Cap. II. Conflictos con cofradías y autoridades blancas. El pleito con la hermandad de la Antigua y el intento de disolución de la hermandad.

                        En 1579, con motivo de la inauguración de la recién concluida Capilla Real de la Catedral y del traslado a ella de los cuerpos reales (los del rey Fernando III, su mujer Beatriz de Suabia, su hijo Alfonso X y otros infantes y personajes reales) y de la entronización en el retablo central de la misma de la imagen de la Virgen de los Reyes, se celebró en Sevilla una solemne procesión, con el mismo itinerario que la del Corpus, en la que participaron 26 cofradías de penitencia y 4 de gloria, según consta en el Memorial escrito por F. de Sigüenza.

 

                        Como era norma, las hermandades desfilaban por orden inverso a su antigüedad, presidiéndolas las más antiguas: la del Santo Crucifijo de San Agustín, la Vera Cruz, la Verónica del convento del Valle, Las Angustias, del Carmen y la Concepción del convento de Regina, figurando entre ellas, en el lugar número 20 por antigüedad, la de los mulatos, que había sido fundada siete años antes. Ninguna mención se hace de la hermandad de negros de Nuestra Señora de los Ángeles, a pesar de que su Capilla-Hospital tenía en ese momento rango de parroquia. Y tampoco hay referencias a la hermandad de negros de Triana, si bien es posible que esta no tuviera aún aprobadas sus primeras Reglas.

 

                        También se celebraba anualmente una gran procesión de la Bula de la Santa Cruzada –que recoge en su manuscrito el abad Gordillo– a la que tampoco asisten las hermandades de negros ni de mulatos, como tampoco otras que también existen en la ciudad. Como escribe este cronista años más tarde, en 1631: «No vienen ni son llamadas, de las Cofradías, todas las de la Ciudad, porque ni cabían en el compás del Monasterio de San Francisco donde se congregan, y porque asimismo se hiciera muy larga la procesión y se gastaría mucho tiempo y viniese mucha ocupación en su diversión, y así se eligen algunas y entre ellas los que hacen competente número, y con ellas se ordena la procesión, dándole a cada una el lugar de su antigüedad que tiene conforme a su regla y fundación… Son, pues, las cofradías que acompañan la procesión de la Bula veintidós, que hacen pompa y honor suficiente, y de la misma manera que estas vienen a ella pudieran venir todas las demás de la ciudad y fuera de ella… «

 

                        Sí, por el contrario, participaron los negros en otro traslado de restos mortales: el de quien fue, en vida, mucho más cercano a ellos que monarcas y otros personajes principales, el arzobispo don Gonzalo de Mena. El 26 de Enero de 1594 fueron llevados sus restos, en procesión, desde la catedral al monasterio de la Cartuja de la que había sido fundador, al igual que del hospital y hermandad para los negros sevillanos (9). Pensamos que la presencia de estos, tanto formando parte de la cofradía de Nuestra Señora de los Ángeles como de la trianera del Rosario, era no sólo inevitable, ya que era tenido como fundador al menos de la primera, sino aceptable e incluso conveniente para las jerarquías eclesiásticas. Y, por otra parte, como el cortejo no era una procesión general, se evitaba el engorroso problema, que siempre aceptarían muy mal las cofradías de blancos principales, de tener que ir por delante, la mayoría de ellas, de la hermandad de los Ángeles, debido a su menor antigüedad.

