Cap. I. Don Gonzalo de Mena y su fundación para negros

El arzobispo de Sevilla que funda el hospital para negros que es la base para la creación de la hermandad fue Don Gonzalo de Mena y Roelas. Pertenecía este a una familia de la nobleza toledana, era gran aficionado a la caza y antes de venir a Sevilla había sido obispo de Calahorra y de Burgos. Tras la muerte del anterior prelado, Don Pedro Álvarez de Albornoz, el 1 de Julio de 1390, tres años estuvo vacante la sede episcopal hispalense, debido a los problemas existentes dentro de la Iglesia a causa del llamado Cisma de Occidente. Nombrado un nuevo arzobispo por el rey –como era norma entonces y lo ha seguido siendo hasta muy recientemente en España por parte de los jefes de estado–, en la persona de Don Gonzalo de Mena, la confirmación papal no se produce hasta finales de 1393, por lo que el nuevo arzobispo no hace su entrada en la ciudad y toma posesión de su cargo hasta el 28 de Enero de 1394. Su permanencia en la sede sevillana no fue muy larga, ya que una epidemia desatada en Sevilla le persiguió hasta su villa de Cantillana, adonde se había retirado, muriendo en abril de 1401. Sus restos yacen en un magnífico sepulcro en la capilla de Santiago de la Catedral, donde ya estuvieron antes de ser trasladados solemnemente a la Cartuja en 1594, de la que regresaron en 1837, tras la exclaustración.

Dos importantes iniciativas marcaron el paso de Don Gonzalo por la sede sevillana: la erección del monasterio de Santa María de las Cuevas, para monjes cartujos, en la vega de Triana, separado de las murallas de la ciudad por el río Guadalquivir, y la fundación de una casa-hospital para negros desvalidos. Los primeros monjes se sabe llegaron a comienzos del año 1400 pero no es conocida la fecha precisa en que se inicia la fundación para negros ni el primitivo lugar de esta, aunque debió ser a extramuros de la ciudad, y no parece muy desencaminado pensar que no lejos de la antigua calzada romana que partía de esta desde la puerta de Carmona, ya que, como veremos, existen indicios que testimonian una relación cierta entre la hermandad y la Cruz del Campo.

Para entender las razones de la preocupación del prelado por los negros sevillanos hay que considerar la situación existente en los últimos años del siglo XIV. Por una parte, tanto en la Hispalis bética como en la Ixbilia andalusí, como tras la conquista castellana de la ciudad, hubo en esta esclavos, en mayor o menor número según las épocas. Concretándonos a la Baja Edad Media, los esclavos aumentaron, tanto procedentes de las capturas de prisioneros, en las intermitentes guerras entre Castilla y el reino nazarí de Granada y en las incursiones castellanas por la costa de África, como a través del mercado de negros de diversas etnias provenientes principalmente del golfo de Guinea; mercado este que se hallaba principalmente en manos de portugueses, ya que era Portugal el reino con mayores intereses mercantiles en aquellas tierras, “descubiertas “para Europa a través de sus frecuentes expediciones. Es este un muy importante tema que creemos queda perfectamente dibujado en la colaboración que ha tenido la generosidad de aportar Alfonso Franco para la primera parte de este libro, por lo que no vamos a detenernos más en él.

Pero sí conviene hacerlo, por otra parte, en las circunstancias por las que atravesaba concretamente la ciudad en la última década del siglo XIV. En 1391, con la sede episcopal vacante y el nuevo rey castellano, Enrique III, aún adolescente y por ello la gobernación del reino en manos de un consejo de regencia, había tenido lugar en ella, como asimismo ocurrió en Córdoba, Toledo, Burgos y otras ciudades, el terrible asalto popular y saqueo de la judería, con muerte a cuchillo de muchos de sus moradores. El odio hacia los hebreos, fueran o no conversos, estaba alimentado tanto por los intereses económicos, nunca declarados, de una parte de la nobleza, como por la intransigencia religiosa, de la que fueron un componente notable las prédicas incendiarias de Hernán Núñez, arcediano de Écija.

También en la última década del siglo varias pérdidas de cosechas, debido a inundaciones y otras calamidades, provocaron hambres, y a estas se unieron epidemias, sobre todo de peste, lo que desembocó en una situación especialmente grave para las clases más desprotegidas. Entre estas, ninguna en estado tan precario como la de los negros, sobre todo si eran esclavos de familias no muy poderosas, lo que era frecuente. Ante la crisis, estas familias se apresuraban a desprenderse de un “bien de lujo “, su servidor o servidores domésticos, a los que abandonaban, sobre todo si aparecía en ellos alguna muestra de enfermedad o debilitamiento, ya que suponían más bocas que alimentar y cuidados que procurar. Y no en mejores condiciones quedaban los negros libres, siempre en la imprecisa línea entre el hampa y los trabajos más eventuales y peor pagados.

