Cap. II.: Los cargos de oficiales

 

El cargo principal en el gobierno de la hermandad era el de mayordomo –no olvidemos que la palabra significa, textualmente, el primero de la casa –, que entonces, como sigue siendolo hoy, era el responsable, administrador y gerente directo de los fondos y el patrimonio de la corporación. Debía rendir cuenta anual, en el correspondiente cabildo, de los ingresos y gastos realizados –del cargo y data –. Si el saldo era en su contra, quedaba obligado a restituir la diferencia, pero lo más frecuente era que el saldo fuese a su favor, por lo que, si salía reelegido, comenzaba el año siguiente siendo acreedor de la cofradía. De todas formas, hasta el año 1672 no se establece definitivamente que sea sólo él quien «diera cuenta, como a quien pertenece darla»: en años anteriores, de hecho el alcalde y el hermano mayor aceptaban también ingresos y efectuaban pagos, aunque no les correspondiera hacerlo. Para el cargo de mayordomo se elegía siempre a una persona experimentada, con trayectoria de honradez y seriedad y con ciertos recursos económicos –siempre dentro de la modestia de todos los hermanos–, ya que en no pocos casos debía adelantar algunos pagos y en todas las ocasiones actuar como principal garante. Debido a ello, siempre fueron elegidos negros libres, siendo esta una de las causas del acrecentamiento de la cofradía, contrariamente a lo que sucedió a algunas también de negros de otras ciudades andaluzas, en que al ser designados esclavos para el cargo y no poder procederse contra ellos si caían en irregularidades o mala administración, los problemas para la corporación eran más difícilmente solucionables (34).

 

Entre otros, fueron mayordomos en el siglo XVII Juan de Mena, Pedro de Lisboa, Sebastian de Villegas, Juan Pedro Criollo y Domingo Pérez. Este lo fue continuadamente durante varios años seguidos en la segunda mitad de la centuria, «por ser hombre celoso y que ha tenido muy buena cuenta de la Santa Capilla, que ha aumentado con muchas prendas, ornamentos y vestidos» –como consta en el acta del Cabildo de elecciones de 5 de mayo de 1675–, y porque «ninguno lo puede ser mejor que su merced» –como se recoge en el de 15 de abril de 1678– (34).

 

El alcalde era la cabeza simbólica de la hermandad y la máxima autoridad moral de esta, aunque no tenía la responsabilidad directa de la gestión. Por ello, el cargo había de recaer en una persona de reconocida antigüedad y significación en la cofradía, que hubiera pasado ya por diversos puestos en la misma. Se encargaba, sobre todo, ayudado por el fiscal, de mantener la cohesión y orden internos, garantizando el cumplimiento de las Reglas y la administración de justicia entre los hermanos, mediante el cumplimiento de aquellas y la preservación de los usos y costumbres propios de la cofradía y de su peculiaridad étnica. En ocasiones se elegía a dos: quizá uno de ellos realizara su cometido con especial jurisdicción sobre los cofrades esclavos y el otro sobre los libres, ya que esta dualidad de hermanos fue contemplada en la hermandad, en este siglo, a algunos efectos, como veremos luego. Si ello fue así, la autoridad de cada uno de los alcaldes se dirigiría fundamentalmente a los cofrades de su sector, aunque fuera reconocida por el conjunto de los hermanos. La existencia de dos alcaldes en aquella época está también documentada en otras cofradías de negros, como la de Huelva, explicandose ello por algunos autores como una reproducción a pequeña escala de los dos alcaldes ordinarios de los municipios que constituían la primera instancia del poder judicial castellano (36). De cualquier forma, ya sabemos, y lo vimos en su lugar, que en el siglo XV los propios reyes nombraron a algunos negros como mayorales de los negros sevillanos, en una función equivalente a la de alcalde del grupo étnico, aunque entonces la jurisdicción era, sobre todo, de carácter civil.

 

También con una significación fundamentalmente de autoridad moral, pero más difusa y en un escalón de prestigio más bajo que la del alcalde o alcaldes, estaba el hermano mayor, y, con funciones más específicas, básicamente semejantes a las actuales, había un fiscal, uno o dos priostes y un diputado mayor. Además, se elegían varios diputados de la Mesa, generalmente cuatro, y, en ocasiones, también un cuidador de la capilla y un padre de almas, aunque estos puestos no figuran en las Reglas. El escribano o secretario era también elegido en cabildo general, debiendo recaer el cargo en una persona blanca, versado en letras y en contabilidad, que estuviese dispuesta a servir desinteresadamente a la hermandad de los negros. Por ello, su desempeño se convertía prácticamente en vitalicio, ya que no existían demasiadas personas dispuestas a esta labor. El Secretario, que, de hecho, era una especie de benefactor de la hermandad, representaba a esta en asuntos que tuvieran que ver con instancias exteriores, debía dar fe de todos los acuerdos, realizar las actas de los cabildos y custodiar los correspondientes libros de actas y de hermanos, e incluso poner las cuentas del mayordomo en el libro al efecto, dada la poca instrucción y dificultades para hacerlo que generalmente tenían quienes ostentaban la mayordomía. A veces, se nombraba también otro secretario como sustituto del primero en sus ausencias, para garantizar el desenvolvimiento normal de la cofradía. Y también, en ocasiones, como en 1680, se eligió en cabildo un procurador de pleitos, para que entendiese de los varios que tenía entablados entonces la hermandad.