                       

                        ¿A qué se debía la ausencia de los negros de las más importantes procesiones globales de la ciudad, en alguna de las cuales sí estuvieron presentes los mulatos –en la de 1579 con estandarte blanco y «mucho número de cofrades » –? No parece arriesgado afirmar que, por aquellos años, había dejado ya de estar vigente el interés de la Iglesia, encarnado dos siglos antes por el arzobispo Don Gonzalo de Mena, por integrar al colectivo de los negros sevillanos en el conjunto de las corporaciones religiosas de la ciudad, con todo lo que ello significaba. La mayor parte de los arzobispos de los siglos XVI y XVII pertenecen a familias de la alta o media nobleza, no pocas veces son absentistas de su sede episcopal y tienen como principal preocupación sus pulsos de poder con el cabildo catedral. Además, casi nunca conocen previamente las especificidades de una ciudad tan especial, difícil y heterogénea como era Sevilla, conocida, entre otros muchos títulos y metáforas, como el tablero de ajedrez, debido al color de sus habitantes. Es lógico, en este contexto, que en la contradicción, ya señalada, entre los intereses inmediatos de las clases altas, siempre desconfiadas de la organización autónoma de sus esclavos, conjuntamente con los negros libres, aunque dicha organización fuera en el marco de una cofradía religiosa, y la conveniencia, más profunda pero también menos captable, de producir un ámbito común de consenso ideológico y ritual que garantizase el consentimiento de la realidad social, los arzobispos de esta época optasen por el primer tipo de intereses, contrariamente a la orientación tomada por algunos de sus predecesores en siglos anteriores. Funcionaban, en este y otros asuntos, más desde su posición de clase que como pastores de un rebaño al cual pertenecían también las ovejas de color negro aunque ello no fuera ahora adecuadamente contemplado.

 

                        Este posicionamiento de los arzobispos y de otras jerarquías eclesiásticas, en especial de las pertenecientes al cabildo catedral, supuso, primero, que no hubiera llamamiento a las cofradías de negros para participar en las procesiones generales de la ciudad, por lo que están ausentes de las procesiones de la Bula y de la magna de 1579, y, luego, sobre todo durante los arzobispados de don Fernando Niño de Guevara (1601-1609) y de su sucesor, don Pedro de Castro, que se procurara incluso su desaparición.

 

                        Sobre Niño de Guevara, toledano, hijo de los marqueses de Tejada, han quedado valoraciones encontradas. El abad Gordillo, que fue contemporáneo suyo, dice que aborrecía la ciudad, ya que su nombramiento para el arzobispado sevillano, siendo ya cardenal, le había significado el apartamiento de la Corte contra su voluntad, «y así aborrecía y decía que después de muchos servicios hechos a la Corona de España le habían traído a ser Sacristán de Sevilla… y así nunca tuvo en ella ni un solo día de contento «. Ortiz de Zúñiga, por su parte, le considera «varón integérrimo en las costumbres, celoso de la verdad y del bien público… recibió en su casa y familia a muchos nobles de ella, deseando acomodarlos y que experimentasen su paternal cariño » (10). Posiblemente ambas valoraciones no sean del todo incompatibles; la realidad es que su nombramiento, más que un ascenso, había sido debido al interés para apartarlo de los importantísimos cargos de inquisidor general y miembro del Consejo de Estado, y que, dado su talante y circunstancias, llegara a Sevilla con deseos de imponer en todo su autoridad.

 

                        Los choques con el cabildo de beneficiados fueron constantes, comenzando con el producido por el hecho, el mismo año de su llegada, de la ordenación de 408 clérigos, de una sola vez, en los diversos grados de órdenes mayores y menores. El castellano arzobispo, manteniendo su vocación de inquisidor –ya que no el cargo, del que había sido desposeído por intrigas y juegos políticos palaciegos– se propuso en Sevilla reformar el orden conventual y, sobre todo, las fiestas del Corpus y la Semana Santa, que consideraba en gran medida heterodoxas y muy inadecuadas en cuanto a su forma de celebración. Sus ansias reformistas cristalizaron en el Sínodo diocesano de diciembre de 1604, varios de cuyos títulos y capítulos están dedicados a las cofradías, especialmente a los «abusos » de que se les acusa y a los «remedios»» para evitarlos.