Como señala el profesor Alfonso Franco, entre el 10 y el 15% de la población esclava sevillana eran personas con deficiencias, por defectos físicos o por vejez, debido a lo cual se convertían en “una molesta carga para sus dueños que tratarían por cualquier medio de verse libre de ellos: algunos eran ingresados en un hospital; a otros se les permitía continuar en casa de sus amos por la caridad y el cariño que hacia ellos sentían; y unos pocos lograban ser vendidos a precios baratísimos “.

No es de extrañar, pues, que el Arzobispo, respondiendo al principio de subsidiaridad cristiana, y ejerciendo su protección sobre los más desamparados, crease en estas circunstancias una institución asistencial para ellos: nace así el hospital y casa para morenos. Junto a este, ya desde el principio, pudo instituirse una hermandad, del mismo tipo de las que atendían muchos de los otros hospitales existentes en la ciudad; pero incluso si no hubiera sido así, dicha casa-hospital se convertiría necesariamente en el eje de la sociabilidad y luego del asociacionismo étnico hasta consolidarse la hermandad ya de forma institucionalizada.

Conviene también señalar que, en aquellos tiempos –finales del siglo XIV, comienzos del XV– una misma lógica estaba en la base de las decisiones de la Corona y de las acciones de las altas jerarquías de la Iglesia, las cuales eran nombradas por el rey y participaban directamente en la cúpula del poder político. En el marco de una sociedad multiétnica –castellanos, judíos, moriscos, negros, mulatos e, incipientemente, gitanos– los trece años de reinado directo de Enrique III de Castilla, entre 1393 y 1406, contemporáneos de los ocho que duró el arzobispado de Don Gonzalo en Sevilla, se caracterizaron por la toma de medidas de gobierno favorecedoras de los sectores populares y limitativas del excesivo poder de los nobles. Concretamente respecto a los esclavos negros, se reglamentó su situación, reconociéndoseles algunos derechos, entre ellos el de poder reunirse los domingos y días de fiesta. En Sevilla, según señalan las crónicas, lo hacían cerca de Santa María la Blanca, en la zona que luego se llamaría de la Puerta de la Carne, con panderos, tambores y otros instrumentos de su tradición cultural autóctona, celebrando grandes bailes ; una tradición que más tarde pasaría a América, donde todavía en el siglo XIX tenían lugar en Cuba estos cabildos o asambleas, con eje central en el baile. Cabildos afroamericanos cuya dirección debieron tenerla, en sus inicios, los negros sevillanos llevados a Cuba como servidores domésticos, tal como afirma en sus trabajos el antropólogo e historiador cubano Fernando Ortiz. Dadas las características de aquellos tiempos, la iniciativa del Arzobispo Don Gonzalo de instituir una fundación para negros tiene una perfecta lógica y se inscribe en un contexto no sólo eclesiástico sino también político que la explica adecuadamente.

Además, y como ya señalé hace años en un trabajo en el que defendía que fue el modelo de cofradía étnica andaluza el que fue trasplantado a la América colonial para generar las cofradías de indios y de negros que se crean en todas las grandes ciudades y en muchos pueblos a partir del siglo XVI, la institucionalización del asociacionismo en las etnias dominadas, en nuestro caso la etnia negra, a través de su agrupamiento en hermandades o cabildos, rendía dos grandes beneficios a los sectores sociales dominantes: por una parte, integraba a los socialmente marginados en el marco ideológico central de la sociedad global de la época, favoreciendo la interiorización de una ideología común entre amos y esclavos, entre poderosos y menesterosos. El marco común de la religión cristiana, de sus creencias, rituales e instituciones, funcionó como un terreno de consenso entre las etnias, de igualación simbólica entre estas, y favoreció el consentimiento de la etnia dominada respecto a la índole fuertemente asimétrica de las relaciones sociales de poder que se daban en la realidad social. Ofreciendo también el escenario en el que derivar hacia conflictos simbólicos –a la emulación en los rituales, o a la pugna por derechos y prerrogativas en los ceremoniales religiosos– los potencialmente peligrosos conflictos sociales siempre latentes en una estructura social desigualitaria y fuertemente jerarquizada. Incluso, por esta vía, pudo conseguirse que se percibiera una situación de cierta igualdad, cuya realidad se daba exclusivamente en el plano simbólico –la hermandad de los negros, al menos en principio, era una más entre todas las de la ciudad, podía pleitear con las de sus amos, tenía protectores en la Iglesia y luego también en algunos nobles–, a la vez que se mantenía una desigualdad profunda en el plano de la sociedad real.

