importantes como la del Gran Poder, que se encontraban en la lista de las que estaban “sin aprobación Real». Aunque no se conserva la documentación relacionada con la tramitación y aprobación gubernativa de la Regla, el Informe señalado no deja ninguna duda al respecto.

 

                        En diciembre de 1847, pocos meses después del fallecimiento en Alicante del cardenal Cienfuegos, es nombrado Arzobispo de Sevilla Don Judas José Romo y Gamboa, obispo de Canarias, que conocía bien la ciudad por haber vivido en ella dos años cumpliendo un destierro de su diócesis decretado por el gobierno progresista . El 30 de marzo de 1848 hace su entrada solemne en su sede, y el 27 del siguiente mes recibe «la embajada de la Hermandad de Nuestra Señora de los Ángeles, vulgo de los Negritos, yendo a la cabeza el capellán Don José García y el mayoral y fiscal, Don Ciriaco Suárez y Manuel Vélez, la que fue tan bien acogida que, con mucho amor, quedó nombrado Hermano Mayor, cuyo empleo aceptó con el mayor gusto. En celebridad de tan buena acogida hubo iluminación en la torre y en la puerta de la Iglesia, y repique de campanas de nuestra Capilla y la Parroquia”. (Firma esta crónica el que es ya nuevo Secretario, Lorenzo Fresgallo). El 10 de Junio firma el arzobispo el decreto en que acepta «se nos incorpore y asiente en sus Libros», y cuatro días después el de nombramiento de su representante, que recae en su familiar, el presbítero Don Francisco de Sales Gómez, «para que en nuestro nombre y representación de Hermano Mayor y Protector de la venerable Hermandad de Nuestra Señora de los Ángeles, vulgo los Negritos, tome posesión de nuestro dicho oficio en ella, y a su consecuencia asista y presida por Nos los Cabildos, Juntas, Funciones y demás actos públicos y privados de la referida corporación» .

 

                        Este mismo año 1848 son recibidos de hermanos tres blancos; dos de ellos en calidad de Esclavos de Nuestra Señora –una institución que se rescata de nuevo– y el tercero para realizar desde entonces las funciones de Secretario. Los dos primeros fueron Don José Bermejo, avecindado en la calle Alcázares, –el Bermejo autor, en 1882 de las Glorias Religiosas Sevillanas — y Don Manuel Valenzuela, que vivía en la de las Sierpes. El nuevo Secretario, que lo sería por muchos años, fue Don Manuel del Castillo, con domicilio en la calle Francos. Al año siguiente, entran en la cofradía 9 personas «de color», 8 de ellas varones, más dos blancas, hombre y mujer, que lo harían en calidad de «hermanos de devoción». Desde el siglo anterior nunca se había dado en la cofradía un tan alto número de nuevos miembros, lo que hizo reanimarse a los hermanos antiguos y permitió el planteamiento de metas desde hacía tiempo no contempladas, como era la salida procesional en Semana Santa, que realizó efectivamente en 1849.

 

                        Antes de ello no faltaron los problemas, e incluso los sobresaltos. Así, el mayordomo tuvo que convocar un cabildo de oficiales el 2 de noviembre del 48, al que asistieron el Teniente de Hermano Mayor representante del Arzobispo, los cuatro morenos con cargos de gobierno, los dos Esclavos Blancos y el Secretario, con el objeto monográfico de tratar sobre una «Notificación de los Comisionados del Crédito Público» . Estos, que eran Diego Maldonado y otro individuo del que no se dice el nombre, «se presentaron en nuestra Sala Capitular cubiertos y tomando asiento sin licencia del que presidía el acto, por lo que fueron advertidos por el que suscribe de su falta de atención, a lo cual respondieron, con mucha descortesía, por lo que se les reprendió con aspereza. Pasaron enseguida a tomar la palabra sin venia del Presidente y manifestaron que habían mandado citar a la Hermandad de orden del Sr. Intendente para notificarle que era deudora de la Hacienda Pública en la cantidad de 3.240 reales de vellón, además de las costas por la decursa de un tributo que esta Hermandad pagaba al extinguido Convento de San Agustín, de 120 reales en cada un año. Enseguida, el señor Mayordomo tomó la palabra y les manifestó con mucha mesura que la corporación no tenía absolutamente fondos de que disponer, por lo cual era imposible efectuar su pago. Que sentía muchísimo el no tener la enunciada suma, pues a tenerla seguro lo hubiera efectuado para evitar un paso tan sensible para la corporación como desventajoso a los que tienen que valerse de los medios coercitivos”.