 

                        El capítulo XIII del Libro tercero contiene «lo que se ha de guardar en las procesiones » y su exposición de motivos es rotunda: «Aunque por la costumbre universal de la Iglesia Católica, santísimamente están introducidas y permitidas las cofradías de disciplinantes que se hacen en la Semana Santa,… por ser tanta la malicia de los hombres y tan grande la fuerza con que nuestro común enemigo procura nuestra perdición, que aún de las cosas tan santas como estas (por torcer la intención y modo como se hacen) saca pecados y ofensas a nuestro Señor. Y por haber sido informados que es grande el desorden que hay en este Arzobispado y principalmente en esta ciudad de Sevilla, así en las imágenes e insignias que en ellas se llevan como en el hábito y poca devoción y profanidad con que los penitentes van…», se ordena guardar en las procesiones una serie de preceptos bajo la amenaza de penas diversas por su contravención, incluyendo la excomunión mayor.

 

                        Varios de estos preceptos son los siguientes:

            – Que todos los participantes en las procesiones de penitencia «vayan en ellas con mucha devoción, silencio y compostura, de suerte que en el hábito y progreso exterior se eche de ver el dolor interior y arrepentimiento de sus pecados que han de menester, y no pierdan por alguna vanidad o demostración exterior el premio eterno que por ello se les dará «.

 

            – Que todas las cofradías «salgan de día, señalándoles la hora en que cada una ha de salir; y cuando, por ser tantas que hay en esta ciudad, no hubiere lugar de salir todas de día, mandamos que, a lo más largo, a las nueve de la noche hayan acabado de andar todas «. Esta orden responde a que «por experiencia se ha visto que de salir estas cofradías y procesiones de noche se han seguido y siguen muchos inconvenientes, pecados y ofensas a nuestro Señor, por ser con la obscuridad de ella el tiempo más aparejado para, con libertad, ejecutar nuestros apetitos y malas inclinaciones «. Se exceptuaba de este mandato únicamente a la hermandad «de la Santa Veracruz, con quien no es nuestra intención se haga novedad alguna «.

 

            – Que el Provisor del Arzobispado dé orden a las cofradías de «las calles por donde cada una ha de ir, y la hora a que ha de salir…, y no vayan ni pasen contra ella en manera alguna, ni se encuentren, ni riñan sobre el pasar antes la una que la otra, so pena de la que en algo de esto se hallare culpada, la suspenderemos, y desde luego, por la presente, la suspendemos por tres años la licencia que tienen para hacer la dicha procesión, demás que procuraremos que sean castigados con mucho rigor, como personas que en días tan santos escandalizan y alborotan «. Penalización esta última que cayó enseguida, como veremos, sobre la cofradía de los negros sevillanos.

 

            – Que sólo salgan procesiones «desde el Miércoles Santo después de comer hasta que anochezca el Viernes «, prohibiéndolas en los demás días de la semana, porque «además de las costas que las fábricas (la economía) de las iglesias hacen en cera, que tantos días arden en los altares, mientras pasan por ellas las dichas procesiones resulta grande inquietud y desasosiego en días tan santos, en que solamente conviene que el pueblo se ocupe en contemplar y celebrar con gran devoción los misterios de la Pasión de nuestro Redentor «. Se considera, pues, que las cofradías son ocasión de «distracción», «desasosiego» y «apartamiento» de la devoción; una consideración que se repetirá muchas veces hasta hoy por parte de los más aguerridos defensores de la ortodoxia, la mayoría de ellos no andaluces. Ya en 1604, la Semana Santa de Sevilla era difícil de entender desde una óptica de cristianismo rígido.

 

            – Que el Provisor «visite las imágenes e insignias que se sacan en las dichas procesiones, y quiten y reformen las que les pareciere que no tienen la devoción, autoridad y gravedad que conviene para tan santa representación «.

 

            – Que «las túnicas que llevaren sean de lienzo basto y sin bruñir, sin botones por delante y atrás, sin guarnición de cadeneta, ni de randas, que no tengan brahones, ni sean acolchadas ni ajubonadas «, y «que los que se disciplinaren, ni rigieran la procesión, ni los que llevaren los pendones e insignias con túnicas, no lleven lechuguillas en los cuellos, ni zapatos blancos, ni medias de color «.