 

Como ha ocurrido siempre en las hermandades sevillanas, en general y salvo circunstancias especiales, las mismas personas se repiten, con pocas variaciones, en los sucesivos años en los diferentes cargos, aunque ello no excluía un estrecho control recíproco entre los integrantes de la junta de oficiales y por parte del conjunto de los cofrades, reunidos en cabildo, sobre estos. Al entrar en el cabildo, todos los hermanos debían guardar sus armas en un arca grande destinada al efecto –arca que está recogida, con esa función, en los inventarios–: esto podría hoy sorprendernos, pero debe tenerse en cuenta que en aquella época era normal ir siempre con algún arma blanca por la calle, y ello valía también para los negros libres. Las elecciones se hacían mediante voto secreto y el escribano daba fe de los resultados, anotando con frase ritualizada que «la elección se hizo quieta y pacíficamente, sin contradicción ninguna» . En realidad, y aunque la Regla establece un sistema de elecciones plenamente democrático, que contrastaba con la estructura fuertemente jerárquica y con muy poca movilidad social de la época, realmente el cabildo anual de elecciones tenía, de hecho, la función de dar un espaldarazo ritual al acuerdo previamente consensuado entre quienes tenían posibilidades de acceder a los cargos. Ello era debido –y en esto no han cambiado demasiado las cosas a tres siglos de entonces– tanto al tradicional desinterés general por ocupar unos puestos que suponen una carga importante de trabajo, un gasto económico no pequeño para unas economías personales muy modestas, e incluso, a veces, el riesgo de quedar endeudados, como a unos bajos niveles de participación en el ejercicio del voto por parte del conjunto de los cofrades. La gran mayoría de estos prefieren no comprometerse en demasiadas responsabilidades personales y aceptan que quienes desean ostentar cargos –bien sea por sentido de la responsabilidad, por devoción profunda, por revalidar o ganar estatus, por gratificación psicológica, o por todo ello a la vez– los ocupen, siempre que los ejerzan de la forma adecuada. Esto es, garantizando la normal vida de la hermandad y los diversos beneficios que esta depara a todos sus componentes. Por una parte, los beneficios espirituales a partir de la identificación con unas Sagradas Imágenes concretas, que actúan como patronos sobrenaturales y a las que se dedican cultos internos y externos con la mayor brillantez posible, la participación en los cuales –pero no necesariamente en su organización– depara a cada cofrade lo que podría llamarse un «capital simbólico de salvación», estrictamente personal, además de la seguridad de sentirse perteneciente al concreto Nosotros colectivo, en este caso étnico, que representa la cofradía. Y por otra, los beneficios que deparaba el carácter de la cofradía como mutua asistencial a la hora de la muerte, garantizando la cera, el enterramiento, las exequias y otros elementos imprescindibles para realizar correctamente el difícil pero inexorable rito del tránsito hacia el más allá de cada hermano o hermana y de sus familiares más directos.

 

En ocasiones, se hace una advertencia explícita a alguno de los elegidos para ocupar cargos «para que usara el dicho oficio bien y fielmente, y tenga particular cuidado con lo que le toca, pena que si no lo hace será echado del oficio» . Lo que a veces, en realidad pocas, ocurre efectivamente, como lo refleja el acta del cabildo de 17 de febrero de 1675, la cual recoge que «estando juntos y congregados en la capilla de Nuestra Señora de los Ángeles como lo han de costumbre en los cabildos que la dicha cofradía hace, presente el alcalde Jose Antonio del Pino, y el mayordomo Domingo Pérez, el prioste Diego Bernal, y el hermano mayor Lorenzo de Contreras, salió de acuerdo que se eligiese por fiscal a Gaspar de los Reyes, de lo cual quedaron todos los demás hermmanos contentos, y excluyeron del oficio a Diego Felipe de Godoi por no acudir cuando era menester. Y por verdad lo firmé en el dicho día, mes y año. Juan de Chasarreta, escribano» . Aunque habría que añadir que el mencionado Godoy, que además había resultado deudor de la cofradía el último año que había sido mayordomo anteriormente, fue rehabilitado en otro cabildo, que acordó«fuese perdonado en calidad y condición que diese el susodicho un vestido de tafetán doble negro para que sacase nuestra señora en la estación del viernes santo por la mañana» . En cualquier caso, la ocupación de cargos de relevancia, en especial el de mayordomo, significaba no sólamente un signo de reconocimiento personal sino también la asunción de riesgos.