 

                        En realidad, la deuda denunciada era cierta, y correspondía al total de los 27 años en que no se había pagado a dicho Convento el tributo que desde comienzos del Setecientos se le hacía efectivo, como continuador del anterior beneficiario, el Marques de Castellón, como vimos en su momento. El pago se había suspendido, como también sabemos, al comienzo del Trienio Liberal y años más tarde había sido reclamado por la propia Comunidad Agustina, sin que la aceptación de su compromiso por parte de la hermandad hubiera significado hacer efectivo los atrasos ni reanudar la contribución. Luego, las nuevas medidas gubernamentales de extinción de las órdenes religiosas habían evitado nuevas reclamaciones de los frailes. Ahora, sin embargo, la Hacienda Pública, como «heredera» de las órdenes religiosas, al haber pasado a ella todos los bienes y derechos de estas, podía reclamar, a su vez, se hiciera efectivo el tributo con todos los retrasos y recargos.

 

                        La situación era, sin duda, difícil y la cantidad muy alta para la economía de la hermandad, por lo que el asunto podía dar al traste con la recuperación que empezaba a apreciarse en ella. Fue el nuevo Esclavo, el Licenciado José Bermejo, abogado de los Tribunales de la Nación, quien resolvió con gran habilidad jurídica el problema. Intervino preguntando «si existía en la secretaría el oficio del Sr. Intendente mandando citar a cabildo a la hermandad, y contestado por el infrascrito que no existía en su poder semejante oficio, entonces pasó a examinar los poderes de los Comisionados, y halló que eran sólo generales para proceder contra diversos acreedores a la Hacienda Pública, sin existir ninguno especial para proceder contra la corporación, quedando descubierta la superchería de que se valió Diego Maldonado y consorte; por lo cual se les advirtió que fuesen más cautos y más estrictos observadores de la Ley. Acto seguido, se les mandó retirar y la Hermandad nombró una comisión compuesta de los señores Don José Bermejo, Don Manuel Valenzuela y el infrascrito, dándole amplios poderes para todo cuanto ocurra en este asunto, con lo que concluyó el cabildo, de lo que certifico. Manuel del Castillo, Secretario”.

 

                        El siguiente cabildo general, celebrado el 25 de febrero de 1849, al que asistieron 11 morenos y que fue presidido por el mayordomo, al no asistir el Teniente de Hermano Mayor, fue de mucha mayor alegría para la hermandad, ya que por primera vez desde el siglo anterior se planteaba la posibilidad de hacer la estación de penitencia. Dicho mayordomo, que seguía siendo Ciriaco Suárez, presentó las cuentas de los años 47 y 48, de las que resultaba «que tan sólo debía la corporación 200 reales», por lo que pedía autorización para empeñar alguna alhaja con el fin de saldarla inmediatamente, «a lo que contestó nuestro hermano Secretario que no se apurase por tan pequeña cosa, pues podía ser que alguien proporcionase parte de los fondos, y que, en consecuencia pasase a la orden del día que era el tratar de aprobarse las cuentas y tratar de la salida de la cofradía» . Se aprobaron aquellas, «hallándolas conformes en todas sus partes», y se pasó a tratar de lo segundo, que quedó también acordado con la condición de que se procurasen los fondos suficientes para ello.