 

            – «Que no se disciplinen descubierto el rostro, si no fuere que por algún desmayo o accidente que les dé sea fuerza descubrirse… y no lleven tocas atadas a los brazos, ni otra señal para ser conocidos…, y porque somos informados que, por tener algunas cofradías pocos cofrades que se disciplinen, alquilan algunos que lo hagan, y es cosa muy indecente que por dinero y precio temporal se haga cosa tan santa, mandamos que de aquí en adelante no se haga, so pena de excomunión mayor en que incurran los que reciben el dinero y los Mayordomos que se lo dieren «.

 

            – Que las mujeres no se disciplinen; «que las que fueren en su hábito con luces, vayan en su orden delante del primer guión o estandarte de la procesión y no puedan en manera alguna ir entre los que se vayan disciplinando ni a su lado «, y «que se quiten los muchachos que andan pidiendo en estas procesiones… pues no sirven más que de inquietar y quitar la devoción y quedarse para jugar con la limosna que les dan «.

 

                        También se añaden otras prohibiciones, como las de realizar representaciones y «encuentros» entre las imágenes, o cualquier otra ceremonia no incluida en las normas dictadas hacia poco por el papa Clemente VIII. Y se plantea la conveniencia de pedir al Papa autorización para eliminar algunas cofradías, agregándolas a otras más importantes.

                       

                        Ordenes, todas las anteriores, que sólo fueron seguidas muy parcialmente, como se comprueba en el hecho de que durante siglos hubieron de repetirse en diferentes momentos, a pesar de las sanciones efectuadas; sanciones que cayeron, sobre todo, como suele ocurrir siempre, sobre los más débiles y no sobre los poderosos. Y entre todas las cofradías sevillanas –más de 40, que «apenas cesan de andar de día y de noche, con gran profanidad e inquietud del pueblo «, como expresa con indisimulada ira el Arzobispo–, ¿cual más débil que la de los negros de Nuestra Señora de los Ángeles?

 

                         Contra ella se pretendió dar rápido cumplimiento, de forma durísima, y supuestamente ejemplarizante, a los acuerdos del Sínodo, incluso aplicándolos con efectos retroactivos. Como señala el profesor Sanchez Herrero, el Arzobispo Niño de Guevara, en su crítica generalizada a las cofradías destaca dos, «una de negros y otra de mulatos, que causan muchos escándalos, pecados y ofensas a Dios por dos razones: 1) porque como son esclavos y no tienen dinero ni bienes con qué comprar la cera, las insignias y los otros objetos que sacan en la procesión, muy costosas, roban a sus amos durante el año para conseguir el dinero y bienes que necesitan; 2) porque, como debido a su color son muy conocidos, durante todo el tiempo que dura la procesión, la gente, que los ve pasar, se burla de ellos, dando ocasión a riñas, que convierten la procesión en un acto despreciable, sin que los provisores del arzobispado ni la justicia secular lo puedan remediar. Según el mismo Arzobispo, en 1603: hubo una revuelta muy grande, con ocasión de la cual mandé que no saliera la procesión de los negros en tres o cuatro años, de lo que han apelado «.

 

                        Tras la Semana Santa de 1604, la hermandad había sido demandada por una de las cofradías más importantes de la ciudad, de la que formaban parte personajes muy principales de esta, en especial nobles: la Real Cofradía de Nuestra Señora de la Antigua, Siete Dolores y Compasión, radicada en capilla propia del compás del convento Casa Grande de San Pablo (la actual capilla de la hermandad de Montserrat). Esta cofradía acusaba a la de los negros de haber promovido, la tarde del Jueves Santo, un fuerte escándalo, llegando a la agresión física, al encontrarse ambas hermandades en la actual plaza del Salvador. Todavía no se había creado la estación obligatoria a la Catedral y la consiguiente carrera oficial, y las procesiones se realizaban haciendo estación cada hermandad en dos, tres o cuatro iglesias, con lo que había muy frecuentes problemas de coincidencia de itinerarios con el correspondiente conflicto potencial por el pasar antes unas u otras por un lugar. Consta que la Antigua, tras hacer estación en la Catedral, visitando en ella la capilla de Virgen de su mismo nombre, cuadro pictórico entonces de grandísima devoción en la ciudad, realizaba también estación en las más importantes iglesias de Sevilla: el Salvador, la Magdalena (en la actual plaza de este nombre) y San Pablo.