Por otra parte, al no limitarse a tolerar sino decidirse a favorecer el asociacionismo organizado de la etnia negra, se conseguía también que los individuos de esta no fueran necesariamente seres aislados, irresponsables, individualmente al margen de la sociedad, plenamente abocados a la picaresca cuando no a la delincuencia; seres asociales, peligrosos para la sociedad por su situación marginada de la vida social. Esto ocurría, más aún que con los esclavos, con el creciente número de negros libertos que había sobre todo en Sevilla, pero también, aunque menos numerosos, en otras ciudades andaluzas. Quienes conseguían su libertad, básicamente por concesión de sus amos al morir o por nacer de negras libres, muy difícilmente obtenían un empleo permanente y, por ello, se veían obligados a vivir de la caridad pública o mediante el robo y otros acciones asociales. Promoviendo su agrupación en una hermandad se conseguía que, como colectivo, tuvieran un medio de integración en la sociedad y, como individuos, pudiera exigírseles mayores responsabilidades. Pero, sobre todo, al estar organizados en asociaciones minuciosamente reguladas y sujetas a la autoridad de los poderes establecidos, se garantizaba el control político sobre ellos de manera más efectiva que si los miembros de la etnia, en especial los negros libres, estuvieran dispersos, incontrolados al relacionarse entre sí solamente mediante formas de sociabilidad no institucionalizada, mucho más difíciles de regular y de controlar.

A favorecer este control se encaminaron, sin duda, los nombramientos de mayorales de los negros sevillanos que realizaron los reyes desde la época de Enrique III y de Don Gonzalo de Mena, designando jefes de la colectividad negra para que fuesen, a la vez, representantes del poder político dentro de su etnia, para regular sus costumbres y actuar de jueces de paz entre ellos, auxiliando a la Justicia, e interlocutores y representantes de la etnia ante los poderes públicos. Este carácter de mayoral tuvo el que sería famoso Conde Negro, que sigue hoy dando nombre a la calle de detrás de la capilla de la hermandad, antiguamente fondo de saco entre la calle Ancha de San Roque y la muralla de la ciudad. Leamos lo que nos dice al respecto Ortiz de Zúñiga: “Había años que desde los puertos de Andalucía se frecuentaba la navegación a las costas de África y Guinea, de donde se traían esclavos negros, de que ya abundaba esta Ciudad; eran tratados con gran benignidad desde el tiempo del rey Enrique III, permitiéndoseles juntarse a sus bailes y fiestas en los días feriados, cion que acudían después más gustosos al trabajo y toleraban mejor el cautiverio. Sobresaliendo algunos en capacidad, se daba a uno título de Mayoral, que patrocinaba a los demás con sus amos y con las Justicias componía sus rencillas. Hállase así en papeles antiguos y acreditalo una cédula de los Reyes católicos, dada en Dueñas a 8 de Noviembre de este año (1475), en que dieron título a uno llamado Juan de Valladolid, su Portero de Cámara: Por los muchos buenos, é leales, é señalados servicios que nos habeis fecho, y fazeis cada día, y porque conocemos vuestra suficiencia y habilidad y disposición, facemos vos Mayoral e Juez de todos los Negros e Loros (mulatos), libres o captivos, que están é son captivos é horros (libertos) en la muy noble y muy leal Ciudad de Sevilla, é en todo su Arzobispado, é que non puedan facer ni fagan los dichos Negros y Negras, y Loros y Loras, ningunas fiestas nin juzgados entre ellos, salvo ante vos el dicho Juan de Valladolid Negro, nuestro Juez y Mayoral de los dichos Negros, Loros y Loras; y mandamos que vos conozcais de los debates y pleitos y casamientos y otras cosas que entre ellos hubiere é non otro alguno, por cuanto sois persona suficiente para ello, o quien vuestro poder hobiere, y sabeis las leyes é ordenanzas que deben tener, é nos somos informados que sois de linage noble entre los dichos negros “.

Prontos ejemplos tenemos del poder e influencia del Conde Negro sobre los individuos de su etnia, y de su estrecha colaboración con las autoridades políticas y eclesiásticas: cuando aún no han transcurrido dos años de su nombramiento, los negros sevillanos acuden, el 24 de Julio de 1477, colectiva y festivamente, de forma ordenada, al recibimiento que la ciudad hace a la reina Isabel en la puerta de la Macarena. Y participan, asimismo, con asiduidad, en la procesión del Corpus, al igual que lo hacen corporativamente todos los estamentos de la ciudad: se conserva una disposición de 1497 en este sentido, que sería el modelo seguido, décadas más tarde, por otras similares en La Habana (en 1573) y en otras ciudades americanas. En 1504, el cargo de mayoral fue ejercido por otro negro, Juan de Castilla, el cual incluso se tituló “rey de los negros “; también la misma denominación que se otorgarían tiempo después los jefes de las colectividades afroamericanas del Caribe y otros lugares del Nuevo Mundo.