 

                        El procurador nombrado por la parte demandante afirmaba que «saliendo la Antigua del Salvador el Jueves Santo por la noche, con la cruz verde de las mujeres en la Carpintería, por estar primero que ella en la calle, la cofradía de los negros, por mano armada y hecho pensado, desde la Alfalfa de esta ciudad vinieron corriendo por la Confitería abajo; con mucho escándalo atravesaron y rompieron por la dicha cofradía de la Antigua, por fuerza y contra su voluntad, tirando piedras y dando de palos a las hermanas de la dicha cofradía de la antigua y con armas hirieron a hermanos de ella…«

 

                        En el pleito, que duró más de dos años, declararon varios testigos de los hechos denunciados, la mayoría a favor de los argumentos de la hermandad «respetable». Uno de ellos afirmaba que los hechos habían tenido lugar sobre las doce de la noche y que los negros, que venían por la calle de Alcuceros, sacaron espadas y otras armas; otro, concretaba aún más diciendo que un negro alto, que llevaba colgado un carcaj reconvenía a otro negro de su misma hermandad por no haber hecho un buen blanco en quien llevaba el estandarte de la Antigua. Sin embargo, algunos testimonios reflejaron claramente la existencia de una fuerte animosidad contra los negros y su hermandad, que eran objeto de burlas y desconsideraciones no sólo por parte de algunas cofradías –que se negaban a reconocerle su antigüedad y derechos– sino también por el común de la gente.

 

                        Así, un testigo manifiesta haber presenciado, dos o tres años antes de los sucesos en cuestión, cómo el Cristo que llevaban los negros de Nuestra Señora de los Ángeles había recibido una pedrada al pasar la procesión por las gradas de la Catedral. Y especialmente significativa es la declaración del presbítero Rodrigo Salvador, que acompañaba a la cofradía el día de autos: «en la plaza del Salvador, junto a la iglesia de la Paz, se encontraron los negros con otra cofradía que no recuerdo de qué advocación era, y sobre el pasar adelante tuvieron palabras y sacaron espadas, sin saber si fueron los blancos o los negros, y hubo heridos en ambas partes, y el asistente prendió a unos y otros con gran escándalo«.

           

                         En realidad, como ya he señalado, muchos lances más o menos parecidos ocurrían por aquel tiempo en las calles de Sevilla durante la Semana Santa por la discusión sobre el derecho de precedencia en el paso de una u otra cofradía; conflictos que reflejaban simbólicamente, en el plano de los derechos rituales y del protocolo, las tensiones entre los grupos sociales presentes en las diferentes corporaciones. Y lo mismo, aunque con un grado menor, sin duda, de enfrentamiento físico, ha venido ocurriendo hasta el mismo siglo XX, a veces provocando pleitos muy largos o incluso situaciones de violencia más o menos contenida. Pero si una de las hermandades enfrentadas era la de los negros, cuyos integrantes, esclavos o no, llevaban el estigma de su color y de su marginalidad social, el conflicto se hacía insoportable para quienes alardeaban de pureza de sangre, de hidalguía o, al menos, de ser «cristianos y castellanos viejos». La intolerancia contra los diferentes –en creencias religiosas, costumbres o etnicidad– había aumentado sobremanera desde mediados del siglo XVI respecto a tiempos anteriores, por el efecto conjunto del creciente repliegue intelectual, ideológico y político que caracterizaba a la sociedad de la época, la acción de la Inquisición y el temor a esta, y el avance del fundamentalismo propiciado por algunas de las resoluciones del Concilio de Trento.

 

                        Esta intolerancia se concretaba en la hoguera para los tenidos como herejes, alumbrados o hechiceros, en la discriminación contra los cristianos y/o castellanos «nuevos», y en el desprecio general hacia los negros, mulatos y moriscos (los judíos habían sido expulsados ya a fines del siglo XV por un edicto de los Reyes Católicos ).

 

                        Buen reflejo del clima que todo ello había generado es la narración, muy a lo vivo, que hicieran dentro del pleito en cuestión un maestro dorador y un sacerdote. El primero de ellos, de nombre Juan López de la Cruz, declaró sobre los cofrades negros que «los ha visto desde más de ocho años… siempre han salido de noche… y la gente se para por las calles a mofar de ellos y decirles palabras afrentosas y hacerles otras burlas, picandoles con alfileres, de lo cual ellos se enojan y llaman a los blancos judíos, lo cual asimismo hacen las negras que los acompañan.«

 

                         Por su parte, el presbítero Juan de Santiago, señala que «el año 1604 acompañó a los negros que salen de los Ángeles, barrio de San Roque, que salió de noche, y vio que mucha gente silbaba y hacía otros ruidos afrentosos a los dichos negros, hablándoles en guineo y afrentándoles en grande deshonor de la procesión y representación de la Pasión de nuestro Salvador, de lo cual los negros se corrían y respondían otras palabras y juraban juramentos, diciendo palabras afrentosas a los que les silbaban; de lo cual se seguía que parecía cosa de risa y entremés más que procesión de Semana Santa. Y entre ellos iban mujeres negras, a quien asimismo los hombres y mujeres decían palabras injuriosas hablándoles a modo de negros, de que ellas se afrentaban y respondían malas palabras, de que se seguía el dicho escándalo; y este testigo oyó decir públicamente que los dichos negros habían reñido con los cofrades de otras cofradías sobre el pasar, porque los blancos los llamaron de borrachos y negros, y de eso se seguía la pendencia. Y este testigo tiene por cosa sin duda que a cualquiera hora de día o de noche que salgan las cofradías de negros, les han de silbar y decir injurias, de lo cual se seguirá que, habiendo herejes, sea oprobio de nuestra sagrada religión el salir la dicha cofradía de los negros, y notable escándalo y gran contento para los herejes de ver que los cristianos estiman en tan poco la dicha cofradía de los negros «.

 

                         Es bien significativo, con base en las dos anteriores declaraciones, que los blancos insulten a los morenos con los calificativos humillantes de «borrachos» y de «negros», y que estos respondan acusando a aquellos de «judíos», una palabra impronunciable porque significaba connotar a alguien como hereje, falso y neoconverso. Y resulta también muy revelador, en la declaración del sacerdote, que se califique de «oprobio para la religión» la salida de la cofradía de los negros, a pesar de reconocerse explícitamente que son estos los escarnecidos y ridiculizados y que son los «cristianos» –en equivalencia, también significativa, a blancos– quienes tenían en muy baja estima a la cofradía de aquellos.

 

                        A pesar de los argumentos de la hermandad, entonces encabezada por Francisco de Góngora como mayordomo, Sebastián de Mendoza como prioste y Antón Luis como alcalde, el arzobispado, en el contexto de intolerancia ya señalado y de los planteamientos a los que respondían los acuerdos del Sínodo, dictó resolución contra ella, en marzo de 1606, condenando a los cofrades a cien azotes cada uno y prohibición total de la salida de la hermandad bajo pena de excomunión mayor. Los términos del informe sobre el que se basó la sentencia, redactado por el Fiscal, Ambrosio Roche, son muy reveladores. Refiriéndose a los cofrades negros, se dice que «son los sobredichos los más rudos e ignorantes de la religión, devoción y reverencia que en hacer tales procesiones se deben tener; hacen y dicen cosas ridículas, de lo cual se sigue el perderles la gente común el respeto, así por esto como por ser los sobredichos gente tan ridícula que su no procesión no sirve sino de perturbar y divertir la devoción de los fieles que están en las iglesias y calles por donde pasan, adonde les silban y ellos se alborotan de manera que es así gran deshonor y escándalo, mayormente en esta ciudad donde hay tanto concurso de infieles que verán, si a esta procesión se diese lugar, tratarse con tanta indecencia las cosas de nuestra religión cristiana…» Y el informe añade, para justificar la condena contra la hermandad y la prohibición de su salida, que esta había también originado, en los años anteriores, multitud de escándalos, llegando a acusar a los cofrades morenos de que «embriagados, mataron a un hombre e hicieron otras demasías y brutalidades que de salir se siguieron«.

 

                         La lista de adjetivos descalificadores contra los negros y su hermandad, ahora lanzados desde el propio Arzobispado, es larga: se les considera rudos, ignorantes de la religión, irreverentes, ridículos, perturbadores, alborotadores, causa de divertimiento, deshonor y escándalo, indecentes, borrachos, brutos, y hasta asesinos . Realmente, corrían años difíciles para los negros y su hermandad; años en los que el racismo sin duda afloraba; tiempos muy distintos de los que fueron para ellos los finales del siglo XIV, todo el siglo XV, e incluso gran parte del XVI. Ahora, el aumento de su número respecto a esas épocas y la conjunción de factores ya señalados provocaron un crecimiento generalizado de la intolerancia. Las grandes calamidades habidas en la ciudad los años 1599, 1600 y siguientes –epidemia de peste, repetidas inundaciones y carestías–, junto a las levas y la acentuación de los impuestos para hacer frente a los intereses bélicos de la Corona –empeñada en sus guerras de Flandes y no repuesta aún del golpe, no sólo político y de prestigio sino también económico, que supuso el desastre de la armada «Invencible»– habían multiplicado los problemas de la gente común, acrecentado la delincuencia y la picaresca y exacerbando la intolerancia. Ingredientes todos ellos que en aquellos momentos, y aún en los nuestros, constituyen el caldo de cultivo para la extensión de las actitudes y comportamientos racistas; de un racismo suave, si se quiere, en comparación con el que habría de instalarse en Europa y sus colonias en el siglo XIX, pero que no había existido durante las dos centurias anteriores en Andalucía contra los negros. Es ahora cuando a la marginación social de estos se añade el desprecio racista.

 

                        La suerte parecía estar echada, tanto más cuanto que ya en abril del año anterior al de la condena, y pocos meses después del Sínodo, una orden conjunta del Provisor del Arzobispado y del Asistente de la ciudad (el alcalde de entonces) obligaba a todas las cofradías a que fueran sus hermanos en las procesiones con el rostro descubierto y prohibía explícitamente las de negros y mulatos. Pero el orgullo y la cohesión étnicos y la indignación contra la injusticia fue tanta que, a pesar de la taxativa prohibición, el Jueves Santo de 1606 la hermandad de los morenos de la Virgen de los Ángeles volvió a salir a la calle, incluso pese a haberse dado la orden de cierre de la puerta de Carmona, por donde siempre había entrado la procesión en la ciudad y que ahora hubieron de forzar para poder volver a hacerlo.

 

                        Los negros, además, pusieron una querella contra el Provisor del Arzobispado, por medio del correspondiente procurador, quien, a instancias de aquellos, no sólo rechaza las bases de la sentencia sino que manifiesta que «la causa y razón por que se prohibió a mi parte el salir con su cofradía y disciplinarse es siniestra y falsa, porque mi parte no da causa ni escándalo, antes bien, van con mucha humildad, devoción y silencio, y a hora acomodada, que es de medianoche abajo, cuando hay poca gente; y en razón de reformar desórdenes de cofradías, muchas salen que causan mucho más escándalo, porque la nuestra no causa ninguno, y tienen necesidad de más reformación y con todo eso no se les prohíbe la salida «. Añadiendo que «siendo nosotros y nuestras personas seglares y de jurisdicción real, y no sujetos a la jurisdicción eclesiástica, no puede ir ni debió Vuesa Merced proveer el dicho Auto«. Finalmente, el pleito concluyó en la Real Audiencia, la cual falló a favor de la hermandad, obligando al Provisor a levantar las penas de excomunión y azotes contra los cofrades.

 

                        No cejó en su empeño el arzobispo y maniobró en el ámbito de su jurisdicción, prohibiendo que en lo sucesivo se diera licencia eclesiástica para la salida de la cofradía en procesión de disciplina ni para su participación en cualquier otro tipo de procesiones y actos públicos.

 

                        La cofradía de los negros del Rosario, de Triana, no había estado directamente involucrada en el pleito descrito entre la de sus hermanos de los Ángeles y la Antigua, pero había sufrido junto a aquella las medidas de prohibición y de suspensión dictadas genéricamente contra «las cofradías de negros». Por ello, apeló al Nuncio, logrando en julio de 1609 una sentencia favorable, que le restituyó en sus bienes y derechos, incluida la procesión de Semana Santa por las calles de Triana, con la única limitación de no poder asistir a las procesiones generales de la ciudad; pero de nuevo el Fiscal del Arzobispado, en 1612, vuelve a la carga, planteando ahora la suspensión no sólo de la estación de disciplina –insistiendo en los repetidos argumentos de que esta » provoca más risa que devoción «–, sino incluso de los cabildos, incautándose, además de todos los bienes de la cofradía, imágenes incluidas, sacándolos de la capilla.

 

                        La ofensiva contra todas las cofradías étnicas era evidente, ya que, mientras estaba la cofradía de los Ángeles suspendida y sucedía lo anterior a la de Triana, el Visitador de San Ildefonso, Don Francisco de Salablanca, se dirige al nuevo arzobispo sugiriéndole, respecto a la hermandad de la Presentación, de los mulatos, radicada en dicha iglesia, «que su Ilustrísima sería servido si esta cofradía se deshiciera«

 

                        Con la muerte del arzobispo Niño de Guevara no terminó el calvario para la cofradía de los negros de Nuestra Señora de los Ángeles, que tenían la repetidamente probada animadversión de las autoridades eclesiásticas. Las gestiones que los cofrades venían realizando, tras la llegada del nuevo arzobispo, Don Pedro de Castro, para que le fuera levantada la suspensión, lejos de desembocar en la normalización de la vida de la cofradía, provocaron una nueva prohibición, esta vez firmada por el propio rey, Felipe III, a instancias de Don Gonzalo Messia, Racionero y Provisor del Arzobispado, cuya ejecución se encomienda al Asistente de la ciudad. El rey ordena a este que «no consienta que salga una procesión de negros sin licencia del Concejo «. La Real Provisión dice lo siguiente: «Don Felipe, por la gracia de Dios, Rey de Castilla, de León, de Aragón, de las Dos Sicilias,, de Jerusalem, de Portugal, de Navarra, de Granada, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de Vizcaya y de Molina, etc, a vos, el nuestro asistente de la ciudad de Sevilla o nuestro Lugarteniente en el dicho oficio que ordinariamente con vos reside, y a cada uno de vos, salud y gracia. Sepades que Don Gonzalo Messia, Racionero de la Santa Iglesia de esa dicha ciudad hizo relación que haciendo muchos años –en realidad, eran solo ocho– que no salía una Cofradía de la disciplina de los negros de la dicha ciudad, por la burla que de ellos se hacía y por lo que hurtaban a sus amos para comprar cera y otros gastos, y por otras muchas razones, los dichos negros hacían mucha diligencia para volver a salir, suplicándonos mandásemos no saliese la dicha cofradía sin que primero hubiese licencia nuestra, conforme a las leyes de nuestros reinos… os mandamos, siendo con ella requerido, no consintáis ni deis lugar que salga la dicha procesión sin que para ello haya expresa licencia y mandado nuestro… Dado en la villa de Madrid a once días del mes de marzo de mil y seiscientos y catorce años«.